La hermana de la Caridad/Capítulo XV

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Capítulo XV

Eduardo, concluida la función, hubiera deseado caer de hinojos a las plantas de Ángela, pedirle perdón, jurarle amor, eterno amor, aquel amor purísimo que había sido su vida y las delicias de su vida; huir así de aquel mundo estrecho, mezquino, y recibir en su frente el bautismo de la pura virtud que Ángela guardaba bajo las nacaradas alas de su alma.

Pero ¿cómo presentarse? ¿Cómo no caería de espanto ante aquella purísima mirada? ¡Oh! Si al menos Eduardo hubiera tenido seguridad de que Ángela le hablase airada, no hubiera dudado un punto en verla; pero su olvido de lo pasado, su benevolencia, el pensar que pudiera presentarse serena, le partía el corazón. Así es que acompañó a Margarita a su palacio, y se volvió a su casa absorbido en su pensamiento, desgarrado por el dolor de sus sentimientos y de sus recuerdos.

Pero en esto oyó un gran ruido de voces e instrumentos. Mandó detener su coche, y se bajó atraído por aquellas voces. Era, en efecto, un gentío innumerable que saludaba a la nueva artista, acompañándola a su casa. Los vivas, los acentos de la música, los ramos de flores, los infinitos medios de expresar su entusiasmo que tienen los pueblos meridionales, todos se habían agotado en aquella noche.

Ángela, sin embargo, estaba triste; sentía más que nunca su soledad. ¿De qué le servían aquellos loores, si eran vanos y no llegaban a endulzar un tanto su dolor? Al contrario: Ángela deseaba la soledad. Había visto a Eduardo, había absorbido su mirar, y anhelaba pensar a solas en aquellos instantes, que en su mismo dolor le parecían sublimes.

Así es que en el mismo instante en que llegó a su casa se puso a meditar en su desgracia.

-¿De qué me sirve la gloria? -decía-. Esta corona de flores y de laureles que adorna mi frente, es una corona de espinas. ¡Oh! Cuando allá en mi valle el viento de la tarde me traía el eco de su voz, de sus cantares, que salían como del centro del mar, ¡cómo se deleitaban estos oídos, cerrados ahora a esos entusiastas aplausos! Pero ¿de qué me quejo? Yo no he podido hacerle feliz. La culpa no es suya, no; es mía. ¡Y le he visto! Y he podido contemplarle, y me ha parecido que lloraba. ¡Oh, Dios mío! Dadme una lágrima suya, dádmela; esa sería la perla más hermosa de mi corona de artista. ¿Comprenderá mi desgracia? ¿Sabrá que le amo? ¡Quién sabe si recordará mi nombre! ¡Quién sabe si la felicidad habrá borrado mi imagen de su memoria! La vida es un mar que refleja mil rostros, y que, después de algún tiempo, de ninguno guarda imagen. Los recuerdos suelen ser en la mente movibles, como las arenas en el desierto. Viene un nuevo viento y se los lleva, y no deja de ellos ni siquiera leve rastro. ¡Y yo, aquí en mi corazón, rendida siempre, sí, siempre adorándote! A veces me alegraría de que fuera desgraciado, muy desgraciado, de que le persiguieran mil males, sólo por tener una razón para decirle: «Mira, Eduardo, voy a hablarte, voy a decirte...» Pero no: ¿qué piensas, qué piensas, Ángela? -decía para sí la joven-. ¿No es mayor sacrificio pensar en su felicidad, no es más grande martirio para mí su dicha? Pues bien: no le quiero, no le amo; no. ¿Qué amor es el que se funda en la felicidad propia? No; el verdadero amor debe nacer del deseo de la felicidad por el objeto amado. ¡Sea feliz con Margarita, Dios mío! -exclamó Ángela, plegando las manos-: ¡que sea feliz! Y cayó de rodillas.

Estaba vestida de blanco; algunas flores pendían de sus cabellos, que se destrenzaban sobre sus espaldas; llorosos los ojos, plegadas las manos, murmurando los labios una religiosa plegaria, inundada por la luz de la blanca luna que entraba por una ventana, poseída de un éxtasis, parecía un ángel desterrado pidiendo a Dios volver al cielo.

Y, en efecto, esos seres superiores, que pasan por la vida con un ideal en la mente, con un sentimiento purísimo que todo lo sacrifica en aras de ese ideal, capaces de amar hasta el delirio, de llevar su felicidad hasta el sacrificio; esos seres que cruzan por la tierra un momento para derramar bien en los corazones, luz en las inteligencias; que adornan con sus ideas, con sus sentimientos esta tierra, ara de sacrificios empapada con tantos torrentes de sangre; esos seres superiores son angeles purísimos que, juguete favorito de la tempestad, cuyas ráfagas se empeñan en sepultarlos en el lodo, se levantan, sin embargo, transfigurados, al cielo, como en alas de blanca y hermosa nube, que no les deja hollar, ni aun con sus plantas, el polvo de este mundo.

¿Qué sería la tierra si no creyésemos en la existencia de estos seres? ¡Ah! Hay espíritus malavenidos con el mundo, espíritus atrabiliarios y enfermos, que, creyéndolo todo sujeto al fatalismo de eterna desgracia, se empeñan en no ver sino corazones corroídos por el vicio, inteligencias sumidas en el error; pero el que no ha perdido la esperanza, siempre ve brotar alguna flor en el árido desierto de la vida.

Ángela era una de esas flores. Para ella no había más que un pensamiento: su amor. Sin embargo, no se encerraba en el estéril y vacío desierto de su desgracia, no; salía de él; iba a consolar al pobre, al desvalido, a llevar el óbolo del arte a las profundas simas por donde se despeña en esta sociedad la pobreza. Sus manos apenas habían tocado los frutos de su arte, y ya los repartía, como la Naturaleza reparte próvida el sustento entre los hombres. Y en la profunda obscuridad ocultaba los bienes que hacía, encubriéndolos con el santo velo que encubre la caridad y la hace más santa y más hermosa con el misterio.

En aquella noche, después de haber por mucho tiempo combatido con su corazón, acercándose a su lecho, pensó que aún le quedaba un camino abierto: sacrificarse por su antiguo amante, velar por su felicidad, ofrecerle en holocausto su vida.

Y acariciando este pensamiento, se quedó profundamente dormida. Soñó que un ángel bajaba del cielo una corona de oro, y que le infundía con su soplo la inspiración, y un canto celestial, divino, a sus labios. Vio descender después un ángel que traía en sus manos una copa de hiel y una corona de espinas. Éste no le ofrecía inspiración, ni cánticos, pero dejaba caer en su alma el rocío de la virtud. En aquel trance, una voz que resonaba en los espacios, le decía: «Elige, sí, elige.» Ángela cayó de rodillas, derramó un mar de lágrimas, y abrazándose a los pies del ángel del dolor y de la tristeza, le pidió un sorbo de aquella amarga hiel, y apuró el cáliz, y presentándoselo vacío, dijo: «He aquí mi cáliz apurado. Lo beberé, sí, lo beberé. Será mi vida esa hiel, será mi vida.» Y se despertó bañada en lágrimas.

En aquel instante entró una de sus doncellas.

-Señorita, dormís mucho.

-Se conoce que los laureles son un narcótico -dijo Ángela en tono semifestivo.

-Y los ha recogido mi señorita grandemente.

-Pues no me satisfacen, ni me alegran.

-Señorita, venía a deciros que os espera una señora.

-Pues que entre, que entre en seguida que me vista.

En efecto, se vistió. Púsose un traje blanco, ceñido con descuido, pero con elegancia. Estaba tan débil, que apenas podía sostenerse. Dejóse caer en un sillón. Apenas se acordaba de que había mandado entrar a una señora, cuando vio aparecer a Margarita, que llevaba una corona de flores en la mano. Verla y levantarse como herida, fue obra de un momento.

-Tenéis razón para asustaros, Ángela.

-La razón que vos tenéis para venirme a ver desearía saber.

-Si me permitís, me sentaré.

-Sí, sentaos, sentaos. Yo os lo ruego.

-¡Ay, Ángela, qué feliz sois!

-¿Lo decís seriamente?

-Sí, sí. Tenéis a vuestras plantas rendido un público inmenso, y en vuestra frente esplendorosas coronas.

-Os compadezco si creéis que eso es la felicidad.

-No, no. Pero como la felicidad completa no es posible, cabe escoger entre los diferentes géneros de felicidad, y yo escogería ése.

-No lo creáis, Margarita; esa felicidad no llega nunca, nunca, al corazón. Toda esa felicidad no arranca una lágrima, una de esas lágrimas dulcísimas que serenan todos los dolores, no; esa felicidad es infecunda y estéril.

-¡Ángela! ¡Cuántos corazones la anhelarían! Yo vengo también a poner una corona de flores en vuestra frente.

-Gracias. La conservaré, sí; la conservaré como recuerdo de una de las noches más tristes de mi vida.

-Me avergonzáis.

-No creáis, Margarita, que yo aborrezco a todos los que me han hecho llorar en este mundo.

-No. Ya sé que la persona que más amáis en este mundo es la que más os ha hecho llorar.

-Es verdad. Lo confieso. No me avergüenzo. Le amo mucho. Y le deseo que sea feliz. Sí, sí, Margarita -dijo Ángela, tomando la mano de su rival con efusión-; hacedle feliz.

Dijo estas palabras con tanta ternura, que Margarita, a pesar de su insensibilidad, se conmovió profundamente, y las lágrimas asomaron a sus ojos.

Hubo un instante en que aquellas dos mujeres unieron sus almas en un mismo pensamiento, y un silencio sepulcral cayó sobre ellas. Después de algunos instantes, exclamó Ángela:

-Os ama mucho, ¿no es verdad?

El temor a la respuesta que iba a darle Margarita se pintó en su rostro, iluminado por una curiosidad indescriptible.

-Os ama a vos, Ángela -dijo Margarita con acento amarguísimo.

-¡A mí! ¿A mí, decís?... ¡Oh! No, no es verdad -dijo Ángela.

Y una alegría infinita hacía temblar su voz, y en un instante olvidaba los amargos recuerdos de muy amargos días, y a sus ojos se levantaba su primer amor, puro, purísimo, como cuando lo sentía sin dolor, animando toda su vida.

-Y he aquí -dijo Margarita- el secreto de nuestro próximo casamiento.

Un sudor frío cubrió la frente de Ángela. ¡Es tan difícil renunciar a la esperanza!

-Sí -añadió Margarita-; yo no le amaba; pero desde el punto que me persuadí que amaba a otro ser, ya creo que le amo.

-¡Desgraciada! -exclamó Ángela.

-¿Desgraciada me llamáis? Es verdad; lo soy, lo soy mucho. Pero aunque de mí depende el remedio, no tengo fuerza bastante a libertarme de la desgracia.

-¡Oh! Pensad en Dios.

-¡En Dios! Ya sabéis que el ruido del mundo, el aire de los salones, las fiestas, suelen borrar el recuerdo de Dios en la mente. Ahora, ahora que voy a ser compañera inseparable de un hombre a quien debo hacer feliz, quizá piense de otra suerte.

Y fijó Margarita sus ojos con malignidad en Ángela, como para adivinar la impresión que le habían producido sus palabras.

-Perdonadme que os ruegue no le hagáis infeliz.

-Ángela -dijo Margarita-, no sois mujer. Y acentuó con rabia esta palabra.

-¿Por qué lo decís?

-Porque si fueseis Margarita, y yo Ángela, ¡oh! ¡oh! ¡me vengaría!

-Y ¿qué conseguiríais con vengaros?

-El que padecierais.

-Y ¿qué conseguiríais viéndome padecer? Los corazones pervertidos solamente se pueden gozar en la desgracia y en el mal ajeno.

-Pero el amor, ¿no trastorna la mente cuando es verdadero?

-No. Vivirá siempre en el fondo del corazón como la vida misma. Cuando es desgraciado, padece, pero no se venga; llora, pero no se desespera. Yo amo a Eduardo con toda mi alma; y porque le amo, le quiero feliz con vos más bien que desgraciado conmigo.

-¡No le amáis! -exclamó Margarita.

-¡Que no le amo! Mirad. ¿No veis estos ojos secos y áridos rodeados de una aureola morada? Pues ¡ay! están tristes y faltos de luz porque no le ven. ¿No veis esta faz triste y desencajada? ¡Ah! No puede, no, alegrarse, sino al rayo de su mirada. Aplicad, aplicad el oído a este corazón. Oíd, oíd sus latidos; cada uno de ellos es una puñalada mortal que me asesina. Mirad: esta vida tan joven, se apaga; este corazón tan fuerte, se quiebra; estos ojos se cierran, porque yo le idolatro, y el despiadado me olvida y me abandona.

Y un gran sollozo, un sollozo profundo, desgarrador, partió aquel corazón, que a pedazos se salía del pecho por la fuerza inmensa del dolor.

Era tal la expresión de aquel rostro, tan viva y encendida la luz de aquellos ojos, tan amargo aquel acento, que Margarita exclamó:

-Tenéis razón; le amáis.

-Y ¿habéis venido a gozaros en mi desgracia? -le preguntó Ángela.

-No: como sois amiga de Eduardo..., he querido... convidaros... a mi boda.

Ángela miró a Margarita estupefacta, y después le dijo:

-Que seáis feliz.

-Decidme, Ángela: si él os amara, si os volviera a ver...

-Estad tranquila. Yo no le vería nunca.

-¡Oh! ¿Tendréis fuerza bastante, si os volviera a pedir perdón, para perdonarle, para volverle a amar?

-¡Nunca, nunca; de ninguna suerte!

-¡Y decíais que le amabais!

-El Eduardo a quien yo amaba ha muerto.

-Esas son distinciones metafísicas.

-Sí, le he llorado muerto, y arrastro por él toda la amargura de mi corazón; y para mayor tormento, sé que padece en un infierno de males y dolores.

Margarita lanzó una carcajada epiléptica.

-Ya veo que tenéis celos -dijo mirando burlonamente a Ángela.

-¡Celos! ¡Oh! No, no. ¡Celos de vos! ¡Nunca! Ya os he dicho que el Eduardo que yo amaba ha muerto.

-Pero podría resucitar.

-Es verdad; podría volver a la virtud.

-¿Y entonces?

-¡Oh! Entonces le diría que os amara, Margarita.

Había tal convicción en la palabra de la joven, que Margarita no pudo menos de prorrumpir en estas palabras:

-Sois sublime.

-No; cumplo con mi deber. Va a ser vuestro esposo, Margarita. Eduardo debe ser buen esposo. No puede tener mi amor, pero puede ganar mi estimación.

-Vos quizá améis a otro.

-¡Eso nunca, nunca! -dijo Ángela indignada-. Sólo se ama una vez en la vida, sólo una vez. Yo, yo he nacido para el sacrificio; yo oigo una voz celeste que me llama al combate, sí, la oigo.

Y Ángela se levantó como transfigurada.

Una idea infinita se pintó en su rostro. Miraba, como si hubiera sacudido un sueño, la visión que se le había aparecido la noche anterior, y la veía realmente.

-¿Qué tenéis, Ángela? -dijo Margarita conmovida por aquel extraño arrobamiento.

-No tengo nada. Me he decidido a abrazar mi cruz, sí, mi cruz.

Y volviéndose de repente a Margarita, le dijo:

-¿Cuándo os casáis?

-Mañana.

-Iré, iré a vuestra boda y cantaré.

-¡Oh! ¿De veras?

-Sí, de veras. ¿En qué podré yo emplear mejor mi voz?

Margarita, que no había ido con otro fin, se salió, después de un corto rato, de casa de Ángela sumamente satisfecha.