La hermana de la Caridad/Capítulo XLI
Capítulo XLI
Un día antes de que Angela abrazara su nuevo estado, el conde Asthur fué á verla á su casa. Estaba más hermosa que nunca. La tranquilidad de su alma se reflejaba en su mirar y en su frente. Estaba vestida de blanco; sus cabellos lo caían en dos gruesas trenzas, descuidadamente, sobre sus espaldas. Su hermosura, decíamos, resplandecía como nunca. Era como el ultimo rayo del sol cuando se balancea sobre el ocaso, que parece á nuestros ojos más puro, más limpio y más hermoso.
El Conde le dirigió al entrar estas palabras:
-¿No hay remedio?
-No le hay.
-¿Mañana?
-Mañana.
-¡Terrible día!
-El día más hermoso de mi vida.
-¡Angela! Sois muy cruel.
-¿Por qué?
-Porque vais á abandonar por la religión de la caridad, la dulce religión del arte.
-No lo siento.
-Porque vais á abandonar á vuestros amigos, y estáis alegre.
-Señor Conde, sólo por algunos amigos siento abandonar la sociedad.
-¿Por mí? ¿Acaso por mí?
-Acaso por vos.
-Soy feliz.
-¡Ah!
-Soy feliz, porque he logrado inspiraros algún sentimiento.
-Siempre me habéis inspirado una acendrada, una verdadera amistad.
-¿Nunca amor?
-Nunca.
-¡Y vamos á separarnos!
-Para siempre.
-Angela, en mi vida no puede haber ya tranquilidad.
-Rogaré á Dios por vos.
-¡Una oración!
-También una oración.
-¿Ningún otro recuerdo?
-Ninguno.
-Yo no puedo vivir en el mundo.
-No creo tal.
-No me resigno á vivir en un mundo de que vos habéis huído.
-Nada más fácil que encontrar consuelo.
-¡Ah! No, no lo hay para mi herido corazón.
-No parece, Conde, sino que soy yo sola en el mundo.
-Para mi, sola.
-Otras mujeres...
-No, no.
-¡Conde!
-No puede ser.
-Consolaos.
-No puedo consolarme.
-¡La vida es tan espinosa!
-Pero esta muerte anticipada es tan triste...
-No puede ser muerte la consagración á la caridad
-Para mi corazón es la muerte de la esperanza.
-Y ¿por vuestro corazón medís el mundo?
-Sí.
-Y ¿por vuestro corazón medís el cielo?
-Sí.
-Os engaña ese vuestro duro egoísmo.
-¿Egoísmo á un amor que me abrasa el alma?
-Será egoísmo de dos, pero al fin es egoísmo.
-Y ¿no podré veros?
-No: mi vivienda será el campo de batalla, el hospital y la choza del pobre moribundo.
-¿Vos, que habíais nacido para el arte...
-Sí, es verdad, para el arte; pero no para ese arte que vos encarecéis.
-¿Queréis negar á Dios hasta la grandeza del dón del canto que os ha concedido?
-No, en verdad.
-Pues ¿cómo renegáis del arte?
-Hay un arte más grande y más difícil que el arte que encarecéis á mis ojos.
-¿Cuál es?
-El arte de la vida.
-Y ¿no podíais vivir bien aquí en el mundo? ¿No podíais ser feliz, vos, la primera artista de Italia?
-Más feliz me creo siendo su última Hermana de la Caridad.
-Me partís el pecho.
-Creedme, creedme.
-Me desgarráis el alma.
-Conde, hermosear el. alma es nuestro destino.
-Y el alma, ¿no es hermosa cuando lleva su lira, cuando entona un dulcísimo canto?
-No es tan hermosa como en los instantes supremos en que se acerca á un desgraciado y consuela á un afligido.
-Mas para eso, ¿era por ventura necesario que fueseis Hermana de la Caridad?
-Lo era.
-Pues no advierto la causa.
-Lo era.
-¿Por qué?
-Porque yo no me contentaba con dedicar un instante á mis hermanos, instante que les regateaba el arte y el mundo.
-Angela, ¿y para hacer felices á tantos se res me hacéis á mí infeliz?
-Vuestra infelicidad no podía yo consolarla.
-Es cierto. Hermana de la Caridad, vais á consagraros á curar enfermedades, á socorrer infelices, á serenar tempestades y desgracias: y ¿no podéis curar esta gran enfermedad de mi alma? ¿De qué sirve, pues, vuestra ardiente caridad?
-¿Y la enfermedad de mi alma?
-Esa enfermedad la puede curar vuestra razón.
-No, ni la misma muerte. Atravesaré el tiempo que me separa de la eternidad, y al entrar en la eternidad llevare conmigo este dolor inmenso, infinito, esta incurable desesperación, que es, que ha sido, que será mi eterna desgracia.
-Aun así os podéis consolar.
-¿Cómo, cuándo, de que manera?
-Mucho desconfiáis de Dios.
-¡Ah! ¿No veis impresa en mi frente la indeleble huella de su justicia?
-¿Por qué, por qué os quejáis así?
-¡Y me lo preguntáis vos, Angela!
-El mundo, nuevos amores, ofrecen consuelo.
-El mundo para mí está vacío, el amor me es imposible sin vos.
-¡Conde! Ya os he dicho que Dios me ha negado el amor.
-¡El amor para mí!
-El amor mío sólo puede ser ya el fuego de la caridad.
-¿Conque al fin me abandonáis?
-Sí, Conde. Esta debe ser nuestra última entrevista; éstas nuestras últimas palabras.
-¡Ah! Se me oprime el alma.
-También sobre mis ojos cae como una niebla.
-Sentís...
-Siento este instante.
-¡Oh! ¡No volvernos á ver!
-No.
-¿Nunca?
-Nunca. La virgen consagrada al Señor, en su ardiente caridad, debe desceñirse de todos los lazos materiales, quebrar todas las cadenas, el amor, la amistad; ser solamente para sus hermanos.
-Yo no puedo ya ver el mundo; me parece un mundo sin sol. Separado de vos, de mi amor, yo no puedo vivir.
-Conde, cerrad vuestro labio á esas palabras.
-¡Oh! La verdad pura como el cielo, como la inmaculada luz, no puede ser nunca, nunca, un crimen. Dios no puede castigar la verdad.
-Señor conde...
-Dios no puede castigar esta pasión que, en medio de su gran desgracia, me ha enseñado el camino de la virtud, el camino del cielo.
-Pues bien, seguidlo hasta el fin; seguidlo, y me daréis una prueba de que no olvidáis mi nombre.
-En este mismo instante abandono el poder.
-Tenéis razón; hay un poder más alto, que es el poder de hacer bien.
-Abandono la corte.
-¡Conde!
-Y en un retiro, en el campo, pasaré mi vida, para que el mundo no me distraiga de mi pensamiento.
-Pero una vida abandonada á la soledad es una vida estéril.
-Vos lo habéis dicho; no pienso esterilizar mi vida.
-Empleadla en aliviar á vuestros hermanos en sus males.
-Voy á reunir á mi alrededor una pequeña colonia de trabajadores.
-Justo, justo.
-Les enseñaré sus derechos y sus deberes; les hablaré de Dios; haré que sea su vida feliz en el trabajo.
-Eso debéis hacer.
-¿Quién sabe si de aquellos pobres infelices nacerán buenos hijos de Italia?
-¡Oh! En el mundo moral, como en el mundo físico, cada cosa produce sus semejantes. La semilla de la virtud dará de sí grandes virtudes.
-Y entonces no habrá sido estéril mi vida. Yo recordaré en el silencio de mi retiro que vos habéis sido la estrella de mi vida, que vuestro nombre y vuestra alma me han guiado á la virtud.
-Comprenderéis un amor más sublime que este amor.
-Todos los días, al salir el sol, os bendeciré, porque vos habéis sido el sol de mi vida y de mi alma.
-Me enternecéis.
-Recordaré que yo estaba sumido en el polvo de las bajas pasiones, en la venganza, en la sed hidrópica de riqueza y de poder.
-Justo, justo.
-Y recordaré también que vuestra voz, esa dulce celestial reclamo, despertándome a mi vida, ha abierto en mi ánimo los horizontes infinitos de la virtud.
-¡Oh, señor Conde! Me reconciliáis con la vida.
-Mi primera oración será para vos; mi última palabra para vos. Dios me admitirá en la eternidad porque llevaré vuestro recuerdo.
-No, porque llevaréis la virtud.
-Mi virtud, mi virtud, la fuerza misteriosa de mi alma, es vuestro amor. Conde, debemos separarnos. Suena la hora...
-Separémonos, pues.
-No me, olvidéis.
-¡Yo, yo!...
Y el Conde se ahogaba de dolor.
-Pensad en Dios.
-Pensaré en vos.
-Orad por mí.
-¿Y vos?
-Yo rogaré al cielo que seáis feliz.
-Mi felicidad sería...
-¿Qué?
-Un recuerdo vuestro.
-Le tendréis.
-¡Oh!
-Sí, le tendréis.
-Dadme vuestra bendición -dijo el Conde hincando la rodilla en tierra. Angela puso sus dos manos sobre la cabeza del Conde y murmuró una religiosa plegaria. El Conde se levantó y dijo estas palabras:
-Ya estoy más animado para este tremendo trance. Adiós.
Dos grandes sollozos se mezclaron en los aires, al mismo tiempo que aquellos dos seres se separaban.