La hermana de la Caridad/Capítulo XLIII

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La hermana de la Caridad de Emilio Castelar
Capítulo XLIII

Capítulo XLIII

Por fin Angela abrazó su cruz. La separación de sus amigas y de su familia fue para ella dolorosa; pero la paz de aquella mansión le pareció santa. Inmediatamente que entró, consagróse con todas sus fuerzas al trabajo. No había labor que no comprendiera y no acabara con sin igual constancia; no había trabajo que la hiciera flaquear; no había desgracia que no socorriese, ni enfermedad que no aliviase con ese heroísmo, con esa constancia propia de su carácter, dulce y fuerte al mismo tiempo. Desde que entró en el convento, parcela que su vida se había serenado, que su salud había vuelto á recobrar las perdidas fuerzas. En su rostro, en su frente, se reflejaba la serenidad interior del espíritu, la dulce y serena paz del corazón. Era así su vida como un suspiro, como una placida alegría, como un instante feliz, que no se concluía nunca. Es verdad que había hecho grandes sacrificios; pero todo cuanto había perdido lo olvidaba para recordar tan sólo aquello que había deseado. Sus hermanas la querían mucho; los niños cuya educación tenía á su cargo, la idolatraban; los enfermos decían que aquella mujer era su providencia. No solamente curaba las enfermedades del cuerpo con esa solicitud que era, y no podía menos de ser, timbre de su carácter: curaba también las enfermedades del alma con sus consejos, con su dulce palabra, con su buen ejemplo. Cuando se inclinaba sobre el lecho de algún enfermo para darle la medicina, le devolvía la tranquilidad con su sonrisa, con su gracia, con su dulce alegría. Nunca acongojaba ni se acongojaba; nunca se mostraba inquieta; nunca hacía desesperar el ánimo del enfermo. Al mismo tiempo parecía su actividad infinita. Se encontraba en todas partes, asistía á todas sus obligaciones, y aun le sobraba tiempo para ejercer por sí la espontánea caridad de su alma. Su vida, su alma, eran como un fuego purísimo, como una llama en que se purificaban muchas vidas y muchas almas. Hablando siempre de Dios, de su infinita misericordia y bondad, sosteniendo á los débiles, aliviando á los afligidos, siendo la providencia de los menesterosos, llena de energía, de actividad, soñando con un ideal divino, que se traducía en todas sus obras, en todas sus acciones, Angela era como una artista de la caridad; pues la caridad, como si fuera su creación, resplandecía sobre su frente. Su alma hermosa, hermosísima; su virtud, semejante á una estrella sin ocaso, aunque cuidadosamente oculta, resplandecía á los ojos de todo el mundo. No había mujer del pueblo que no la tuviera por santa; no había alma elevada que no la viera, desprendida ya de la tierra, vagar en el dorado éter del firmamento, en los arreboles de la bienaventuranza. Esos seres virtuosos y buenos son un gran consuelo para el alma, y un gran ejemplo y una gran enseñanza moral. Cuando se ve en la vida uno de esos seres, no hay duda de la realidad de la virtud. El corazón más turbado y más empedernido cede á la evidencia, y cree y confiesa que la virtud, con todos sus hermosos resplandores, existe viva y pura en la tierra. Por eso el hombre debe ser virtuoso. Cuando una existencia se corrompe, no se corrompe nunca sola. El ponzoñoso hálito que exhala trasciende á todos los seres, corrompe y envenena toda la atmósfera. El mal ejemplo es como nube que empaña el cielo, al paso que el buen ejemplo es como una estrella perenne y fija siempre en la bóveda celeste. Los que se extravían, cuando ven la hermosura que la virtud presta, dejándose el mal camino, vuelven fiel y tranquilamente á la virtud con el corazón rebosando alegría. No hay nada más bello, nada más grande, nada más hermoso que el cumplimiento del deber, el ejercicio de la libertad, y hasta el sacrificio, para conseguir aquello que creemos un bien.

Así, Angela era en la vida un ideal que hería los ojos de todos los descreídos, una enseñanza que aleccionaba á todos los desesperados, un norte a que dirigían sus pasos muchas almas que, sin ese gran ejemplo de alta moralidad y virtud, acaso, acaso se hubieran perdido para siempre en los intrincados laberintos del mundo. La vida de Angela era un continuo trabajo para el bien. A las cinco de la mañana, cuando apenas en ciertas estaciones del año comenzaban á disiparse las sombras, abandonaba su lecho y pasaba algunos instantes en su tocado. Su traje era un sayal negro. Una blanca toca adornaba sus sienes. Un ligero velo negro caía sobre su espalda. Con este traje parecía más hermosa. En seguida, si no había pasado la noche en vela, se dirigía á prestar sus atenciones á sus enfermos. Después bajaba al templo á cumplir sus deberes religiosos. Subía á su celda y hablaba algunos instantes con su madre, á quien vela sin falta alguna todos los días. En seguida reunía á cinco niñas pobres que tenía á su cuidado, y les enseñaba la moral y la religión cristiana con esa elocuencia maternal, clara y sencilla, que sólo posee el corazón de la mujer. Volvía después á sus enfermos, y á la cabecera del lecho del dolor pasaba sus días y sus noches, hasta que el cansancio la rendía y la obligaba á conciliar el sueño para recobrar las perdidas fuerzas.

Había días, extraordinarios, en que iba á visitar las cárceles de mujeres, á llevar limosna á la choza del pobre. Tenía tal acierto para repartir la limosna, tal conocimiento de las necesidades y faltas de las familias pobres, que se puede asegurar que la llamaban la limosnera general de Nápoles. En efecto: las almas caritativas que necesitaban hacer alguna limosna, acudían á Angela y depositaban los donativos en sus manos, y dejaban á su discreción el repartirlos. Así iba siempre haciendo bien, siempre derramando consuelos. Al hambriento le daba pan, al enfermo la salud, al descarriado el ejemplo, al niño la luz de la educación, y entre todos repartía la esencia purísima de su alma.

Su modestia, su virtud tranquila y pura, el cuidado con que guardaba sus buenas acciones, su palabra dulcísima, su voz encantadora, su carácter blando y sencillo, su exaltada caridad, todas sus prendas hacían de esta mujer extraordinaria un ángel purísimo, un mensajero de Dios enviado del cielo para hermosear la tierra.

Y, sin embargo, esta joven tan buena padecía mucho, muchísimo. La llaga de su amor no se había curado. El recuerdo de Eduardo no se había extinguido en su memoria. Aun se aparecía á sus ojos con toda su belleza el sauce, la fuente, el mar, la barca en que Eduardo cortaba las olas; aun resonaba en sus oídos la dulce voz de su amado.

Ninguna de las grandes transformaciones de su existencia había sido bastante poderosa para aliviarla del grave peso de este recuerdo, ninguna. Huyó de los patrios campos, y fué á Nápoles. Allí se le aparecía Eduardo. Volvió otra vez á su antigua vivienda. Allí veía en todas partes la imagen de Eduardo. Llegó á la gloria: allí, en medio de los aplausos que oía, entre el entusiasmo del público, en la cumbre de la fama, sus ojos sólo acertaban á ver la imagen de Eduardo. Ni el olvido ni la ingratitud pudieron ser parte á borrar en su corazón este recuerdo que la atormentaba, y que era al mismo tiempo el secreto de su vida, la esencia misteriosa de su alma.

Entró en el convento, y en la soledad del claustro veía siempre la misma imagen, y hasta al pie del altar se le aparecía Eduardo. Su dolor era inmenso, inexplicable. Era el dolor infinito de un alma que huía del mundo y que ha perdido el mayor bien del mundo: la esperanza.

Así, en vano había recurrido a los mil medios de que podía disponer para borrar aquella pasión de su exaltado pecho. Todos habían sido inútiles, completamente inútiles todos. Puro su amor, pero vivo como el primer día, llenaba toda su alma. El recuerdo de Eduardo era la principal idea de su mente. En vano se había herido, se había martirizado en vano; de los dolores de su alma, de las maceraciones de su cuerpo, salía más refulgente aún la gran pasión de su alma, la verdadera lumbre de su vida, el espíritu que animaba todo su sér y embellecía toda su existencia.

Así es que aquella pasión, después de todo, era lo que más vivo había en su corazón. Sólo su voluntad de hierro podía contrastar aquella tendencia de su corazón; sólo ese amor á la virtud, más grande aún que su amor á Eduardo, pudo sacarle á salvo en aquella deshecha tempestad de su vida. Por eso necesitaba vivir en medio de una atmósfera candente, respirar el aliento de grandes huracanes, sentir vivas pasiones, inspirarse en el seno de una vida sobresaltada; por eso buscaba el sacrificio, la penitencia, el dolor; por eso iba en pos de los desvalidos, de los enfermos, sí, porque de esa suerte el espectáculo de grandes miserias, el dolor, las pasiones que rodaban como un torbellino á su alrededor, el costoso sacrificio que hacía de todas sus glorias, la sustentaban en tan tremenda como peligrosa lucha, y hasta calmaban un poco el dolor de su corazón. ¡Pobre mártir! Había hecho de la tierra un ara, y en ese ara se entregaba de grado al sacrificio. Su alma subía al cielo como el torbellino de humo que subía del ara de los altares antiguos. Víctima inocente, padecía, lloraba mucho, porque la infeliz había también amado mucho. Y su vida, tan pura y tan hermosa, era como una flor arrebatada por la corriente de una inmensa pasión.