La hermana de la Caridad/Capítulo XXI
Capítulo XXI
Eran las altas horas de la noche. Todas las ventanas de Nápoles estaban cerradas. Nápoles dormía. Por aquellas calles no pasaba un alma viviente. Sólo de vez en cuando se oía rodar algún coche de algún gran señor que volvía de sus bailes, de sus fiestas, de sus tertulias. El único bulto que pasaba por las calles era el celoso y receloso centinela del poder del Rey; el agente de la policía napolitana, que cuidaba del sueño de la ciudad. En el palacio de Margarita, sin embargo, había una ventana abierta. Detrás de la ventana dos seres atisbaban la calle, como esperando a alguien con gran anhelo y cuidado. Eran Eduardo y Margarita.
-¿No viene? -preguntaba con anhelo Margarita.
-No viene -decía con indiferencia Eduardo.
-¡Qué anhelar!
-Tú lo has querido.
-Y no me arrepiento.
-Lo creo sin que lo jures.
-¡Cuánto tarda!
-Lo habrán cogido en alguna encrucijada.
-Tienes razón. Mala noche hemos escogido.
-La noche que tú designaste.
-¡Ay, Eduardo; no puedo sufrirte!
-Lo creo también.
-No puedo sufrirte.
-Tú me has querido.
-¡Oh, qué hombre!
Eduardo se encogió de hombros.
-A nada te opones.
-Pues casualmente ese debía ser el ideal de tu felicidad.
-Nada de eso.
-Pues no te entiendo.
-Yo necesito de oposición, de lucha.
-¿Aún te parecen pocas las luchas que te rodean?
-Necesito más: necesito que te opongas a lo que yo deseo.
-Pues no lo verás.
-¡Dios mío, qué hombre!
-El mejor, el más a propósito de los nacidos.
-Eduardo, me indignas.
-Yo también me indigno.
-No te conozco.
-Yo no me conozco tampoco.
-No debes ser así.
-¿Qué quieres?
-Despierta ese alma.
-Cuando se empiezan a bajar los escalones de la degradación, lo que cuesta es bajar los primeros; después se arroja ya uno de cabeza al fondo del abismo.
-¡Eduardo!
-¡Margarita!
-Me horrorizas.
-Tarde te horrorizas.
-Es verdad. Pero ¿no sientes nada?
-No, no siento nada.
-¡Imbécil!
-Sí; el que no tiene corazón es un imbécil.
-Mira: ¡no viene!
-¿Qué quieres que yo le remedie?
-¿Le habrán preso?
-Será lo más probable.
-¡Estamos perdidos!
-Me alegraré.
-No digas eso.
-Me alegraré.
-¿Por qué, Eduardo?
-Porque así se interrumpirá la monotonía de esta vida.
-En verdad te digo, Eduardo, que también a mí me va cansando. ¡Qué soledad!
-Pero ¡qué merecida soledad!
-¡Oh! No digas eso.
-Es lo que siento.
-¡Todos nos han abandonado!
-Todos.
-Me cansa tu salmodia.
-¿Qué quieres que diga?
-¿Te he de decir yo hasta lo que has de decir?
-Hija, tengo una pereza... hasta de hablar... me voy olvidando. ¡Qué vida!
¡Qué vida! Tienes razón.
-Pero no echemos de ello a nadie la culpa.
-¡Oh! Alguien la tiene.
-Nosotros.
-Y otro.
-Nadie, nadie; nosotros.
-¡Cuánto tarda! -decía Margarita volviendo al tema favorito de su manía.
-¡Te has empeñado; no hay más remedio que hacer tu voluntad!
-¿Querías tú que yo me quedara sin venganza?
Eduardo volvió a encogerse de hombros con señalada indiferencia.
-Yo no puedo vivir sin vengarme. Cada hora, cada instante que pasa y veo a mi gran enemigo sonreírse, vivir, ¡oh! es un puñal que me atraviesa el pecho.
-Muy alto está el objeto de tu venganza.
-No importa. Escalaré el cielo; pondré un monte sobre otro monte.
-Para que te suceda lo que a los gigantes de la fábula.
-¿Y tú eres hombre, y tienes corazón en el pecho?...
Eduardo lanzó una carcajada agudísima.
-¡Oh! Cuando te ves despreciado y abandonado de toda la sociedad de Nápoles, herida tu reputación, amenazados tus días, espiada tu conducta, próxima a desaparecer tal vez en la confiscación tu hacienda, expuesto a ir de puerta en puerta por extrañas tierras a pedir una limosna; cuando acaso cualquier día te cruce la cara el látigo de uno de esos hombres que nos celan, ¿te atreves a reír?
-Y ¿qué quieres que haga?
-Que me imites.
-¿En qué? Parece imposible que digas eso cuando soy tu autómata. ¿En qué he de imitarte?
-En este odio que arde en mi corazón; en estas desencadenadas pasiones que llevan mi alma de un punto a otro como las ráfagas de una tempestad; en esta sed de venganza.
-¿Qué quieres? Yo no puedo tener tu alma.
-Y al menos la patria; la patria...
-Calla, Margarita, calla. Todo me es indiferente.
-¡Indiferente la patria! ¡Gran Dios!
-¿Te maravillas?
-Pues ¿no he de maravillarme de ese duro corazón?
-Desconoces tu obra.
-¡Mi obra!
-Sí; porque el corazón no se seca sólo en una parte, no se corrompe sólo por un lado; se seca o se corrompe todo entero.
Margarita dejó escapar de su pecho un hondo suspiro.
-Tú me has dicho un día y otro día, una hora y otra hora, un minuto y otro minuto, que todas esas pasiones poéticas eran pura mentira.
-Es verdad.
-Yo lo he creído; yo, alma flexible y débil, que como la cera me presto a todas las formas. Yo lo he creído.
-Y ¿qué?
-Y he tomado por pura ficción la justicia, la verdad, todas las grandes pasiones, todas las grandes ideas.
-¡Calla, calla!
-Y cuando quiero a este corazón seco pedirle amor para la patria, amor para la libertad, amor para algo grande y sublime, este corazón se ríe de mí, y sólo me da por respuesta el torcedor de mi remordimiento.
-¡Eduardo!
-Vosotras las mujeres amáis o aborrecéis siempre. Por grande que sea vuestra degradación, en el fondo de la vida, en sus heces, hay siempre algunas pasiones.
-Es verdad.
-Pero nosotros, miserables; nosotros, que no poseemos tanto corazón; nosotros, pobres de espíritu, cuando nos degradamos, lo primero que perdemos es el sentimiento.
-Y ¿se puede vivir sin sentimiento?
-Se puede vivir vida horrible, fría, como la vida de la piedra.
-Yo podría vivir sin amar; pero no puedo vivir sin aborrecer -dijo Margarita entusiasmada.
-Eres feliz; aborreces y sientes.
-¡Oh! Si pudiera vengarme...
Y rechinaba los dientes de rabia.
-Mira. Aún me queda, allá en lo más recóndito, en lo más obscuro, en lo más hondo de mi ser, aún me queda algo, sí, algo de conciencia; y cuando a veces el remordimiento me oprime, bendigo el remordimiento.
-¿Por qué?
-Porque al fin padezco.
-¿Deseas padecer?
-Sí, lo deseo, lo deseo.
-Pues si deseas padecer, sígueme.
-Te sigo.
-Pero sígueme, no con esa indiferencia glacial, que es la muerte, sino con fe, con ardor.
-¡Ah, con ardor!... Tanto valdría pedir agua a las piedras.
-Yo necesito que aborrezcas como yo aborrezco.
-Estoy, como Satanás, imposibilitado de amar.
-Pero no de aborrecer.
-Y como el cuerpo frío y muerto, imposibilitado también de aborrecer.
-¡Qué hombre, qué hombre!
-¿Qué quieres, Margarita? En la edad en que la vida brota flores, he secado la vida. En la edad en que todos los sentimientos manan del corazón, he secado el corazón. Ahora, aunque quisiera amar, no podría, porque no reverdece, no, el sentimiento marchito. Necesitaría que cayera sobre mí un diluvio de lágrimas para que se borrara este cáncer que ya se ha comido toda mi vida.
-Mas al menos tendrás fuerza, nervio bastante para arrostrar los peligros.
-Creo tenerlo. Te sigo como sigue un satélite a su planeta. Te sigo sin conciencia.
-¿Tú sabes lo que intento?
-Lo sé.
-Tengo sangre corsa en mis venas.
-No lo ocultas.
-Soy muy vengativa.
-Yo no soy vengativo.
-Ver a mi enemigo, herido por mis propias manos, caer a mis plantas, revolcándose en el dolor y en la sangre, exhalando quejidos de rabia, exánime, mirándome al expirar con su mirada torva y fría; ver al enemigo, tendido a mis pies, respirar el vapor de sangre que sube hasta mis narices y calienta mis sienes, y patear sus entrañas, ¡oh! es un gozo supremo.
-¡Calla! Me haces temblar.
-¡Oh! Y este gozo supremo se retardará... ¡No viene!
-Mira, te pareces a la leona.
-Respiro odio y venganza.
-Estás hermosa así, tan torva y tan airada.
-Es porque se transparenta en mis ojos el alma.
-¡Alma perdida!
-No, alma de fuego.
-Pero de ese fuego que consume y esteriliza la vida.
-Y tú, alma de hielo.
-Pero este hielo, por petrificado que parezca, puede, al rayo del sol, derretirse y fecundar algún campo; mientras tu fuego...
-Mi fuego puede abrasar a muchos malvados; puede acrisolar también un alma.
-Tarde es.
-Más se puede esperar de mi ardor que de tu indiferencia.
-No trato yo de lo contrario. Me he convencido de que para mí no hay salvación posible.
-Mira, dejemos esto; siempre reconviniéndonos.
-Nos hemos unido, Margarita, y el alma de los dos es una negra sombra, un cruel remordimiento.
-Nunca me punza a mí el corazón ni la conciencia.
-Serás de piedra.
-Ahora, lo único que me preocupa es la tardanza de ese hombre.
-Calla: se desliza una sombra.
-¿Estará Pedro aguardando?
-Una sombra que entra sigilosamente en casa.
-¡Es él!
-Sí, es él.
-¡Respiro!
En esto se abrió la puerta de la sala, y entró un hombre vestido de marinero.
-¿Sois vos, Rafael? -dijo Eduardo.
-Yo soy.
-¡Cuánto habéis tardado! -exclamó Margarita.
-¿La sesión ha sido larga? -preguntó Eduardo.
-Muy larga.
-Y ¿qué?
-Estáis admitidos.
-¡La venganza! ¡La venganza! -exclamó Margarita levantando los brazos al cielo.
Rafael, volviéndose a Eduardo, le dijo:
-El ángel caído fue diablo. La mujer que cae, es mucho más perversa que el hombre.
-¡Calla! -dijo Eduardo, temblando como si tuviera frío.
-¿Seré admitida? -preguntó la joven Margarita.
-Seréis admitida.
-¿Cómo habéis vencido la dificultad?
-He dicho que sois hombre.
Margarita lanzó una carcajada.
-Te vestiremos de hombre -dijo Eduardo.
-¿Los dos en una noche? -preguntó Eduardo.
-Sí, y no.
-Pues ¿cómo?
-Uno entrará antes, y otro más tarde.
-Bien -dijo Margarita.
-Pero ¡por Dios..., Margarita! -dijo Rafael.
-No tengáis cuidado.
-Va en ello la vida.
-Lo sabemos.
-Y ¿tiene grandes ramificaciones? -preguntó.
-Las tiene muy grandes.
-Yo, con tal de vengarme, llevo al acervo común todo mi oro -dijo Margarita.
-Bien, muy bien.
-¿Gente grande?
-Toda.
-¿Despreciados por el Rey?
-Despreciados.
-¡Oh!
-Me voy.
-Sal por la puerta falsa.
-No tengo inconveniente en salir por la puerta falsa.
-Con mucho sigilo -dijo Eduardo.
-¡Oh! ¡Si nos cogieran... -exclamó Margarita.
-Seríamos perdidos -añadió Eduardo.
-No lo sentiría por mí -dijo Margarita.
-¡Quizá lo sentiría por ti! -exclamó Rafael mirando socarronamente a Eduardo.
-No, lo sentiría por mi venganza.
-Tienes una verdadera manía -dijo Eduardo.
-Sólo Dios sabe el odio que guardo en el pecho.
-Guíame, Eduardo.
-Te guiaré, Rafael.
-Adiós -dijo el joven saludando con indiferencia a Margarita.
-Me voy a vengar. Caerán mis enemigos abrasados por mi odio, por mi ira. ¡Infames! Creyeron que podían arrancarme el poder y la fuerza. Aún me queda vida. Mientras yo respire seré su torcedor, su tormento, su martirio. Sí, yo gozo; sí, yo vivo en esta atmósfera venenosa. Me parece que late más mi corazón, que corre con más libertad mi sangre por las venas desde que soy despreciada y perseguida. He nacido para luchar: lucharé, y venceré; lucharé, y mis enemigos caerán a mis plantas. ¡Infames!
En esto volvía Eduardo de acompañar a Rafael.
-A prepararlo todo, Eduardo.
-Espera, mujer, espera.
-No puedo.
-¿Te falta tiempo?
-Sí; tardo en vengarme.
-Si fuese para hacer bien.
-¡Bien! Tiene mi alma demasiada ponzoña para pretender hacer bien.
-¡Margarita, Margarita!
-¿Qué?
-Estás al borde del abismo.
-Lo sé.
-Estás al borde del abismo.
-Y ¿qué?
-Sálvate; aún es hora.
-¿Tienes miedo? -dijo Margarita a Eduardo con desprecio.
-Tengo miedo por ti.
-¡Mentira!
-¡Margarita!
-Déjame.
-Nos perderemos.
-Y ¿por qué no hemos de triunfar?
-Siempre estamos perdidos.
-¿Por qué?
-Porque si triunfas, haces un mal a otro; y si pierdes, te haces un gran mal a ti misma.
-Bien.
-Y de todos modos, vas al mal.
-¡Qué sermonear! ¿Tienes miedo?
-Ya no te digo una palabra.
-Iré yo sola.
-Nunca. Soy tu esposo.
-Me abandonas.
-Nos perderemos juntos.
Eduardo tomó una luz, se fue, y dejó a Margarita. Después que Eduardo abandonó a Margarita, se encaminó a su gabinete, entró en su cuarto y se puso a reflexionar sobre su triste suerte. Cuando más sumergido en sus reflexiones se encontraba, oyó que llamaban a su puerta.
-¿Quién es? -preguntó.
-Soy yo -le contestó una voz muy parecida a la de Rafael.
Eduardo abrió instantáneamente la puerta. Rafael entró azoradísimo.
-¿Qué te sucede?
-Me he escapado de manos de unos esbirros.
-¡Dios mío! Y ¿te habrán visto entrar?
-No, no me han visto.
-Descansa, descansa.
-No he dormido en dos noches.
-Ya lo alcanzo.
-¡Qué vida ésta!
-Muy triste.
-Y dime, Eduardo, ¿te has decidido por fin?
-Me he decidido.
-¿Vas a entrar en esa sociedad secreta?
-No tiene remedio.
-¿Tú sabes los peligros que cercan esas sociedades?
-Los sé, y los acepto.
-Y todo, ¿por qué?
-Porque se ha empeñado en ello Margarita.
-¡Oh mujeres, mujeres!
-No creas que yo entro con gran entusiasmo. Si al fin se tratara de la libertad de la patria... Ya sabes que he arrostrado muchos peligros allá, cuando yo no era autómata, por esa causa.
-No hay un alma que ame aquí verdaderamente la libertad.
-¿Qué quieres, Rafael? La esclavitud envilece y degrada, y sólo puede dar de sí, en último fin, el embrutecimiento.
-Estas sociedades secretas son de la peor índole posible. Se reúne la camarilla vencida para destronar a la camarilla vencedora.
-Justamente: los que han sido despreciados por el Rey; los que han salido mal en sus intentos; los que no han alcanzado los destinos que anhelaban; los que han querido, como mi Margarita, un poder omnímodo; todos esos se reúnen tranquilamente en una sociedad para perseguir a sus contrarios. ¡Qué alteza de sentimientos!
-Y ¿qué quieres, Eduardo? Eso trae consigo el despreciar las leyes fundamentales de nuestra naturaleza, los principios eternos de la razón y de la ciencia. En estas sociedades, donde manda un hombre a su sabor, no se quiere la libertad y se tiene la guerra sorda. No quieren que las ideas luchen noblemente a la clara luz del día, y luchan las pasiones de una manera cruel en las tinieblas. No se consiente la asociación pública, que reúne las inteligencias dispersas y disciplina las voluntades, y se tienen las sociedades secretas. No quieren que el espíritu se desahogue, y el espíritu, encerrándose en el seno de la sociedad, hierve y estalla en grandes terremotos, como estalla ese volcán en ardiente lava y en terribles sacudimientos.
-Es verdad: embrutecen al pueblo, y después le piden virtudes; le hacen confundir la autoridad con la violencia, y luego no quieren que él confunda la libertad con la revolución; le encierran en una jaula, e intentan detenerle la primera vez que va a tomar carrera. Le niegan todos los manantiales donde pudiera templar su sed de justicia, y luego extrañan que no sea justo.
-¡Oh, Eduardo! ¡Cuánto absurdo vemos en el mundo!
-Pero el absurdo mayor, Rafael, es mi vida. Yo amaba a una mujer pura y divina, y me he casado con una mujer a quien nunca amé. Yo fui un día amante de la libertad, y hoy debo ser cortesano, y cortesano despreciado y caído. Yo deseo siempre combatir a la luz del día, y voy a entrar, por sed de venganza, en una sociedad secreta, donde se trata de echar abajo, no un sistema, no un gobierno, sino una pandilla cortesana. Yo soy el más desgraciado, sí, de los hombres.
-Y en verdad, no se eligen las posiciones; se aceptan.
-No lo creas. En el camino del mal, todo es empezar. Yo creo que el hombre es libre. Pero creo también que, cuando baja por una pendiente por su propio impulso, se despeña en el mal. La lógica de los hechos es rigurosa, como la lógica de las ideas. Cada premisa que sentamos, encierra una larga cadena, larguísima, de consecuencias fatales e inevitables. Yo no he aceptado el mal; yo lo he elegido. Por eso creo que merezco un gran castigo.
-Pero tu puedes desandar lo andado.
-Ya no puedo; ya no tengo más remedio que aceptar mi papel y representarlo bien. Esto de la degradación tiene algo de la pereza. Cuesta mucho trabajo sacudirla. Sigue uno su camino por falta de actividad, por sobra de indolencia. No hay remedio.
-¡Oh! ¡Qué infelicidad, qué infelicidad!
Y Rafael, que se había sentado en un sillón, se quedó dormido, mientras que Eduardo reflexionaba en sus males.