La hermana de la Caridad/Capítulo XVII

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Capítulo XVII

En aquella noche ofrecía la casa de Margarita deslumbrador espectáculo. La escalera principal, profusamente iluminada, cubierta de mil gayas flores, que parecían reunir en sus corolas y en sus esencias la naturaleza de mil varios climas, abría a salones mágicos, que más parecían soñados que reales, salones cuyas estatuas, cuyos tapices, parecía como que se animaban al compás de una alegre música, descendida de un lugar invisible, como una mansa cascada, música que arrojaba en los ánimos también cierta alegría, predisponiendo a las emociones que debía guardar aquella hermosa noche.

Las darnas de la corte, riquísimamente ataviadas, descomponiendo y quebrando en sus diamantes los mil rayos de luz que bajaban de las bujías, conversaban en varios corros sobre el suceso favorito de la conversación cortesana, no sin alguna malicia, a pesar de los agasajos que en aquella casa recibían, y se preparaban para el baile, criticando a media voz a todos los individuos de aquella concurrencia. Por los jardines, que parecían los jardines de Armida, iluminados con tibia luz, semejante al dulce crepúsculo de la mañana, animado por el susurrar de las fuentes; por los jardines discurrían también muchos convidados, gozando en respirar las auras húmedas y agradables de la noche. Era objeto de la conversación de dos elegantes jóvenes, que uno parecía francés y el otro hablaba castizamente italiano, la función de aquella noche. Oigámosles un instante:

-Y ¿dices que no vendrá? -preguntaba el francés.

-No vendrá.

-Me extraña.

-No debe extrañarte.

-Sí, porque uno de los grandes timbres de Margarita era que el Rey debía honrar esta noche su casa.

-No la honrará.

-Que me place.

-¿Por qué? -dijo el francés bajando mucho la voz-. Ella ideará alguna venganza.

-¡Calla, calla! -exclamó el italiano, cogiendo fuertemente del brazo a su compañero.

-¿Por qué?

-No olvides que aquí hasta los árboles son espías del Rey; no olvides que mañana puedes, si te oyen algún eco de esas palabras, salir para siempre de Nápoles.

-Dios me socorra... -dijo el francés en tono burlón-. Pero, a decir verdad, no alcanzo el sentido oculto de tamaña resolución.

-Pues tiene un gran sentido.

-¿Cuál es?

-Un buen rey debe moralizar su corte.

-¡Ah! Ya, ya.

-Y como debe moralizar la corte, presentarse aquí era desmoralizarla.

-Entiendo, entiendo.

-Y es darle una lección a esa joven.

-Sí, sí.

-Y es decir que S. M. no aprueba su conducta.

-Pues.

-Y es todo ello digno de un gran rey.

-Ciertamente.

-Y así añadirá una hoja más a su corona de gloria.

-No lo dudo. Mas ¿por qué dijo que iba a venir si estaba resuelto a no hacerlo? ¿Por qué alimentó las esperanzas de Margarita?

-El Rey no contestó decisivamente si vendría o no; lo dejó entrever.

-Mas para Margarita debe ser cuestión, después de todo, de no mucha importancia.

-Al contrario. Es una cuestión capital.

-No alcanzo...

-Poco alcanzáis de cortés...

-¿Por qué Margarita puede tener tanto empeño en la venida del Rey?

-No venir, equivale a un desaire.

-Y un desaire...

-Un desaire equivale a la pérdida de toda su influencia.

-¿De veras?

-No lo dudéis. Margarita es el ídolo de la corte, porque todos creen que goza de gran predicamento en Palacio. El día que se persuadieran de lo contrario, estaba perdida.

-¡Oh!

-¿Veis todas esas frentes que se inclinan hoy ante Margarita? Se erguirían despreciativas en el momento mismo en que la abandonara el favor Real.

-Eso alcanza el que todo lo fía a la triste importancia que se consigue en la corte.

-Entonces, mil corazones que la odian, mil labios que a hurtadillas la maldicen, rasgarían las sombras en que se envuelven y la escupirían hiel a la cara.

-Mas ¿una sola noche puede producir todo ese gran cambio en su posición?...

-Puede producirle, y la razón es obvia. Se trata de una noche importantísima de la vida.

-Es cierto; pero a veces los grandes deberes que trae consigo el regir los Estados no pueden posponerse a las exigencias de la amistad.

-Es indudable. Mas se susurra hace mucho tiempo que Margarita ha perdido su influencia. Muchas estrellas de las que lucían en su horizonte se han apagado. Muchos la han abandonado por eso. Y aun se dice que el casamiento es una decisión suprema que toma al ver las tempestades que ruedan y rugen sobre su cabeza.

-Mas ¿a qué se reducía su influencia en Palacio?

-La maledicencia ha querido darle cierto tinte; mas es el tinte amarillo que los ojos de los que padecen ictericia ponen constantemente en todos los objetos. Margarita gozaba o goza influencia en Palacio por su genio, por su facundia, por su inagotable y rica vena, y hasta por sus grandes relaciones con la aristocracia.

-Y si pierde esa influencia...

-¡Oh! Se vengará.

-Eso mismo creo yo.

-Poco le importa a ella que sea un rey: como la víbora, muerde a todo el que la pisa.

-Mas aunque en lo de la venganza convengo, no advierto los medios.

-Miradla, miradla. ¿No veis en esa frente algo de magia? Habla a todos a un tiempo. Dirige sonrisas y miradas a todas partes. Sigue mil conversaciones a la vez. A cada uno le habla en su lenguaje. Fascina. Es al mismo tiempo la envidia de las jóvenes y el encanto de los caballeros. Es un alma inmensa, donde caben muchos pensamientos, y donde hay mucho, muchísimo veneno.

-Y esa mujer, ¿dejará perder toda su importancia?

-No lo creo. Luchará. Si es vencida, será vencida después de una pasmosa batalla.

-Me encanta esa decisión.

-¿No veis que en esos salones se van formando corrillos?

-Sí, sí.

-¿No veis que todos hablan en voz baja?

-Sí, sí.

-Pues bien; echan ya de ver que el Rey tarda...

-Y ¿qué?

-Venid. Presenciaremos una gran escena.

-¡Pobre Margarita! -decía el francés.

Y ambos jóvenes se internaron por los salones.

Y, en efecto, para Margarita era una desgracia inmensa que el Rey faltase a su boda. Toda la consideración que en Nápoles merecía, era debida a su grande influencia en Palacio. Perdida esa influencia, las mil personas que la rodeaban la abandonarían a su soledad. En esas cortes donde el rey es todo, la moda obedece ciegamente la voluntad del rey. En los gobiernos absolutos llevan los reyes en los pliegues de su manto la suerte, no sólo de las personas, sino también de las ideas. Ana de Austria llevó a París el genio español, inoculó en el árbol de la literatura francesa la exuberante savia de nuestros poetas, y Felipe V trajo consigo a Madrid el genio de la literatura francesa, que por espacio de un siglo dominó en nuestra escena.

Pues si los reyes absolutos, aun en las grandes esferas del pensamiento, pueden tanto, ¿qué no podrán en más pequeñas y más limitadas esferas? El disfavor del Rey era para Margarita lo que para Caín aquella mancha horrible que llevaba en la frente; era una señal de perdición. La reina de los salones, de las grandes tertulias, la depositaria de tantos secretos, la tirana de la moda, iba a ser el ludibrio de todos los que, envidiándola en secreto, rendían la cerviz a su poder.

Las pasiones, cuando no tienen una gran esfera en que agitarse y moverse, descienden a revolcarse en el lodo. Lo que sucede en los individuos, sucede con los pueblos. Los individuos, cuando no tienen pasiones que se alimentan en la vívida llama de una idea, caen siempre en la abyección. Los pueblos, cuando no pueden agitarse en la atmósfera de la libertad, se degradan, se envilecen. La esclavitud es un gran mal social, es verdad, porque es también un mal moral. Así esos pueblos, envenenados por una atmósfera voluptuosa que de nada pueden curarse porque entre ellos de todo se cura el gobierno; pueblos sin iniciativa, sin poder, sin libertad, que tienen, sin embargo, actividad, que necesitan moverse, vivir; pueblos dados a la indolencia y a la esterilidad, evaporan tristemente su vida en el vacío. Y así, aquellos cortesanos amaban ídolos de barro, aborrecían mezquinamente. Y todos los días miraban el ceño de su señor, y seguían las oscilaciones de su voluntad. No hay peor condición que la de autómata; no hay nada más vil bajo el sol.

Pero volvamos los ojos a los personajes que venimos historiando. Margarita se mostraba impaciente; pero, a decir verdad, no por la tardanza del Rey, sino por la tardanza de Ángela. Juzgaba que el Rey debía ir tarde, y no presagiaba que faltara en su casa en aquella solemnísima noche. En las cortes sucede, cuando se realiza una gran caída, que el último que lo sabe es el que va a caer, y que el que va a caer es también el último que oye el gran estrépito de su gran catástrofe. Por consiguiente, Margarita no se había podido libertar de esta que bien podríamos llamar ley general de la vida cortesana.

Mas pronto se oyó un rumor, y todos los ojos se fijaron en la puerta. En efecto: era Ángela. Iba acompañada de su madre. Un sencillo traje celeste hacía resaltar la palidez mate de su cutis; algunas flores naturales ornaban su lustrosa cabellera. En medio de aquella lluvia de brillantes, de aquellas señoras llenas de oro, resaltaba por su naturalidad, por su sencillez, por su gracia. Parecía la Naturaleza animada, personificando, mostrando su prístina gracia y hermosura, y reconviniendo así a todas las que tan impíamente la abandonan por los torpes afeites del arte.

Todos los concurrentes volvieron los ojos a aquella figura casta y hermosa que se dibujaba en la puerta. Ángela estaba turbada: sus ojos, involuntariamente querían buscar a Eduardo, y, sin embargo, se espantaba de pensar no más que estaba en su presencia. Temblaba Ángela y flaqueaban sus rodillas. Tuvo por precisión que coger el brazo de su madre, porque temía caerse. Los dos jóvenes que tenían empeñado el diálogo anterior, comenzaron también a hablar de esta suerte en uno de los ángulos del salón:

-Mirad, mirad -dijo el italiano.

-¿Qué? -preguntó el francés.

-Mirad a la puerta.

-¡Ah! Ya veo, ya veo. ¡Es ella! -dijo el francés en un rapto de alegría.

-Sí; esa mujer, cuya voz encanta a todo el mundo, cuya virtud es la admiración de todas las gentes.

-¡El arte y la virtud! ¡La bondad y la hermosura!

-Sí; tú no sabes todo lo que en ese corazón se encierra.

-Háblame, háblame de esa mujer divina.

-Su corona de artista la deposita a las plantas de los pobres.

-¿Será cierto?

-Su vida es la caridad.

-¡Hija predilecta del cielo!

-Cuando ha recogido el oro que le proporcionan sus triunfos, desciende a la choza del pobre.

-Y ¿se oculta?

-Se oculta de todo el mundo.

-La virtud debe ser modesta, y sólo a ese precio es divina.

-Ayer descendía la joven a una choza.

-¡Oh!

-Iba a llevar la paz y el contento.

-Lo mismo hace con todo el mundo.

-Entró, y se encontró con que no llevaba dinero bastante. Había derramado el oro manos llenas. Vio un nuevo desgraciado. Entonces, arrancándose un diamante que llevaba al pecho, se lo entregó.

-¡Profunda caridad!

-Profundísima. Pero no esa caridad que derrama el oro y huye, no; la caridad que, como un ángel, se cierne sobre el desgraciado; la caridad que alivia los dolores de su cuerpo y consuela su alma.

-Y ¿no ama a nadie?

-Ha amado a Eduardo.

-¡A Eduardo!

-Sí.

-No se concibe.

-Es un secreto.

-¿Y él?

-Él la abandonó por Margarita.

-¡Infame!

-El amor criminal se llevó tras sí el amor puro.

-¡Parece imposible!

-Y Eduardo, ¿no se muere de vergüenza?

-Eduardo vacila; pero esa mujer le fascina.

-Miradla. ¡Qué hermosa!

-Lo es en verdad.

-En medio de todas parece un ángel.

-Sí, sí.

-Y su voz es, como su canto, dulcísima; y su alma es un destello del cielo; ¡y sin embargo, esa mujer es desgraciada!

Pero volvamos los ojos a Ángela. Toda aquella gran sociedad aristocrática bajó la frente ante el poder de su virtud y de su genio. Mucho se habla en el mundo de la nobleza, de las grandes alcurnias heredadas; pero, fuerza es decirlo, ante el genio que luce como las estrellas en la noche, ante la corona de laurel ganada honrosa y gloriosamente en una lucha, todos los timbres humanos se eclipsan y obscurecen. Ángela, con su sencillo traje y sus flores prendidas con descuido en su hermosa cabeza, era la verdadera reina de aquella sociedad, el punto donde se encontraban todas las miradas.

En un ángulo del gran salón, medio oculto entre cortinas, confundido como bajo la inmensa pesadumbre de un pavoroso remordimiento, pálido, demudado, retorciéndose las manos, fijos los ojos en Ángela, se encontraba Eduardo; pero tan profundamente dolorido y apenado, que le parecía que la mirada de Ángela le iba a abrasar el cerebro, iba a caer sobre él como un fuego del cielo para devorarle por su criminal olvido, por su despiadada ingratitud.

Ángela había apurado hasta las heces la copa de la amargura, del martirio. Ya nada le quedaba que sufrir en el mundo. Había perdido el ser en quien puso todas sus ilusiones, toda su fe, toda su esperanza: su dolor tomaba esa calma profunda que sucede a una gran tempestad. Ya no podía ahondar más en sus entrañas; ya no podía desgarrar más de lo que estaba su triste corazón, y en su uniformidad, en su intensidad infinita, el dolor se había convertido en una segunda naturaleza, y había tomado esa calma grave, solemne, que sólo las grandes pasiones pueden inspirar.

Como dice admirablemente el Dante, el gran pintor de todos los dolores humanos, las lágrimas que en aquel instante se asomaban a sus ojos, no pudiendo bañar su rostro y evaporarse en el aire, granizaban sobre su corazón. Entraba, ¡ella, que tanto había amado a aquel ser -¿por qué engañarse?- que tan delirantemente le amaba! entraba en su casa en la noche de su boda, en medio de los aromas de una corte voluptuosa, e iba, sólo por verle acaso, a embellecer con su canto aquella solemnidad, que era su tormento, su martirio. En medio de aquella calurosa atmósfera se acordaba de las tibias tardes de primavera; las mil bujías esparcidas le recordaban la suave luz de las estrellas, cuando aparecían amorosas entre los arreboles de la tarde; el olor embriagador y voluptuoso de aquellas mil esencias, el suave aroma de sus flores; el ruido de aquella música, el gorjeo lejano del ruiseñor, acompañado por el susurro de las hojas y el eco del mar, que se apagaba dulcemente en las sonoras playas. Y la imagen de su felicidad, de su amor, renacía a sus ojos, y el dolor brotaba a torrentes de su corazón herido y desgarrado. ¡Tremenda noche! Dolor insufrible padece en momentos dados el alma; el dolor moral es a veces tan profundo, tan amargo, tan intenso, que no hay dolores físicos que puedan ni remotamente comparársele.

El dolor hervía inmenso en su corazón, y se asomaba en sus mejillas tiñéndolas de un sonrosado indefinible, y relucía en sus ojos, prestándoles mística hermosura. Aquella mujer era en sí hermosa; era hermosa por sus cánticos, era hermosa por su genio de artista, era hermosa por la pureza de su alma, era hermosa también porque llevaba en su frente, luciendo con ideales resplandores, la santa corona del martirio. Mujer ideal, parecía un ángel que pasaba por la tierra sin hollarla con sus plantas.

En cuanto a Margarita, varios afectos trabajaban su corazón. Su ansiedad, su anhelo por la presencia del Rey en su casa, no tenían tregua. Y el Rey tardaba mucho. Su ambición temblaba al pensar sólo si el Rey podía faltar. Sin embargo, estaba tan segura de su triunfo, tan segura de que el Rey no la faltaría, que todos estos temores cruzaban ligeramente por su pensamiento, y se desvanecían como el humo. Así que vio entrar a Ángela, el recuerdo de sus sentimientos, su amor propio, su deseo de martirizar a Eduardo, su triunfo al presentar a sus convidados la mujer que era fábula de la corte, la reina del teatro, todos estos mil afectos despertaron en su ánimo nuevas ideas. Dirigióse donde se encontraba Ángela, y la abrazó con ternura. Al mirar sus ojos, comprendió que Ángela quería llorar, y se conmovió un instante, y una lágrima se asomó también a sus ojos. La mujer, aun la más perversa, cuando ve o presencia algo que toca al corazón, siente más que el hombre, es decir, conserva un recuerdo más vivo y profundo de su primitiva naturaleza, y se acerca más a su Creador. Pero aquella ligera conmoción pasó pronto, y Margarita, en su natural orgullo, quiso ofrecerle y presentarle aquel gran trofeo de su victoria a Eduardo.

Así es que, volviéndose a buscar a Eduardo, le trajo como a remolque delante de Ángela. Ésta se armó de su resignación maravillosa, y con los ojos fijos en el suelo esperó a Eduardo. El joven tampoco se atrevió a mirarla; de suerte que estaban frente a frente, y puede asegurarse que no se habían visto.

-Señora, mi esposo -dijo Margarita, acentuando esta palabra y dirigiéndose a Ángela.

Ángela alzó entonces la frente como quien toma una resolución suprema, y clavó sus ojos en el rostro de Eduardo. Un gemido, que no pudo contener, se escapó de sus labios, entreabiertos por una sonrisa, no de placer, sino de amargura.

Margarita, volviéndose después a Eduardo, exclamó:

-Nuestra gran cantora, nuestra sublime artista.

Eduardo balbuceó algunas palabras, y se quedó pálido y frío como la muerte.

-Sí. Este caballero me conoce -dijo fríamente Ángela.

-Sí -contestó Margarita en tono muy significativo-; os ha visto en el teatro.

-No solamente en el teatro; sin duda se acordará de haberme visto en sus paseos por el mar, en una playa no muy lejana...

-Señorita -dijo Eduardo con amargo acento-, no lo he olvidado.

-Pues no sabía yo eso -dijo Margarita en tono muy irónico-. Y puedo asegurarte, Eduardo, que en verdad, en verdad, yo, aunque mujer, nunca he olvidado a Ángela desde el primer instante en que tuve, aquí mismo, en nuestro jardín, la dicha de verla. Es una fisonomía que no se borra fácilmente de la memoria.

Eduardo comprendió todas las reconvenciones que encerraban las palabras de Ángela, toda la amarga ironía que encerraban las palabras de Margarita. Ángela, como era mujer, y, a pesar de su bondad, altiva, pronunció sus palabras, no ya con desdén, no ya con amargura, sino con una indiferencia tan glacial, tan completa y tan extrema, por mejor decir, que allá en el fondo de su corazón, por una reacción propia del orgullo, y del orgullo noble, parecía que en aquellos instantes supremos se había apagado el fuego devorador de su exaltada pasión. Esta indiferencia alentó a hablar a Eduardo.

-Sí; yo recuerdo la primera vez que os vi -dijo con serenidad-. Recuerdo que estabais en un montecillo, bajo un sauce, en un montecillo que caía al mar. Al pie de una fuente dabais de beber a unas palomas. Recuerdo que una de ellas fue a recoger un grano de trigo en vuestros mismos labios. Recuerdo que cantabais una barcarola, y que al oíros cantar detuve involuntariamente mi barca. Vuestra hermosa voz resonaba...

Ángela se iba poniendo pálida; sus labios perdían el color, se cerraban sus ojos.

-¿Qué tenéis, que tenéis? -dijo Margarita sosteniéndola en sus brazos.

-Nada..., nada..., un vahído. El recuerdo de mi padre, de aquellos campos, todo, todo...

Ángela y Margarita volvieron la cabeza; pero se encontraron sin Eduardo. Con el pretexto de ir a buscar un vaso de agua, había huido. Los concurrentes apenas notaron aquel ligero episodio, que pasó con la rapidez de un relámpago. Ángela, en aquella gran lucha comprendió su debilidad, y por una reacción suprema se posesionó de sí misma, y tomando el brazo de Margarita afectuosamente, exclamó:

-Bajemos, bajemos al jardín.

Y ambas jóvenes, pasando por en medio de los grupos de cortesanos, que las saludaban respetuosamente, bajaron al jardín.