La hermana de la Caridad/Capítulo VII
Capítulo VII
Eduardo padecía el delirio de los sentidos. Andaba ciego y perdido su corazón por un despeñadero, que pronto había de dar con él en obscuro y profundo abismo. Era enemigo de las empresas fáciles, y se empeñaba por lo mismo en atraerse los favores de aquella mujer, que, pronunciando la palabra amor, buscaba, sin embargo, cuantas ocasiones podía de humillarle a sus propios ojos. Margarita, dama de corte, muy dada a todo linaje de devaneos, sentía por Eduardo una especie de afecto que no había podido nunca satisfactoriamente explicarse. Ella, que gustaba ver pasar como sombras fugaces sus amantes, tan fugaces como los rápidos placeres del sentido, había posado su pensamiento en aquella frente pura y joven. Ella, que, anhelante siempre de goces, no sentía nada que fuera grande, imperecedero, ninguna de esas pasiones que se alimentan de las ideas, del espíritu, de la vida interior; ella, que se reía de cuantos pronunciaban la palabra amor, llegó a querer a Eduardo con pureza; como si la palabra del joven le hubiera abierto un mundo desconocido y maravilloso.
Sin embargo, alma corrompida, Margarita quería poner hasta las buenas pasiones al servicio de sus caprichos o de sus cábalas. Había caído en la abyección más profunda, y no podía levantarse de aquel cenagal sino impulsada por algún aura celeste, que no corría en aquella ocasión a su lado; por algún ejemplo de virtud, que en aquella ocasión no se presentaba a sus ojos. Además, la desgraciada Margarita se había visto menospreciada de un hombre; dolor que no podía cicatrizarse en su pecho, y gustaba de tomar venganza en ajeno corazón de la herida recibida en su pecho.
Así es que devoraba en silencio su amarguísima amargura, y preparaba el camino para tomar, del hombre que así la había burlado, honda y profundísima venganza.
Entretanto le acontecía al joven Eduardo que se iban borrando poco a poco de su mente y de su corazón los destellos luminosos del primer amor. El primer amor es como la inocencia, estado feliz del alma, que, perdido, no se recobra, y que lo lloramos y aun queremos volver a él; pero si viéramos abierto el camino, retrocederíamos espantados. Eduardo sentía el dolor de haber perdido su primera pasión por Ángela, más que por el mismo amor, por la desgracia que veía caer sobre la joven, objeto antes de sus aspiraciones y ensueños. Mas como padecía de enfermedad semejante; como no encontraba correspondencia en la mujer nuevamente amada; como al pasar el lodazal del vicio no había visto oculta ni una flor, antes muchas espinas, su propia desventura no le dejaba espacio para sentir y llorar las desventuras de Ángela.
¡Qué lucha tan larga, tan animada, sostenía consigo mismo! Así, al caer a la puerta de la habitación en que se encerró Margarita, de tal suerte se había transportado a otras regiones y tan profundamente dormido estaba, digámoslo así, en el seno de su pensamiento, que no echó de ver que había transcurrido largo espacio de tiempo, ni mucho menos que Margarita acababa de entrar por otra puerta, y le miraba entre compasiva y burlona. Mas era tal la admiración de aquella trágica actitud, que Margarita no pudo contener la risa, y soltó una prolongada y ruidosa carcajada.
El joven se sobrecogió, y levantándose precipitadamente, la dijo:
-¿Estáis ahí gozándoos en mi humillación?
-¡Sois buen actor!
-¡Es verdad; me habéis acostumbrado a fingir tanto!
-¿No habéis amado nunca?
-No me lo recordéis. Soy un infame. Amaba a un ángel, a una mujer divina, hermosísima, pura como el cielo, mujer que vivía retirada en el campo, sin más pensamiento que yo; sí, yo, que la he olvidado, y la he olvidado por vos.
-Nada me gusta en vos tanto como ese éxtasis bucólico, esa exaltación febril, ese recuerdo de un amor que, más que cierto, parece soñado.
-Sueño era, sí, de felicidad, que vos me habéis arrebatado; sueño deliciosísimo, del cual nunca debí haber despertado; sueño que me hubiera hecho pasar la vida entre flores y me hubiera conducido a despertar en el cielo.
-Per omnia saecula saeculorum -añadió Margarita-. Me agrada veros tan místico.
-Margarita -dijo Eduardo, cogiéndola con frenética fuerza del brazo-, estáis torpemente abusando de la primacía de mujer. Os gozáis en bañaros en la sangre que destila mi corazón. No me aborrezcáis, no me despreciéis, Margarita. Yo no puedo vivir sino en vuestro cariño; yo no puedo respirar sino a vuestro lado; yo no estoy en mí, estoy en vos. Me habéis robado el alma; doquier vuelvo los ojos, allí os encuentro; rodeáis todo mi ser como de una atmósfera. ¡Amadme, amadme por piedad, Margarita!
-Hay momentos en que, no podré negarlo, os creo.
-Me creéis, ¡oh! ¡me creéis!... Entonces adivináis cuánto padezco. ¿No es cierto que lo adivináis? ¿No es verdad que sentís palpitar mi corazón? ¿No se revela en esta mirada todo el fuego en que arde mi alma? ¡Oh! Margarita, si supierais cuánto os amo, no seríais tan cruel.
-¡Me amáis! Sentaos a mi lado; venid.
Eduardo se sentó, dejando caer la cabeza sobre el pecho, como cansado de luchar. El aliento de la joven, que subía hasta su frente, le volvía el ánimo y las fuerzas.
-Me amáis: yo quiero creerlo; necesito creerlo.
-¡Ah! ¿No os bastan mis palabras?
-No. ¡Palabras! ¡Cuántas y cuán hermosas he visto nacer, brillar; las he creído fijas, invariables, y al tocarlas se han convertido en humo, en nada!
-¿Obras queréis?
-Eso, eso.
-Pedidme los mayores sacrificios: que me desposea de mi fortuna para repartirla entre los necesitados; que me enganche en los ejércitos de África para conquistar nuevos países al nombre cristiano; que me vaya a vivir a un retiro; que renuncie al mundo, con tal de que me prometáis un día abrirme vuestros brazos y merecer...
Margarita, a medida que Eduardo se entusiasmaba de esta suerte, reía a todo reír de sus palabras.
-Ya lo veis -le decía-, ya lo veis. Ingenuamente os digo que os engañáis. Tratad, tratad de ahuyentar y desvanecer vuestras preocupaciones. Habéis leído muchas novelas, muchísimas, y os enamoráis de un imposible, y habláis de una manera tan ridícula...
-No puedo soportar el peso de vuestro sarcasmo, Margarita.
-¡Y decía que me amaba! -exclamó la joven con acento dulce y tierno.
-No os amo, es verdad; no os amo cuando ya no he muerto -contestó Eduardo acentuando estas palabras con un sollozo profundo y muy amargo.
-Convenceos, Eduardo, de que, si me queréis como decís, me queréis de una manera sobrado vulgar.
-No es vulgar sentir lo que yo siento; no puede serlo.
-Pero es vulgar, muy vulgar, decir lo que decís.
-No sé lo que digo; pero sé lo que siento.
-Para probarme que me amáis, me habéis prometido el ejercicio de no sé cuántas virtudes: la caridad, el patriotismo, la abnegación, el sacrificio; palabras todas de novela. Yo quiero otras pruebas.
-Si las queréis, hablad.
-¿Qué es en vos seguir la virtud? Es un instinto. Seréis bueno, muy bueno. Ser mejor, nada prueba. Es necesario que el amor verdadero trastorne todas las condiciones de nuestro ser, que nos levante a otra esfera que no habíamos imaginado tocar. El sacrificio de todos los placeres de la tierra nada importa. ¿Qué valen los placeres para el que sólo tiene uno, el de abismarse en el amor de la mujer que adora? El ejercicio de la virtud nada dice. La virtud, cuando se posee un alma pura y hermosa, es una ley de la vida, una condición de ser. Lo que se debe hacer para mostrar ánimo, es más, muchísimo más, Eduardo. Es romper todas las condiciones, todas las leyes de la vida, y así, sólo así se puede manifestar que el amor ha echado raíces profundas en nuestras entrañas.
-No os comprendo, Margarita.
-Ciertamente no me comprendéis; por eso no me amáis. Lo conocido, solamente lo conocido, puede ser amado. Y he ahí cómo venís a confirmar mis dudas, a probar la verdad de mis palabras. Vos amáis en mí acaso esta vestidura mortal, esta belleza mayor o menor, que en bien poco estimo; pero no amáis en mí lo que hay en mí de verdadero, de inmutable, el espíritu; y no amáis en mi espíritu, no ya sus virtudes, que ésas siempre son amables, sino lo que yo más deseo que sea amado, mis faltas y mis vicios.
-¡Vuestras faltas, señora, vuestros vicios! Yo no he visto sombra alguna en vuestra frente.
-¿No os lo digo? Os habéis propuesto hacerme reír a cada paso, y lo conseguís a las mil maravillas. Os estaba dando una prueba inapreciable de mi afecto, y la desestimáis torpemente. Yo no confieso mis faltas nunca sino a personas que comprendo que me han de querer a pesar de mis faltas; pero yo aspiro, no ya a que me queráis a pesar de mis faltas, sino con ellas y hasta por ellas; he aquí mi anhelo.
-Os querré como queráis.
-Os decía antes que debíais darme una prueba de ese amor que diariamente andáis encomiando, no siguiendo los buenos instintos del corazón, sino violentándolos.
-Pero ¿qué prueba es ésa?
-Un crimen.
Eduardo, espantado, se cubrió el rostro con las manos. La pasión era infinita, violenta, tempestuosa; pero aquella palabra le heló por un instante, como si le faltara sangre en el corazón. Margarita le miró por algunos instantes con su mirar burlón, sardónico, y comenzó a decirle:
-Ya veo, Eduardo, que amáis esas hermosuras pacíficas, tranquilas, dulces, buenas esposas, buenas madres de familia, que son la delicia de amor de un bourgeois o de un jornalero. Ya veo que no habéis nacido para el amor grande, tempestuoso, que debe reinar aquí en la atmósfera superior de la vida. ¿Lo veis? No podemos comprendernos: idos.
Y levantándose del diván, le señaló con ademán imperioso la puerta.
-¡Que me vaya, que me vaya! ¡Oh, no! Soy vuestro esclavo; mandad. Me he enajenado. Yo no soy yo. Soy vos, soy vos, por quien deliro.
La amenaza de aquella súbita separación había vuelto a derramar en el corazón del joven Eduardo todo el calor de su pasión. Margarita le tomó una mano, y un sacudimiento como eléctrico se dejó ver en todo su cuerpo. ¡Oh! Había huido del camino de la virtud, de la cual sólo conservaba algún pequeño destello, y a cada paso se hundía más y más en el hondo pantano del vicio.
-La hermosura resplandece más cuando las pasiones, los combates, las dudas, la iluminan con los resplandores rojizos del infierno. Creedme, Eduardo: sólo cuando hayáis adquirido un temple de alma bastante para consumar los mayores sacrificios por el ser que amáis, sólo entonces mis labios se confundirán con vuestros labios y nos perderemos en un amor infinito.
Eduardo temblaba como fascinado, seguía las miradas de Margarita, escuchaba los latidos de su corazón y se perdía en la luz de sus ojos.
-Ya sabéis ¡deshonroso es decirlo! que no me pertenezco; sabéis que soy vuestro, sí, vuestro. Imponedme condiciones, mandad, mandad, que yo obedeceré; mandad, sí, que yo soy un autómata; mandad..., pero no me mandéis un crimen.
-Sois un niño. Yo sé que por mí perderíais con gran contento la vida...
-¿Lo sabéis, y no os apiadáis de mí?...
-Sé que seríais capaz de las más grandes empresas.
-¿Y me atormentáis aún?
-Pero ignoro si sois capaz de un crimen. Ignoro si un día en que viera yo a un hombre que me ha despreciado, que me ha herido, que me ha maltratado, podré deciros: «Mirad ese hombre: debe morir; clavadle este puñal en el pecho.»
Y Margarita, volviéndose a un velador, abrió un estuche y mostró un puñal, cuyo mango, de varias piedras adornado, brillaba como las escamas de la serpiente heridas por los rayos del sol.
-Mirad, Margarita. A ese hombre de que me habláis le escupiría en la frente, y después me batiría con él a muerte, importándome poco el desenlace; porque si vencedor, os vengaba, y si vencido, moría por vos, dichas ambas muy gratas a mi alma.
-He ahí lo que yo no puedo, lo que yo no debo, lo que no quiero consentir. En primer lugar, os doy por razón suprema mi capricho. En segundo lugar, no me agradaría que ese hombre se gozase en la muerte de un caballero. En último lugar, ¿y si os mataba? Me quedaría sola, Eduardo.
Dijo estas palabras con un acento tal, clavó sus ojos con tan profunda intención en los ojos de Eduardo, que el joven creyó que Margarita le amaba de veras, y un placer inmenso, indefinible, le transportó a otras regiones, como si una demencia inexplicable poseyese su espíritu.
-Margarita, por vos soy yo capaz de todo. Para mí no hay más bien que vuestro amor, ni más mal que vuestro desdén. Amadme, sí, sí, amadme.
-Os amaré si hacéis lo siguiente: mañana doy un baile, y baile suntuosísimo. Aquí debe venir un hombre vestido de negro, y que a la una debe entrar en este gabinete. Cuando yo cante el aria de la Lucrecia al piano, entráis y le traspasáis con este puñal el corazón.
-¡Margarita! ¡Oh, no, eso no puede ser!
Margarita le miró con desdén, volvió la cabeza con ademán altivo, y le dijo:
-He dado mis órdenes. Las habéis oído. Ahí tenéis ese puñal. O hacéis lo que os digo, o al día siguiente, cuando vengáis a mi casa, os echarán como a un perro los lacayos.
Y se fue sin añadir palabra.