La hermana de la Caridad/Capítulo XL

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Capítulo XL

Angela había ya decidido de su suerte; se había abrazado á su vocación; á ser, con todo el entusiasmo propio de su gran alma, Hermana de la Caridad. El teatro, que había sido para ella tan glorioso; el arte, que había circundado de tantas y tan espléndidas coronas su frente, le repugnaban; parecíale que la virtud, y solamente la virtud, era hermosa, y grande, y perdurable. Todo lo demás del mundo era á sus ojos como si no fuese. El consuelo del afligido, la salud del enfermo, el amparo del huérfano, todo eso ser, todo eso debía ser Angela. En la noche en que encontró á la infeliz Margarita, después de haber largo tiempo combatido con su corazón, que le inclinaba á ir en pos de Margarita, se retiró á su casa. Estaba en vísperas de abrazar su nueva carrera, de consagrarse á Dios. Algunas veces había luchado contra esta tendencia de su corazón. No se crea que Angela había llegado á esta decisión suprema de su alma sin luchas y sin combates; no se crea esto.

Muchas veces la hermosura del mundo la hubiera distraído de su pensamiento; muchas veces, al verse en los grandes bailes, en los magníficos salones al calor de aquella atmósfera, se había despertado en su alma el deseo de anegarse, de perderse en aquel mar de sensuales delicias; pero la voz poderosísima de su virtud, la pureza de su alma, su mismo desgraciado amor, habían sido bastante á salvarla en el obscuro borde de los abismos.

Otras veces, cuando oía los aplausos que la acompañaban en el teatro; cuando el entusiasmo enardecía los corazones; cuando mil flores calan á sus pies y una corona de laurel ceñíase á su frente, aquella tempestad de entusiasmo, tan propio para despertar en el ánimo grandes ambiciones, la llevaba á creerse feliz; felicidad engañosa, que caía deshojada como una flor, y que se derramaba por los aires como un suspiro.

Pronto volvía en sí de su entusiasmo, y pronto echaba de ver la nada de aquellos triunfos. En esta noche llegó á su casa. Estaba profundamente conmovida, y abrió la ventana de su habitación. Se veía el mar y el Vesubio, que exhalaba una especie de sonrosado vapor, parecido á los primeros albores de la mañana. La blanca nieve cubría el suelo y los tejados; y la luna, habiendo podido herir con su tenue rayo las nubes rielaba, aun que fugazmente, en las aguas y en la nieve.

Cuando á través de un nublado de obscuridad densa llega el alma á ver un pedazo de cielo, se regocija, como cuando en la desgracia y en el abandono ve un amigo. Angela sentía cierto placer en este instante; parecíale que aquel espectáculo de la Naturaleza convidaba al amor. Una especie de sensación voluptuosa la hacía aspirar las emanaciones de la Naturaleza, el soplo de las brisas, como si fueran los besos de un amante. El deseo de vivir, y hasta el deseo de gozar, se despertaban en su alma, ó mejor dicho, en sus sentidos. Hay en la naturaleza meridional cierta voluptuosidad que embriaga. El mar en calma; el cielo que se aparece á través de gasas que huyen; el rayo de la luna, que ora brilla, ora se esconde; los copos de la nieve, apenas prendidos á los árboles, prontos á deshacerse á un beso de fuego; el Vesubio hirviendo: todo esto debía despertar el deseo en el ánimo de Angela.

En esto se oyó una música voluptuosísima también. Parecía la voz de la Naturaleza, que convidaba al amor. Era una serenata, una serenata á Angela, una serenata que le daba el Conde. No parecía sino que el mundo había querido escuchar la aspiración de Angela, y que la luna, las brisas, los campos y las ondas entonaban un cántico para ofrecerle la dorada copa del placer.

Una canción de amor, una dulce canción de Bellini, hirió los aires. No ha habido en el mundo poeta que haya expresado el amor como Bellini en sus cánticos. Y en el silencio de la noche, bajo el cielo de Italia, á la luz pálida de la luna, en presencia del azulado Mediterráneo, al pie de la ventana de una hermosura que palpita con el pecho rebosando amor, una canción de Bellini entonada por la voz de un amante, y de un amante que delira, y de un amante que es desgraciado; una canción de Bellini debe ser como el canto del amor en su esencia, como el acento inimitable de todos los grandes dolores y exaltadas pasiones del alma.

Angela sintió toda la triste melancolía de aquel canto. El corazón latió con fuerza en el pecho. Todo el amor de su corazón, todas sus grandes pasiones se despertaron en su alma. El deseo de vivir, de amar, se apoderó completamente de su ánimo. Sintió en un instante todo lo que se oculta de hermoso, de grande, en la Naturaleza, en la creación, en la sociedad, en el arte. Su sangre joven hervía con el calor de la juventud al abrasado soplo de las ardientes pasiones. Sacó la cabeza para respirar las auras, las brisas húmedas de la noche; los rizos de su cabellera le cubrieron el rostro, y un rayo de luna que atravesó las nubes, rodeó de una hermosísima aureola aquella artística y hermosísima cabeza. Renunciar á todos los placeres de la vida, á los aplausos de un público entusiasmado, á los goces de la familia, á la esperanza de un nuevo amor, á todos esos afectos y pasiones que encantan la vida, es un tristísimo, un cruento sacrificio. Y cuando la vida late con todo el entusiasmo de los primeros amores; cuando la sangre corre por el cuerpo como exuberante savia; cuando la imaginación abre sus pintadas alas llenas de mil ilusiones, matizadas de mil colores; cuando el espíritu aspira á lo infinito y se pierde en sueños, delicias, imágenes, sentimientos; cuando sucede todo esto en ciertas edades felices de la vida, separarse del mundo, separarse de la sociedad, es superior propósito á la débil naturaleza; y así, Angela, embriagado su corazón por todo lo que presenciaba, por todo lo que veía y oía, se olvidó por algunos instantes de su juramento, y pensó vivir, y vivir en la sociedad, en el mundo.

Hubo un instante en que creyó que iba á amar; un instante en que creyó que el Conde había tocado en su corazón: el espectáculo de la Naturaleza, el olor de la violetas que en un jarro tenía en su ventana, a luz de la luna, las brisas del mar, el eco de aquella voz enamorada, el acento de aquella música voluptuosa, todo, todo esto habló en su ánimo con su irresistible elocuencia y enardeció la sangre de su corazón.

Pero entonces el rayo de la luz de la luna iluminó una alta cruz que se levantaba sobre un campanario. El signo de la redención humana, destacándose del obscuro fondo de las negras nubes, relució como un lábaro santo á sus ojos, como la divinización del dolor y de la tristeza. Entonces las alas de las pasiones terrenas, que se habían apoderado de su espíritu, quedaron quemadas en aquel fuego de amor divino, y un mar de lágrimas inundó su rostro. «El sacrificio, el sacrificio y decía Angela, es necesario; el sacrificio á toda costa. Vivir para el arte, para el teatro, es vivir para el placer de los felices; vivir para el hospital, para el campo de batalla, es vivir para el consuelo de los desgraciados. Hermosa, muy hermosa es la corona de diamantes que el poderoso arroja como un dón á las plantas del artista; pero es más hermosa esa otra corona ideal que las lágrimas de los infelices, cuajadas en invisibles perlas, ciñen á la frente de la Hermana de la Caridad. Triunfar con el canto, con el arte, en un hermoso teatro, inundado de luz, resplandeciente de hermosura, lleno de beldades que laten de amor, de placer, á los ecos divinos de aquellos cantares, puede ser muy hermoso, muy bello; pero es sublime, verdaderamente sublime, bajar á los tristes hospitales, á los campos de batalla, á las negras chozas, á las casas miserables, al lecho infeliz del moribundo, á sostener en su combate la virtud, á exaltarla al cielo, á recoger el último soplo del moribundo, á guiar su alma á la bienaventuranza, á orar sobre su cadáver inanimado y frío, á seguir el vuelo de su alma, purificada por el martirio y el dolor, hacia Dios. En esta sociedad de egoísmo frío; en esta sociedad que aísla á cada sér en sí, en su casa, en su propia vida; en esta sociedad positiva, un sér que se sacrifica por sus hermanos, que busca el dolor, las lágrimas, los quejidos; que se goza en derramar por doquier consuelos; que vive para dar vida á todos los que sufren; un sér consagrado á la heroicidad más alta, á la heroicidad moral, es indudablemente un ideal de virtud que brilla como el astro, como la estrella, entre las espesas tinieblas de la noche.»