Ir al contenido

La hermana de la Caridad/Capítulo XLVII

De Wikisource, la biblioteca libre.

Capítulo XLVII

Un delirio horrible sobrecogió á Margarita. Su frente ardía, su corazón latía con fuerza, sus ojos le saltaban de las órbitas, su respiración era fatigosísima y cansada. No podía sostenerse de pie; no podía estar en su lecho. Su idea de venganza, su idea de inmolar á Angela, aun la sostenía. Esta idea y la del suicidio vagaban juntas en su alma. No quería irse a la otra vida sin llevarse en pos de sí una víctima. Sabía que una Hermana de la Caridad puede renunciar á sus votos y se imaginaba que, muerta ella, Angela y Eduardo podían ser felices. Así es que mil veces había pensado en la muerte, porque su vida no le parecía llevadera, y nunca se había decidido. En el instante en que nos encontramos pareció animada de una resolución suprema; se levantó de su lecho y se puso sus rasgadas vestiduras.

El delirio de la infeliz Margarita fué siempre creciendo. En vano trajo algunos alimentos para saciar su hambre la próvida María, en vano. Margarita ya no acariciaba más que dos ideas: su muerte, la muerte de Angela. De nada le había servido la gran enseñanza del infortunio, ese maestro de la vida. De nada el verse pobre, aterida de frío, abandonada en aquella obscurísima y triste madriguera. Todo había sido en vano. Ni el hambre, ni la pobreza, ni la desgracia habían podido mudar aquel carácter vengativo y tenaz, aquella inclinación al crimen. Y, sin embargo, ¡qué lecciones le había dado tan terribles la Providencia, qué lecciones! Ella, ansiosa de poder, se veía en la miseria. Todo esto necesariamente exaltaba su carácter, de suyo exaltado y entusiasta. Así es que la idea de dos crímenes, como dos hierros candentes, abrasaba su alma, y la tenían en una febril exaltación, en un continuado y atroz y negro delirio; terrible delirio, sin calmante, sin consuelo.

Aquella noche pudo tener alguna esperanza de realizar sus intentos. La imagen de Angela se le aparecía á los ojos como desafiándola á perpetrar el horrible crimen. Todo yacía en calma. Dormía su buena María con ese sueño profundo que inspira la tranquilidad del ánimo y el cansancio del trabajo. Margarita se levantó, cogió su puñal, se envolvió en sus pobres vestiduras, y como una sombra, como una aparición fantástica, se deslizó de su vivienda y salió a la calle. Era una noche clara y serena. El cielo sonreía, la luna derramaba su melancólica luz por los infinitos espacios. El silencio de la noche sólo era interrumpido por el paso de algún que otro transeúnte, muy pocos, que pasaban por las calles. Margarita, despeinada, con los cabellos sobre la espalda, envuelta en sus desgarradas vestiduras, destellando pálido odio de sus ojos, desencajada, convulsa, andando como si se arrastrara, Margarita parecía la imagen de alguna evocación infernal.

Dirigióse la infeliz, llevada por su delirio, al convento de las Hermanas de la Caridad. La calentura nerviosa que la agitaba le hizo ver lo que no sucedía; le hizo palpar lo mismo que imaginaba. Vió, merced a su delirio, salir a Angela de su convento: tiembla, se acerca á ella, le clava el puñal en el pecho, la sangre mancha su frente, y exhalando un grito, después de verla caer exánime, arroja lejos de si el puñal, dándose á correr desolada por las calles. Nada de esto había en realidad sucedido. Era un sueño de su fantasía, un cuadro que trazaba su pasión, una imagen grabada en el espacio por la electricidad tempestuosa que agitaba todo su cuerpo. ¡Infeliz mujer, que hasta en sus delirios, lejos de imaginar algo que, aunque fingido, la consolara, imaginaba muertes, víctimas, sangre, todo lo horrible y espantoso que puede haber en la voluntad humana!

Decíamos que, llevada de su delirio, se dió correr, á huir por las calles de Nápoles, horrorizada de sí misma. Ya la vida no le podía ser llevadera. En medio de su delirio, de su calentura, decía: «Voy á morir. ¿Qué más me da morir de hambre, ó cortar yo misma, por mi propia mano, el hilo de mis días?» Pasaba á sus ojos su porvenir, el hambre la miseria, una muerte lenta, horrorosa, tristísima. En esto llegó a las orillas del mar, ya iba comenzando a amanecer. Margarita se sentó en un peñasco. Los primeros albores de la mañana borraban el resplandor de la luna en los cielos. Las estrellas se escondían como un ángel que pliega sus alas y se duerme en el seno del Señor. El mar estaba en calina, y se sonreía como si se apercibiera para recibir con amor la naciente aurora. Toda la Naturaleza se reía y se regocijaba en este supremo instante, y, sin embargo, la tristeza caía mas espesa sobre el corazón de Margarita. A medida que el día avanzaba, su dolor avanzaba también; á medida que se iba descorriendo, un pliegue del velo de sombras que ocultaba el horizonte, iba cayendo una sombra más espesa en su conciencia. Parecía que la noche se refugiaba en su seno. Aquella claridad, aquella hermosa claridad, aquella luz, la ofendía, la martirizaba. El sonrosado color de la aurora teñía de negro su espíritu. La alegría de la Naturaleza, su sonrisa, su dulce encanto, el amanecer, el mar, el beso de las auras, el espectáculo de los cielos inundados de luz, todo esto es dulce y encantador para el alma riente y feliz; pero es triste y sombrío para el alma anegada en la desgracia, como el alma de Margarita.

Esta alegría de la tierra era la tristeza de Margarita. No podía esperar de ninguna manera al nuevo día. Cuando el sol alumbrara los cielos, alumbraría, su venganza. ¿Qué dirían en Nápoles al ver á la reina de los salones andrajosa, llena de miseria? ¿Qué dirían? Este relámpago de orgullo cruzó sobre su alma, abismada en el dolor, y la iluminó tristemente. No, no le era posible vivir; no le era posible. Se decidió, pues, á la muerte. En esto oyó á sus espaldas voces humanas, seres que venían adonde ella se encontraba. Esto, lejos de contenerla en su terrible propósito, la empujó á la perdición. La voz humana, cuando la desgracia se muestra tan empedernida, parece una burla un afrentoso sarcasmo. Margarita, que estaba sentada en un peñasco viendo cómo las olas se estrellaban en él, alzó los brazos al cielo y se precipitó en lo profundo del mar. En este instante todo fue horrible. Al caer en el agua, ora la impresión del frío de las aguas, ora la proximidad de la muerte, la devolvió el sentido ofuscado en su alma. Abrió los ojos del espíritu, y se vió suspendida sobre la eternidad, próxima á hundirse en su ignorada vida. Su alma sufrió un tormento mayor aun que el que sufría su cuerpo; tormento pasajero, pero horrible, que compendiaba en un solo instante las penas del infierno. En esto, la falta de aire, el agua, todo contribuyó á, que perdiera el sentido, aunque el instinto de la vida, superior al conocimiento, la hacía luchar horriblemente en el húmedo elemento, pero luchar con fuerza desesperante y terrible. Parecía que aquella agonía, aquel estertor, aquella lucha desesperada, conmovía todo el mar. A su alrededor las,aguas se agitaban como si las moviera el viento. Alguna vez lograba sacar por un instante la cabeza fuera del agua; un relámpago, un destello de vida la iluminaba, y bien pronto volvía á caer en su terrible frenesí. Era tanto el dolor, que se clavaba las uñas en las carnes, y se las rasgaba y hendía, sacándolas sangre. Cuando ya le faltaba casi la vida, cuando iba á llegar el último instante de esta agonía, las voces que había oído Margarita, voces humanas, resonaron sobre lo alto del peñasco. Eran tres marineros. Llegaron, extendieron su vista por el mar, e inmediatamente echaron de ver la terrible lucha de la infeliz Margarita. Con ese instinto misericordioso del marinero, que, en sus luchas con el húmedo elemento, se halla siempre dispuesto á robarle sus presas, los jóvenes vieron un sér humano que batallaba con las olas, se echaron tal como iban, sin despojarse ni de una prenda, y se apoderaron del cuerpo de Margarita, sacándola á la orilla, y depositándola en la arena.

-¡Hermosa mujer! -dijo uno.

-¿Está muerta? -exclamó otro. Y aplicaron el oído al corazón.

-No está muerta.

-No, no lo está.

-¡Oh! ¡Santo cielo!

-Aun respira.

-La hemos salvado.

-¡Albricias!

-¡La hemos salvado! Alabado y bendecido sea Dios.

-Alabado sea.

-¡La hemos salvado!

Y todos los marineros exhalaban estos y otros gritos de alegría al ver que habían salvado á la joven. Margarita al poco tiempo abrió los ojos, dió un grito agudísimo, y se volvió á quedar como muerta.

-Es necesario darle consuelo.

-¿Adónde la llevaremos?

-¿Adónde?

-La cosa es clara: al convento de las Hermanas de la Caridad.

-Se la encargaremos a sor Angela.

-¡Qué mejor Providencia podría ampararla!

Y los marineros, cogiendo el cuerpo de Margarita, se encaminaron al convento de las Hermanas de la Caridad. Llamaron, y Angela estaba de guardia. Salió al instante. Los marineros se descubrieron respetuosamente, porque es propio de la virtud inspirar religioso respeto.

-Sor Angela, os traemos una desgraciada.

-Sea en buen hora venida.

-Es una infeliz que se estaba ahogando.

-¡Santo cielo!

-Se conoce que la infeliz se había arrojado al mar por desesperación.

-Bien venida sea; aquí la cuidaremos.

-¿Quién como vos?

-Veremos si nos es dable curarle también el alma. Entradla, entradla. Margarita continuaba en su estupor, sin movimiento, sin vida.

-A la sala general de enfermos.

Y los marineros se dirigieron adonde les señalaba Angela; pero de pronto dió ésta un grito.

-¿Que tenéis, señora?

-¡Oh! Providencia del cielo, justicia de Dios.

-¿Qué? ¿Qué?

Y los marineros se miraban sin saberse dar explicación de lo que les pasaba y de la turbación de Angela.

-No, á la sala general no la lleveis. Traedla aquí.

Y llevándola por un largo pasadizo, llegaron á una especie de celda. Eran sus paredes blancas como el alabastro. Algunas sillas de pino eran su único adorno. Una cama muy limpia, muy blanca, y colgada sin lujo, pero con gracia, se veía en uno de los rincones. La ventana era una reja rasgada hasta el suelo, cubierta de enredaderas, al través de las cuales se veía un jardín, una fuente murmuradora y revolotear mil pajarillos.

Angela mandó que depositaran allí el cuerpo de Margarita. Inmediatamente se despidió de los marineros, que ofrecieron volver á ver á la mujer que habían salvado. Angela sólo se ocupó en socorrer á la desgraciada enferma. La vistió de nuevo, la depositó en la cama, llamó á los médicos y proveyó á todo lo necesario para que la infeliz pudiese encontrar consuelo. Toda su solicitud fué esmeradísima.

Había en su deseo algo más que salvar la vida de Margarita; quería salvar su alma. Era ya un empeño de su voluntad. Redimir aquel alma de sus pasiones, salvarla de la tristísima tempestad en que se agitaba, era una empresa digna de su virtud, de su inspirado genio. «Conservarla para la tierra, decía Angela, es conservarla para el cielo. Salvar á Margarita de tan amargo trance, es lo mismo que salvarla de una eterna perdición.» Cuanto los médicos proponían, otro tanto hacía con la velocidad del pensamiento Angela. Toda su caridad se había concentrado en salvar aquel alma, aquella vida. Sólo vivía para Margarita, para su antigua rival, para su enemiga. No quería que nadie, ninguna de sus Hermanas, cuidase á la pobre mujer que había tomado bajo su amparo. No dormía, no; toda la noche la pasaba en un sillón a la cabecera del lecho de la enferma. Cuando Margarita descansaba, descansaba ella también un poco; cuando Margarita no dormía, estaba atenta á su respiración, á sus suspiros, á sus congojas ó á su tranquilidad; á todo cuanto en ella sucedía, para atender mejor á su pronta salvación.

Margarita había comenzado por un letargo horroroso y había concluido por un delirio horrible. En este delirio de su alma centelleaban todas sus pasiones. Angela oía insultos, blasfemias, maldiciones; oía que ella era el blanco de toda la ira de aquel corazón, que rebosaba saña; oía que en su odio le negaba la infeliz mujer hasta la honra. Nada, sin embargo, la retraía de su empeño. Habiéndose propuesto sacar á salvo la vida y el alma de Margarita, devoraba en silencio aquellos insultos de un alma siempre extraviada, y más extraviada en aquella sazón por el delirio. Al través de sus palabras inconexas se descubría un drama terrible se descubría que ella imaginaba haber traspasado con un agudo puñal, el corazón de la misma que á la cabecera de su lecho, sin darse punto de reposo, estaba inclinada como un ángel mensajero de la Providencia, enviado del cielo.

Angela no se indignaba, no; comprendía á aquella mujer.

Por fin, poco á poco se fué despejando Margarita. Su alma sacudió las tinieblas que la circundaban.

El delirio se apacigua, el vértigo se concluye, y comienza una especie de fiebre lenta, signo de una gran crisis. Angela, cuando ve que empieza Margarita á conocer, procura esquivarse á su vista. Quiere ser como la Providencia, sagrada e invisible; quiere derramar el bien sobre la cabeza de su rival sin que ella lo sepa.

Así es que casi siempre se echaba el velo sobre la cara, y se ocultaba á los ojos de Margarita, y fingía la voz para no ser conocida. Margarita, ora por la fiebre, ora por el traje nuevo que lleva la que le asiste, no conoce á Angela. Sin embargo, su solicitud, su amor, su cariño maternal, impresionan profundamente el corazón de la joven enferma, que quiere á todo trance conocer á la que la asiste, y le pregunta mil veces su nombre, y cómo ha llegado hasta allí, y cómo ha llegado hasta allí, y cómo pasó por todos aquellos trances. La tranquilidad que se respira en aquella celda, el aire perfumado de aromas, el cielo centelleante de alegría, el sol que lleva sus rayos hasta el pie del lecho, todo esto la alegra, la tranquiliza, la devuelve las fuerzas. Y, sin embargo, Margarita no conoce á Angela.