La hermana de la Caridad/Capítulo XLIV
Capítulo XLIV
Un día estaba Angela entregada a sus labores, cuando se oyó una voz de una mujer del pueblo, que decía:
-Necesito de una Hermana de la Caridad.
-¿Para qué? -le preguntaba la portera del convento.
-Para favorecer á una infeliz señora que se está muriendo.
-Creo que hoy sólo Angela estará libre.
-Pues bien: que venga Angela, que venga por piedad.
Angela apareció á la puerta.
-Iré, iré después de pedir permiso á mi Superiora, por si dispone de mí para otra cosa.
Salieron Angela y la pobre mujer, que iba amargamente llorando; cruzaron callejones y encrucijadas, corrieron calles muy estrechas, esas calles que en las hermosas ciudades aun parecen y son más tristes y más feas, y dieron por fin con la casa donde iban, de pobre y mezquino aspecto, verdadero templo del dolor y de la miseria.
Abrese la puertecilla merced al empuje de la mujer; aparece una escalera estrecha de caracol, se lanza por ella Angela con rapidez, como un ángel que sube al cielo y entra en una estancia ennegrecida, sala y cocina de aquella vivienda, donde sólo se velan algunas sillas rotas, dos ó tres pucheros en un rincón, y en otro un colchón de paja tendido en el suelo, y en el colchón una mujer pálida como la muerte.
Angela se lanzó con prontitud al colchón á, ver la enferma, y le cogió la mano con efusión. Mas apenas la había estrechado contra su pecho, cuando por un movimiento involuntario la retiró horrorizada, dando un grito.
-¿Qué tenéis? -dijo la mujer.
La enferma abrió los ojos; Angela se volvió de espaldas, como quien se oculta.
-¿Qué tenéis, sor...
-¡Chis! -dijo Angela.
-Os habéis puesto muy pálida.
-Es verdad.
-¿Qué os ha sucedido?
-Callad.
-Y se llevó á la mujer á la ventana,
-Es necesario sacarla de aquí.
-¿De veras?
-El aire que aquí se respira es malo.
-Ciertamente.
-La cama es incómoda.
-¡Ah!
-El ruido que se siente es mucho.
-Sí, sí.
-Vos no podéis cuidarla.
-No.
-Y vuestros hijos tienen que estar aquí.
-Sí.
-¿Según esta?
-Sí.
-Por lo mismo, no hay medio de que se quede donde está.
-Lo conozco.
-¿Lo sentís?
-Mucho.
-¡Pobre mujer! Fiad en Dios, que os recompensará.
-Y ¿decís que será necesario sacarla?
-Inmediatamente.
-Como vos queráis.
-¿No habéis adivinado lo que padece?
-Padece de una herida
-No, padece de una enfermedad más profunda.
-¿De qué?
-Se muere de verse aquí.
-¿Lo creéis?
-Sí, lo creo.
-Esa señora es una gran señora.
-Lo habéis adivinado.
-Ha sido de lo más opulento de Nápoles.
-Justamente.
-Y hoy se ve reducida á esta miseria.
-Es verdad.
-No tenía ni una casa donde albergarse.
-Es cierto. Y vos la habéis recogido.
-Yo, yo.
-Y a pesar de eso se muere.
-Delira de una manera...
-Y ¿cómo la sacamos de aquí? Expira, creedlo.
-¡Ah! Tienen razón en llamaros santa. Lo sabéis todo.
-¡Calla, infeliz! No hay aquí nada de sobrenatural ni extraordinario.
-Algo debe haber cuando todo lo sabéis. ¿La conocéis?
-La conozco.
-¿Sabéis su desgracia?
-La sé.
-¿Que su marido la abandonó?
-Vamos, callad; lo sé,
-¿Ignoráis que le dió una puñalada?
-No lo ignoro; callad.
-¿Por qué?
-Porque esa historia la sé, y es inútil que la contéis.
-Si vierais desde entonces cuánto ha sufrido...
-¡Infeliz!
-Abandonada en una casa de huéspedes primero...
-¡Oh!
-Arrojada por la noche de esa casa...
-Lo se.
-Sin tener donde ir, ella que había tenido palacios.
-¡Desgraciada!
-Próxima...
-A helarse en la única noche que, después de mucho tiempo, ha nevado en Nápoles.
-¿También sabéis eso?
-También lo sé; pero ignoro lo que sigue.
-Vino aquí...
-¡Y se ahogaría en esta vivienda!
-Se moría.
-Lo concibo y lo veo.
-Materialmente se moría.
-Y ¿qué hicisteis?
-Nuestros cuidados la volvieron la vida.
-Mas la tristeza...
-La tristeza la tiene así, como la veis, sin sentido, expirante.
-No soy médico, pero conozco esa enfermedad y me prometo curarla.
-Bien es verdad que aquí nada podíamos hacer por ella. Ha tenido frío, y no podíamos abrigarla; ha tenido hambre, y no podíamos darle pan. Yo me quitaba de la boca hasta el que debía dar á mis hijos. Ha tenido una sola camisa, y ésa hecha pedazos, y no he podido darle otra. He salido muchas noches á la calle á pedir limosna para ella.
-¡Pobre Margarita! -dijo Angela llorando amargamente.
-¿También sabéis su nombre?
-También lo sé.
-Sí, es verdad. Se llama realmente Margarita.
-Pues bien: es necesario ocurrir á su curación.
-Como queráis.
-Es necesario á toda costa.
-Bien, bien.
-Pero hay que usar medios extraordinarios.
-Y para ello...
-Trataré yo de todo, de todo. Mirad, dentro de poco vendrán por ella en una litera, en una rica silla de manos.
-Bien, bien.
-Acompañadla. La llevarán á un hermoso palacio.
-¡A un palacio!
-Sí, á un palacio. La entrarán en una alcoba forrada de seda.
-¡Qué cambio!
-Aquella alcoba dará á un jardín.
-¡También jardín! Por eso estaba suspirando siempre.
-En aquella alcoba tendrá un hermoso peinador blanco y todas las ropas necesarias para vestir.
-¡Oh!
-Habrá un piano.
-¡Un piano!
-Sí, y todo lo necesario para su convalecencia.
-¿Sois una maga... ó un ángel?
-Callad; que no nos oiga.
-¡Santo cielo!
-A vuestros hijos...
-Es verdad, no me puedo ir; mis pequeñuelos...
-Mandadlos á mi convento.
-¿De veras?
-Sí; allí cuidaré yo de ellos.
-¡Cielos!
-Cuidaré, sí.
-Como queráis.
-Nada les faltará.
-Sois un ángel.
-Nada absolutamente.
-¡Oh! Sois un ángel.
-Es necesario salvarla.
- ¡Salvarla, sí!
-A toda costa.
-Como queráis.
-A toda costa.
-¡Cuánto ha padecido, cuánto!
-Mas una sola cosa os ruego.
-¿Qué?
-Que ocultéis mi nombre.
-¿Por qué?
-Porque no debe saber mi nombre.
- ¡Qué pena!
-No, no debe saberlo.
-Señorita Angela...
-Nada.
-Y ¿va á gozar de todo esto sin saber...
-Quien se lo ha proporcionado.
-Eso es una crueldad.
-Es necesario.
-Mas lo sentirá.
-No lo sentirá.
-¡Cielos!
-Lo ruego.
-No, no puede ser.
-Lo exijo.
-No, no.
-Lo exijo.
-Yo le he de decir algo.
-Lo mando.
-Si lo mandáis...
-Mucho sigilo.
-Bien.
-Mucho silencio.
-Por supuesto.
-Mucho cuidado.
-Bien, bien.
-Nada de emociones.
-Así lo haré.
-Que se encuentre allí como si estuviera otra vez en su casa.
-¡Ah! Pero la ausencia de su marido...
-Su marido volverá.
-¿Volverá?...
-Volverá.
-No puedo creerlo. ¿Sabéis vos dónde está?
-Yo lo sé.
-¡Ay, señorita!
-Yo lo sé.
-¡Qué ilusiones se forja vuestra caridad!
-Ya os he dicho tengáis mucho cuidado.
-Lo tendré.
-Es necesario irla despertando de ese letargo.
-Justo.
-De esa estupidez en que está sumida.
-Cierto.
-De esa, especie de paralización del sentido y de la vida.
-Tenéis razón.
-Y para esto se necesitan los medios que os he propuesto.
-¡Angela!
-Callad, que no oiga mi nombre.
-Sois un ángel.
-Adiós.
-¿Vendrán pronto?
-Antes de dos horas. Pronto, sí, la habré salvado.
Angela dirigió una mirada al mismo lecho donde yacía Margarita; lloró, y se partió con gran prisa á su convento.
Angela cogió la pluma al llegar á su convento, y escribió á la madre del conde Asthur la siguiente carta:
«Señora: Os distinguís en el mundo por vuestra ardiente caridad. Mil veces me habéis dicho que teníais por el mayor placer del mundo hacer bien á los infelices, a los desgraciados; y cuanto mayor es la desgracia, mayor debe ser la compasión. Yo os pido, por lo mismo, que no desatendáis una súplica mía, que no dejéis de vuestra mano á una infeliz. Necesito el pabellón de vuestro jardín para alojar allí una persona desgraciada; necesito allí todo un hermoso y elegante ajuar de prendas para una joven distinguida y hermosa. Sólo á este precio puedo salvarla de la muerte, y me he acordado de vos. Es necesario, muy necesario, ocurrir a esta necesidad con toda la solicitud de corazones encendidos en amor y entusiasmo por sus hermanos. Os ruego que no me preguntéis el nombre de la infeliz, y que, si estáis dispuesta á, la buena obra que os pido, al anochecer me enviéis á la puerta del convento un coche con librea. Es necesario guardar una esposa para su esposo, y hacer tal vez por medio del agradecimiento una buena madre de familia. -ANGELA.»