La hermana de la Caridad/Capítulo XVIII

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La hermana de la Caridad de Emilio Castelar
Capítulo XVIII

Capítulo XVIII

Eduardo no había podido sufrir fríamente la reconvención de Ángela. Huyó de su presencia porque el sol de su mirada le abrasaba. Creía ver en aquellas palabras la condenación explícita de toda su vida. Y, en efecto, lo era. Dejar un amor puro y sereno por un amor tempestuoso y viciosísimo; abandonar aquel cielo por caer en el infierno donde hervían tantas pasiones, era un crimen que nunca, nunca el soplo constante del tiempo podría borrar de su alma. Así es que, huyendo a todo huir de la presencia de Ángela, refugiándose en un apartado gabinete, dejándose caer como herido de un rayo en el sillón, y dándose a llorar amargamente, mostraba que toda su vida pasada renacía a sus ojos.

El gabinete estaba solo y obscuro; una de sus ventanas se mostraba abierta; ligeros reflejos de las luminarias de los jardines daban, con un resplandor crepuscular, un tinte melancólico y misterioso a todos los objetos allí diseminados y esparcidos. Eduardo temblaba como la hoja en el árbol. Le rechinaban los dientes; sacudimientos eléctricos se esparcían como grandes centellas por su cuerpo; su respiración era fatigosa, y los sollozos que partían de su despedazado pecho le ahogaban.

-He sido muy criminal -decía- muy criminal. He abandonado el amor puro del alma por el amor pasajero del sentido. Dios me había mandado un ángel para que derramara las armonías de su alma en mi alma; yo le he apartado de mí como si me trajera acíbar, cuando me traía el néctar de la vida en su copa. Horas deliciosas en que yo, mirándola, de rodillas a sus pies, me sentía mejor, y como asistido de Dios, ¿qué os habéis hecho? El aire de estos salones me sofoca. Yo me ahogo. ¿Por qué no había de vagar ahora por aquellas antiguas y hermosísimas playas? A la luz de la luna, en medio del campo, bajo un árbol que dejara caer sobre mi frente sus hojas, como caricias de los seres inanimados, reposaría tranquilo mi corazón, sosegada mi conciencia. Viéndola, vería resplandecer en sus ojos la luz purísima de la virtud, que es la luz santa y misteriosa. ¡Desgraciado de mí! La ambición me cegó un instante. Creí que en el mundo sólo existía la pasión rastrera, vil, mezquina, del poder, del interés, de la riqueza. Creí que en aquella fuente hermosa y rústica, donde bajaban a beber las palomas del valle, no había agua bastante a extinguir mi sed. Y ahora me encuentro aquí solitario, en medio de la sociedad, muerto de hambre y de sed de espiritualismo, de vida, avergonzándome de mí mismo. ¡Oh! No puedo estar solo. Cuando estoy solo me persigue como una sombra el remordimiento. Y mi remordimiento es mi gran torcedor, mi pesada cadena, mi castigo. Quiero romperlo, olvidarlo. Y Dios no me oye...; ¡oh! sí, no me oye. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué no me privas de memoria? ¿Por qué no me quitas de los ojos su imagen? Al verla tan pura, tan hermosa, tan riente, siento un torcedor inmenso. Me parece que el remordimiento me muerde las entrañas. ¡Apártame, Dios mío, apártame esa mujer de los ojos! ¡Te lo ruego por piedad! ¡Ángela, Ángela! ¡Tú, tú que has sido mi delicia, eres hoy mi tormento, eres el espectro que aparece a mi razón, turbando mi vida! Pero no puedo, no puedo. La veo siempre, siempre, sí, presente a mis ojos, a mi conciencia. ¡Me mata, me mata! ¡Ángela, imagen de Ángela, huye de mí!... ¡Oh!... ¡Yo deliro!...

En esto se abrió una puerta, y en su dintel apareció Margarita. Llevaba una luz en la mano. Sus mejillas estaban teñidas de una palidez semejante a la palidez de la muerte. Dos gruesas lágrimas rodaban por su rostro. Los diamantes, las flores que ceñían su cabeza, los ricos adornos que la hermoseaban, parecían, sin embargo, en aquellos instantes los lujosos atavíos con que el orgullo humano quiere muchas veces cubrir a los muertos. La luz, que la iluminaba todo el rostro, no había llegado a dar en el ángulo donde se encontraba Eduardo, y así Margarita no pudo verle. Entró, volvióse a cerrar la puerta, y dejando caer la luz que llevaba sobre un velador, exclamó con acento desesperado:

-¡Ay! ¡Estoy perdida!

-¡Margarita! -dijo entonces Eduardo con voz apagada.

Margarita, al oír aquella voz, dio un grito espantoso, y se levantó para huir; pero el terror no la dejó dar un paso, y cayó en el pavimento como herida de un rayo.

-¡Margarita, Margarita; soy yo, yo, Eduardo!

-¡Ah! ¿Eres tú? ¿Eres tú?...

Y cogiendo su brazo, se incorporó.

-Me había asustado mucho, mucho...

-¿Qué te sucede, Margarita? ¿Por qué tan conturbada?

-¡Estamos perdidos!

-Pero ¿por qué, Margarita, por qué?

-El Rey, Eduardo, el Rey tarda mucho.

-Y ¿eso te aflige?

-He oído...

-Sosiégate, Margarita, sosiégate.

-He oído decir que el Rey no venía esta noche.

-¿Cómo has podido imaginarte eso?

-Tarda mucho.

-Y aunque no viniera...

-Si no viene, estamos perdidos.

-¿Por qué?

-Porque tenemos muchos enemigos.

-Los despreciaremos.

-Y esos enemigos pueden dañarnos.

-Nos defenderemos.

-No hay defensa posible.

-Nunca se cierran todos los caminos.

-Eduardo, se cierran.

-Los abriremos nuevos con nuestros brazos. La lucha es la vida.

-Te forjas muchas ilusiones.

-Me basta corazón.

-Si esa desgracia nos sucediera...

-La ausencia del Rey en esta noche...

-Es nuestra sentencia de muerte.

-Margarita, no te comprendo.

-Escúchame, escúchame, Eduardo.

-Pero sosiégate, por Dios, Margarita.

-Óyeme, y pásmate, Eduardo. Yo he visto aquí un ministro poderoso, dueño de la voluntad del Rey, caer en desgracia. La gente lo sabía y él lo ignoraba. Un baile fue la señal de su desgracia. La Reina acostumbraba a bailar todas las noches de sarao el primer rigodón con él; la noche destinada a herirle no lo bailó. Apartáronse de él los cortesanos como si estuviera apestado; riéronse de su catadura los mismos que le prestaban homenaje; encontróse en aquellos salones, donde todas las frentes, hasta las frentes coronadas, le acataban, solo, aislado, sin un amigo. Su desgracia creció, y un día se vio preso, y otro próximo al cadalso, y hoy anda acaso en tierra extraña, pidiendo una miserable limosna para mantener a sus hijos.

-Y ¿nosotros podemos temer eso mismo?

-Podemos, debemos temer más, no lo dudes.

-Nos iremos a un país extraño.

-No te dejarán.

-Pero -dijo Eduardo mirando el reloj- aún no es hora, no, ni con mucho, de que venga.

-¡Oh! ¡Si no viniera, Dios mío; si no viniera, como he oído susurrar a mis enemigos por los jardines!...

Y Margarita se pasaba la mano con delirio por la frente, como para alejar una sombra.

Tanta era su preocupación, que se había olvidado de Ángela. Su ambición eclipsaba su amor. Sin embargo, muy grande era el peligro cuando ella, que tanto se acordaba siempre de sus rivales, y que tanto se complacía en martirizar a Eduardo, no le echaba en cara irónicamente, como de costumbre, la dramática escena de Ángela. Margarita vivía en la tempestad por el ruido de las grandes pasiones, por la adoración de las gentes, por la grandeza de su casa, por su poder, por todas esas cualidades prestadas que eran el secreto maravilloso de su fortuna y de sus placeres. Todo aquel dorado castillo podía caer en una hora, en un momento podía destruirse con un solo soplo.

Y para el ser que está acostumbrado a respirar el aliento de la tempestad; para el que vive en medio de las encrespadas pasiones; para el que no tiene más luz que la luz que despiden todos los sentimientos exaltados; para ese ser, ciertamente, separarse de tal atmósfera, vivir, agitarse en otros horizontes más solitarios o más tranquilos, equivale a la muerte. Esos seres que buscan el ruido, el estrépito, la tempestad, la lucha, y quieren vivir siempre luchando y combatiendo, no tienen idea alguna de la felicidad. El hombre, para vivir tranquilo, debe buscar el seno del hogar doméstico; allí erigir altares a la virtud, a la paz; teñir siempre de un color sonrosado y hermoso este último asilo del corazón, y siendo buen padre, buen hermano, buen amigo, buen esposo, buen hijo, debe mostrar que no hay virtudes públicas posibles cuando no se radican en la santa virtud privada, que es, digámoslo así, el verdadero pie del árbol de la vida. Pero todo esto, si para el hombre es una ley social, una ley religiosa, para la mujer, además de todo esto, es algo más, es una ley de su naturaleza. La mujer donde más luce, donde más brilla, donde se ve su verdadero esplendor, es en el seno del hogar doméstico. Aquel es, sin duda, el teatro de sus triunfos. En el hogar doméstico tiene sus altares, su ara, y allí se muestra diosa. Pocas mujeres he visto más bellas, ni en la naturaleza ni en la sociedad, que la madre de familia, sentada entre sus hijos, que la miran arrobados como a su cielo, dispensándoles sus caricias, infundiéndoles con un beso de amor su alma, mostrando a éste la virtud, enseñando al otro a balbucear las primeras palabras de su lengua, al de más allá a postrarse ante Dios, a todos a quererse, a amar a los demás hombres, a consagrar todas sus obras, todos sus pensamientos, al cielo, siendo así como un artista que hermosea con indecible cuidado el alma que Dios creó, preparándola a vivir en la tierra vida dichosa, y a esperar otra vida mejor en el cielo.

Mas no había nacido para esto Margarita; no era ese el fin a que la destinaba toda su vida. ¿Cómo era posible para ella vivir sin que se inclinaran mil frentes en su presencia? ¿Cómo podría vivir sin llevar en su mano la trama de mil tragedias? ¿Cómo podría respirar si, al convertir los ojos a todas partes, sólo alcanzaba un desolado desierto? El hogar doméstico, para Margarita, era lo que la jaula para el ave que ansía ser reina del espacio y cernerse sobre las nubes más allá de la región de las tormentas. En el hogar doméstico languidecía, desmayaba, se moría en una palabra, aquella mujer acostumbrada a la vida de la corte. Así es que mientras había tenido cierta privanza, cierto favor en la corte, privanza y favor alcanzados por su talento y por su astucia, había vivido feliz y contenta. Mas cuando ese favor la faltara, cuando esa sociedad la abandonara, quizá Margarita no podría sobrevivir a tan rudo golpe. Así, el desprecio del Rey era para Margarita cuestión vitalísima. Acaso se encontraba en aquel supremo instante en uno de los trances más amargos, pero más grandes y más decisivos de toda su agitada vida.

Eduardo y Margarita salieron a los salones. La joven estaba muy agitada; Eduardo muy tranquilo. Al salir vieron a Ángela al lado de su madre: deshojaba maquinalmente unas rosas, oyendo y contestando casi maquinalmente infinitas palabras lisonjeras de un gran número de cortesanos. No podía decirse que sus contestaciones eran altivas, ni mucho menos ásperas; pero había tal majestad en su acento, tal severidad en su palabra, que todas las lisonjas de aquellos jóvenes, salidas de corazones gastados, tomaban, sin embargo, cierta severidad respetuosa al penetrar aquella atmósfera, como si las purificase Ángela con su aliento.

Margarita miraba a sus convidados, y los veía ansiosos, como esperando algún acontecimiento. Entonces conoció que sólo la voz divina de Ángela podía influir mágicamente en todos aquellos seres; que sólo sus acentos encantadores podían distraer aquellas almas de la idea que a todos preocupaba. Acercóse a Ángela y la dijo:

-¿Cantaréis, amiga mía?

-Me será muy difícil, Margarita.

-¡Difícil! ¿A vos, que sólo con hablar suspendéis los corazones?

-Os agradezco vuestra lisonja; pero permitidme que insista.

-¿Por qué?

-Voy a ser muy franca. Hay momentos en que ciertos recuerdos de mi infancia, de mis campos, me poseen absolutamente.

-Y eso, lejos de dañar, dará más suave melancolía a vuestros cánticos.

-Acabaré mi pensamiento. En esos instantes, sólo puedo entonar aquellas mismas canciones que yo cantaba a las orillas del mar.

-Pues casualmente deseo yo oír esas, e iba a pediros que las cantaseis.

-¡Mas son tan sencillas!

-Sé, sin embargo, que son muy interesantes.

-Os engañáis, Margarita. Mal puede interesar una cadencia monótona, semejante al ruido eternamente acompasado de las ondas.

-¡Ah! Sabed que aquí son muy gratos esos recuerdos de la Naturaleza.

-¡Aquí muy gratos! Son incomprensibles.

-No para todos los corazones, Ángela -dijo Margarita recalcando sus palabras.

-¡Para todos! -contestó con horror Ángela.

-Pues os puedo asegurar que no lo son.

-Y yo os puedo decir que deben serlo.

-No se manda en el corazón.

-Pero se manda en la conciencia.

-¿No es verdad, Eduardo? -dijo Margarita, aprovechándose de un momento en que Eduardo pasaba a su lado con un grupo de jóvenes.

-No sé qué me preguntabas -dijo Eduardo, confundido y balbuciente como siempre delante de Ángela.

-Te preguntaba si sería grato oír los cantares que Ángela entonaba allá en sus playas.

-¡Oh! Son muy hermosos cantares.

-¿Los has oído? -dijo Margarita con gran intención.

-No, no es muy extraño -dijo Ángela-. Con sólo acercarse a las playas se oyen fácilmente. Y ¿qué joven no habrá tenido algunos de esos amores noveleros, de esos amores de pura imaginación y fantasía por esas playas?

Eduardo se ponía pálido. Margarita, como siempre, se gozaba en su humillación y en su vergüenza, y como era muy perspicaz, exclamó:

-Pues entonces, Ángela, habéis hecho vuestro proceso. Debéis cantar. Hay aquí muchos jóvenes quienes interesarán esas canciones.

-No es bien, Margarita, nublar con remordimientos estos festejos.

-No, no importa. Sentirán. ¿Creéis que es tan fácil en este siglo y en esta sociedad sentir?

Ángela cedió a las palabras de Margarita, y se calló. Ésta, contenta con su victoria, y olvidada de la tempestad que iba a caer sobre su frente, dijo volviéndose a Eduardo:

-Acompañad a Ángela al piano.

Eduardo extendió su mano con temor y sin atreverse a fijar los ojos en su amada. Ángela, sin mirarle también, le dio la mano. Al tocarse aquellas dos manos, que tantas veces se habían juntado con efusión, los dos jóvenes sintieron, olvidado Eduardo de su vergüenza, olvidada Ángela de sus agravios, el fuego del amor. Pero bien pronto la fría realidad cayó como un témpano de hielo sobre su corazón, que comenzaba a arder. Sin embargo, Eduardo no temía tanto la ardorosa mirada de Ángela como la mirada burlona de Margarita. La mirada de Ángela le recordaba que había sido infiel, criminal. La mirada burlona de Margarita le decía que era vil, que era despreciable. Así es que desde la puerta del jardín, donde estaban, al salón del piano, pudo decirle:

-Ángela..., mil veces he pedido a Dios la muerte.

-Habéis hecho mal, Eduardo, porque debéis vivir, hoy para vuestra mujer, y para vuestros hijos mañana.

Eduardo lanzó un gemido profundísimo. Aquellas palabras se le clavaron en lo más hondo del corazón. Margarita, mientras tanto, los miraba y se reía. Al volver Eduardo, le dijo:

-¡Ah! Ya le habrás dicho que no la habías olvidado.

-Margarita, no me asesines.

-¿La amas todavía? ¿La amas?

-¡Calla, por piedad!

-Ella te ama, sí; te ama.

-No, no es verdad, no la injuries.

-¡Oh Eduardo! Yo necesito creerlo para amarte. Quizás Dios me ha hecho mala, muy mala. Lo cierto es que yo no podría amarte si no supiera que hay en el mundo un ser que padece por ti.

-¡Triste felicidad!

-Muy triste, pero muy en armonía con mi naturaleza.

-Y ¿no se te desgarra el corazón al pensar en si son ciertas tus sospechas?

-No, Eduardo. Ella goza también; goza con su virtud, goza con su inspiración artística. ¡Que padezca!

-¡Oh! Tienes un alma tan negra como un abismo.

-Y sin embargo, en el fondo de ese abismo estás tú.

-Es verdad, es verdad. Por eso no me conozco.

-Y después de todo, me amas mucho más que a esa mujer.

-No hablemos de eso, Margarita.

-No puede ser.

-¡Ah!

-No puede ser, porque yo no puedo dejar de gozarme en mis victorias. No puede ser, pues yo te amo porque otra mujer te ama. No puede ser, porque yo no puedo cambiar mi naturaleza.

-Te odiaría si pudiera.

-Ya sé que no puedes.

-No abuses de tu creencia.

-Te conozco mucho, Eduardo.

-¡El amor!

-Tú que no eres capaz de amar, tú que no has nacido para amante, has nacido, sin embargo, para esclavo.

-Es verdad.

-Mira, soy tu conciencia. Y al mismo tiempo soy tu remordimiento, tu castigo.

-Sí, mi castigo.

-Y sin embargo, soy tu cielo.

-¡Margarita..., por piedad!

-Tú no hubieras podido vivir en ese cielo estrellado, sin nubes, sin tempestades, que Ángela te ofrecía. Tú has nacido para vivir entre la tempestad.

-No, no lo creo.

-Te dejas alucinar por la impresión de un instante. Consulta, consulta tu corazón y tu conciencia; consúltalo, y te dirá quién tiene razón.

En esto se oyó el canto de Ángela. Era una de esas canciones melancólicas impregnadas de amor, que sólo saben los pueblos meridionales, y sólo se oyen y se comprenden a las orillas del Mediterráneo. Era la misma canción que Eduardo entonaba por las tardes cuando las primeras estrellas aparecían en el cielo y los últimos resplandores se borraban en el horizonte, al separarse de Ángela; canción que parecía un quejido, un suspiro, un profundo ¡ay! del corazón.

Eduardo palideció. Un sudor frío bañaba su frente. Mirándole maliciosamente Margarita, le dijo:

-Te comprendo, te comprendo.

-¡Calla, calla! No me hagas perder una nota de este cántico.

-¿Es un recuerdo?

-Sí; mejor dijeras un remordimiento.

-¡Tardío!

-Es verdad.

-Oye, Eduardo. Esas fermatas parecen el eco melancólico y arpado del ruiseñor cuando, suspendido de la rama, contempla su nido. Esos compases tan largos, tan cadenciosos, parecen las anchas olas cuando un ligero soplo de las brisas las mueve, y van mansamente a romperse en la arena. Esas notas altas, agudas, aisladas, solitarias, parecen quejidos, ayes, el sonido de una lágrima que cae en un lago. Y todo eso que te extasía, que te enajena; todo eso que te parece la realidad de la vida, es poesía, es mentira, es nada. Eso no es realidad, eso no es verdad.

En este momento concluían los últimos acentos de aquella voz divina, y una inmensa salva de aplausos, ruidosa, estrepitosísima, cubría los últimos acentos de aquel suave cantar.

-¡Ah, Eduardo! El mismo efecto que hace en esas almas el canto, hace en la tuya. Todo eso es mentira.

-Pues si es mentira, ¡maldita sea la verdad!

Margarita lanzó una prolongadísima carcajada, una carcajada aguda, epiléptica.

-¡Maldita sea la verdad! ¿Conque me maldices a mí? ¡Infeliz! ¿Crees que hubieras hallado alimento para tu corazón con ese amor? Te engañas. Esa bienaventuranza te hubiera sonreído un día, y te hubiera hastiado al día siguiente. El corazón humano jamás comprende lo infinito. Mira la variedad de los acontecimientos, y se complace en ella. Y al lado del bien, gusta del mal. El azul del cielo cansaría nuestra vista si no le cubriera el velo de la tempestad.

La canción de Ángela, nacida de lo más íntimo del corazón, electrizaba a los oyentes. Era el eco de un alma poseída de grandes sentimientos. Para ser artista no hay como sentir y saber expresar lo que se siente. Es muy difícil encerrar la idea en la forma, y el poseer esa divina facultad es poseer el gran secreto del genio. Y Ángela, aunque pobre mujer, aunque desvalida, criada en el fondo de un campo, apartada del mundo, por esas revelaciones misteriosas de Dios, por esa intuición suprema del alma predestinada para el cielo, había nacido con la fuerza creadora del genio. Después de cantar, después de dar al aire aquellos quejidos de su corazón, se dejó caer, como si le faltaran las fuerzas para sentir y padecer, en un sillón.