La hermana de la Caridad/Capítulo XIII
Capítulo XIII
Volvamos al otro grupo de esta nuestra narración, a Margarita y Eduardo. Pasados ya algunos meses después de la llegada de Ángela a Nápoles, conversaban al anochecer de esta suerte Eduardo y Margarita:
-No vi jamás pretensión más ridícula -decía Eduardo.
-He ahí, Eduardo, lo que es tu amor...
-¡Que me case!
-Sí, que te cases.
-¿Contigo?
-Ya que conmigo no quieras... cásate con otra.
-¿Te es indiferente?
-Casi, casi.
-¡Margarita!
-¡Eduardo!
-¿Indiferente?
-Pues yo he decidido casarme.
-¡Tú!... ¿Con quién, Margarita, con quién? ¡Oh!
-No te asustes, Eduardo. Contigo.
-¡Conmigo! ¡Conmigo! ¡Oh! Lo que es conmigo... Ya, lo que es...
Eduardo no sabía qué decir: tanto le aterró aquella amenaza.
-Veo que te has demudado.
-No lo creas.
-No me lo ocultes. Sé leer en tus ojos.
-Eres muy malintencionada.
-Mira. Se me ha ocurrido de pronto esa idea; pero guárdate de que la acaricie mucho.
-Sería el complemento de mi felicidad... -dijo más que forzado Eduardo.
-Gracias, caballero. Dad más apariencia de verdad a vuestros cumplimientos.
-Pero vamos a cuentas. No atino con la razón de esa extraña manía.
-Vamos a cuentas. Ya atino la razón de tu miedo.
-¡Yo miedo!... Pero como tantas veces has declamado, leyendo a Jorge Sand, contra el matrimonio...
-Pues ¿no puedo yo cambiar de opinión? Me disgusta ya el melodrama de la vida, y me voy acostumbrando a la prosa.
-En otro tiempo hubieras dicho a la tragedia.
-Es igual. Me gusta variar, variar mucho.
-Ya sabes que sólo en una cosa te pido la constancia: en la pasión que me profesas.
-En ésa quedará el fondo; no variará nada, absolutamente nada más que la forma.
-Pero ¿lo vas pensando, Margarita, seriamente?
-Muy seriamente.
Eduardo se dio a reír con estrépito.
-No me provoques con tu risa.
-Casi, casi te desafío...
-Haces mal, Eduardo, muy mal. Sabes que siempre he triunfado.
-¿Cuándo? Al fin la victoria ha sido siempre mía.
-Acuérdate de tus paseos por el mar.
-Sí, me acuerdo.
-Acuérdate de tus amores románticos.
Una nube de sombría tristeza pasó por la frente de Eduardo.
-Pues bien: dos grandes batallas eran de tu vida, dos grandes fines de tus deseos, y yo te arranqué a uno y otro.
Eduardo se cubrió el rostro con las manos, exclamando:
-¡Es verdad, verdad!
-¿Te avergüenzas de ti mismo?
-A veces sí.
-Pues más te avergonzarás cuando veas cumplido este último capricho mío.
-¿Y lo dices con esa sangre fría?
-Y, sin embargo de avergonzarte, lo harás.
-No lo haré.
-Ya sabes que recurro siempre a un fácil expediente.
-¿A cuál?
-Al de arrojarte de mi casa como se arroja a un perro.
-¡Es un recurso tan gastado!
-¡Ah! Te conozco mucho, muchísimo. Y esos y otros recursos producen siempre en ti sus resultados.
-Mudemos de conversación.
-Es verdad. Esta se va agotando. ¡Ah! Voy a hablarte de lo que acaso ignoras.
-¿De qué?
-De la gran novedad que nos prepara nuestro teatro.
-¿Sí?
-Una joven, Eduardo, que dicen es la maravilla del mundo, se presenta en la escena.
-¿Conque tenemos, decías, gran función en el teatro de la Ópera?
-Dicen que es verdaderamente extraordinaria.
-No he oído hablar de tal cosa.
-Se trata, querido Eduardo, de una joven que canta como un ángel.
-Y ¿cómo se llama?
-Se llama Ángela.
Y Margarita clavó con profunda intención los ojos en el rostro de Eduardo, que manifestaba una impresión profundísima.
-¡Ángela! Sí, ¡Ángela! -decía Margarita-. Parece que te impresiona mucho ese nombre. ¡Eduardo, Eduardo, tú me ocultas algo!
-No, nada, nada.
-¿Iremos a la Ópera?
-Iremos.
Y Eduardo se levantó en ademán de despedirse. Margarita le saludó ceremoniosamente, y acabóse así aquella entrevista. Sin embargo, la idea del casamiento no se apartaba ni un instante de la mente de Margarita, al paso que la idea de Ángela atormentaba la mente de Eduardo. La joven quería a toda costa dominar hasta ese punto el corazón de Eduardo, por lo mismo que se había mostrado indeciso, incierto, al oír esta idea. Además, después de los grandes devaneos de su vida, de los cuales no sentía arrepentimiento, miraba el matrimonio como la realización de un capricho. Primero apuntó sin ninguna intención esta idea, y así que la vio rechazada por Eduardo, se enamoró de ella como de un gran imposible. Y pensó gravemente en realizarla. Para esto contaba con la siempre creciente debilidad de Eduardo.
La ley de contradicción, natural en el hombre, era, digámoslo así, la ley constitutiva de Eduardo. Puede decirse que a un tiempo mismo amaba a Margarita y a la desgraciada Ángela. Cuando su alma se despertaba y sentía deseo del amor casto, puro, de ese amor cuya tristeza es más dulce que todas las epilépticas alegrías de la sociedad y del mundo, presentábase a su imaginación, como un ángel descendido del cielo, la imagen purísima de su primer amor. Cuando anhelaba apurar el placer, sentía ese amor que consiste en la embriaguez de los sentidos; aparecíase a sus enardecidos ojos con todos sus encantos la imagen de Margarita. Pero desde el punto en que principió la lucha, el placer había vencido a la felicidad; el beso ardiente, a la mirada casta; el instinto pasajero del sentido, al eterno amor del alma. Eduardo, en quien el amor puro estaba como dormido, a manera de un genio tutelar, que cerraba los ojos por no ver las impurezas de su alma; Eduardo, decía, tornábase a contemplar esta inexplicable felicidad, cuando el tiempo o la casualidad le llevaban algún suspiro, algún recuerdo, algún eco de ese hermosísimo y divino mundo, iluminado por la nacarada luz de lo misterioso y lo infinito.
-¡Ángela en Nápoles! -pensaba-. ¡La primera ilusión de su alma, el primer amor de su corazón, iba a presentarse en el teatro, y a entusiasmar con aquella divina voz, que Eduardo escuchaba extático bajo el sauce, a millares de seres, que irían a tributarle fríos aplausos, pero no el fuego de aquel amor santo que purificaba su alma y la desligaba de todos los lazos de la tierra! ¡Y él, para quien aquella voz se había creado, la había dejado; él, para quien era aquella alma de artista, la había olvidado!
En algunos momentos pensaba buscarla, caer de hinojos a sus plantas, pedirla perdón, declararse su esclavo, unir ante Dios eternamente su corazón al corazón de aquella divina mujer, huir con ella a la soledad, al campo, y pasar una vida tranquila, dichosa, serena, ocupado en el trabajo, en la felicidad de su amada y en la educación de los hijos que le concediera el cielo.
Pero en el mismo instante en que hacía todos estos propósitos, se rebelaba contra ellos el instinto, veía por doquier engañosos fantasmas de placer; se acaloraba su mente en el vapor de los festines, de las orgías, y abandonándole aquel su primer amor, caía en la degradación y el vicio, falto de fuerzas para contrastar su deletéreo influjo. Así es que el nombre de Ángela, más bien que una realidad, era en su alma el recuerdo y la esperanza de otro mundo mejor, el ideal de la virtud, la aspiración a un perfeccionamiento con que soñaba su alma, bien que sin el poder bastante para seguir los avisos y enseñanzas de ese sueño celeste.