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La hermana de la Caridad/Capítulo XXII

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Capítulo XXII

Era una noche obscurísima, lóbrega. El cielo estaba cargado de tempestades. Rozaban las nubes con sus orlas obscuras y sombrías la tierra. El relámpago rasgaba las nubes y hacía ver un cielo triste y obscuro como un abismo. El mar, azotado por la tempestad, rugía y encrespaba sus olas, como si quisiera desbordarse, audaz, espumoso y soberbio, sobre los campos. El viento, al estrellarse en los árboles, producía un sonido fúnebre, semejante a las quejas de un corazón desgarrado por el dolor. Levantaba con tanto ímpetu y con tan fuerte empuje les piedras y las arenas, que herían los rostros de los infelices que en aquellos instantes cruzaban por los campos y las calles. Hervía el volcán, y su lava, como nube encendida y ardiente, se dibujaba en los horizontes, dándoles colores sangrientos y rojizos. De vez en cuando el viento repetía los ecos de voces humanas, voces doloridas, pero fuertes; angustiadas, pero firmes. Eran los gritos de los marinos, que hacían esfuerzos sobrehumanos para conjurar la espantosa tormenta. De vez en cuando se veía cruzar por el horizonte, seguido de un tremendo choque y de redoblados estallidos, una culebra de fuego, un rayo, que traspasaba algún árbol o encendía alguna pobre cabaña. Las campanas de las iglesias acompañaban con su estruendo el estruendo atronador de la tempestad. Las aves nocturnas, lanzando agudos quejidos, heridas en sus pupilas por el reflejo del relámpago, iban a bandadas a buscar sus madrigueras, a librarse del azote de la tempestad. Todo era espanto. El bramar del viento, el estruendoso y retumbante trueno, el ronco rugir de las encrespadas ondas, el hervidero del volcán, semejante a aullido ronco de gigante fiera; las ramas de los árboles tronchándose, las voces angustiadas de los marineros, que herían las nubes; el lúgubre sonar de las campanas, las estridentes quejas de las nocturnas aves; todo este horrible temblar y retemblar de la Naturaleza, derramaba horror en la inteligencia y miedo en el corazón. ¡Oh Naturaleza! Aún no ha averiguado el hombre, ni acaso averiguará nunca, las relaciones misteriosas que con el alma te unen; pero lo cierto es que tu dolor es nuestro dolor; que tu alegría es nuestra alegría; que no podemos oír tus alterados vientos y el bramar de tus mares, sin sentir también la horrible tempestad desencadenarse en el alma. Y en medio de aquel gigante estruendo de la Naturaleza, entre las ráfagas del huracán, en lo más solitario de la playa, se encontraban dos seres perdidos. Eran dos mancebos por su traje. Andaban, y el viento los detenía; se detenían, y el viento los arrastraba. Sordos gemidos salían de sus enloquecidas gargantas. Las piedras azotaban sus rostros, las arenas cegaban sus ojos, y uno de ellos callaba, y el otro, con voz desmayada, voz femenil, se quejaba en son doliente y tristísimo. Cuando algún relámpago corría de extremo a extremo del horizonte, aquellos dos seres se abrazaban y se confundían, como esperando que juntos los abrasase el amenazante rayo. Alguna vez, cansado, especialmente el más bajo, de luchar y reluchar contra las ráfagas asoladoras y tempestuosas, se detenía y se arrojaba contra el suelo. Otras veces se paraba; un gran lamento salía de su pecho, cruzaba las manos, ponía las rodillas en tierra, los ojos en el cielo, temblaba como la caña, e invocando el nombre de Dios, entrecortado por hondos y amarguísimos suspiros, mostraba, a la luz del relámpago, el rostro bañado en lágrimas. El compañero, con indiferencia, con frialdad, levantaba al pobre cuitado que así temía los furores de la tempestad, que así temblaba al ronco sonar del trueno; le sostenía en sus brazos, le ceñía el cuello cuando el infeliz le abrazaba, y le sostenía con amistoso cuidado.

Creemos que nuestros lectores habrán adivinado quiénes eran aquellos dos jóvenes perdidos en tan deshecha borrasca. Eran Eduardo y Margarita, aquellas dos almas, presa de tempestades todavía más terribles que la grande y pavorosa que azotaba sus doloridos cuerpos. Habían salido de Nápoles merced a las sombras de la noche y a otros mil recursos de su industria, y se encaminaban al campo para no despertar sospechas ni recelos, e iban en pos del sitio donde debían celebrarse sus tenebrosas conjuraciones. La noche de antemano designada, la noche que ellos no podían ya mudar, se había mostrado inclemente y espantosa. La tempestad, siempre terrible en las regiones meridionales, donde el calor parece que enciende más su furia; sobre el mar, que la acompaña en sus aullidos, y en sus sacudimientos, y en su estruendo, deslizándose al lado de un hirviente volcán, que muestra dos grandes tormentas, una en el horizonte, otra en las entrañas de la tierra, no menos pavorosa, la tempestad, sacudiendo con sus gigantes alas innumerables objetos, los bosques, las arenas de la orilla, las barcas y los buques diseminados en las aguas; quemando con sus exhalaciones las cabañas; repetida de monte en monte y de hueco en hueco; exaltada cada vez por el resonar de sus terribles ecos; la tempestad de esta suerte toma un aspecto tan terrible y tan solemne, que no parece sino que va a desquiciarse todo el universo.

Eduardo y su esposa no habían podido esquivar las inclemencias de aquella noche. Cuando salieron de su palacio, ya muy espesas las sombras y muy entrada la noche, disfrazados, por una puerta falsa, la misma espesura de aquellas tinieblas palpables protegía su misteriosa excursión. Llegados a uno de los barrios más solitarios de Nápoles, un agente del Gobierno los detuvo. Aquella fue su primer desventura. Por fin Eduardo, que iba muy bien disfrazado, apeló a un conciso expediente para salir de aquel apuro.

-Se trata de un amor desgraciado -dijo.

El agente no pudo menos de reírse y contestar:

-Sí, amor entre dos mancebos; ¡vaya una excusa!

-Es una mujer -contestó Eduardo.

Así que el buen agente se cercioró de que, en efecto, era una mujer el compañero de Eduardo, les dejó partirse en buen hora, diciendo: «Dios proteja vuestros amores.» En efecto, a un policía de Nápoles, con tal que no se conspire contra el Rey, le importan poco el amor y la naturaleza del amor. Sin embargo, aquel maldito incidente había detenido más de lo necesario a los dos jóvenes en su carrera. Tomaron un paso más acelerado; Margarita se cansaba. No podían ir en coche, porque en coche, fuera propio, fuera prestado, fuera de alquiler, iban vendidos, materialmente vendidos. Por fin, después de mil angustias, salieron fuera de la ciudad. Al salir, dijo Eduardo:

-Hemos empedrado de oro nuestro camino.

-¿Por aquí ya debe esperarnos un coche? -preguntó Margarita.

-No: se dudó si traerlo o no; pero luego convinimos en que era un gran peligro.

-Muy cansada estoy; pero no importa, prosigamos nuestro camino.

-Calla, que voy a tomar dirección,

En esto, un lívido relámpago, seguido de un pavoroso trueno, interrumpió la conversación de los dos jóvenes.

-¡Dios mío! -exclamó Margarita cogiendo el brazo de Eduardo-. ¡Dios mío! ¡Un trueno, un trueno; un relámpago! ¡Oh! ¡Estamos perdidos!

Y la joven temblaba como azogada.

-Y ¿qué vamos a hacer, di, Margarita, qué vamos a hacer?

-¡Santo cielo! Yo tengo un miedo horrible a la tempestad.

-¡Parece imposible! Contrasta mucho ese miedo con tu fuerte naturaleza.

-Yo no he podido remediarlo nunca. Yo me muero. El rayo va a herirnos. ¡Dios mío, Dios mío! ¡Somos muy criminales!

-¿Ahora te acuerdas? -dijo Eduardo lanzando una horrible carcajada.

-¿No sientes a Dios? Volvamos, volvamos.

La nube se acercaba, rugiendo como una fiera hambrienta. El relámpago crecía con un fulgor parecido al que despide una lámpara próxima a extinguirse. Margarita cerraba los ojos, se tapaba los oídos, y exclamaba:

-¡Volvámonos!

-Ya no es posible, no es posible volver; tú lo has querido.

-Sí, tienes razón. Andemos. Vamos por donde tú quieras.

-Por aquí, por aquí -dijo Eduardo, sosteniendo a Margarita, que se había abrazado a su cuello.

-¿Tú has estudiado física, Eduardo?

-Sí, la he estudiado -dijo Eduardo con indiferencia.

-Y ¿no es verdad que aquí estamos muy expuestos?

-No sé dónde nos hallamos. Si hay objetos muy altos, no estamos expuestos; pero si no los hay, no tiene remedio: el rayo viene a nuestras cabezas.

En esto un relámpago iluminó la escena.

-¡Dios mío! -dijo Margarita con un acento de desesperación terrible-. Estamos en una llanura solos. No hay nada que abrase el rayo más que nuestras cabezas. Estamos perdidos. ¡Si al menos hubiera un confesor!

-Y ¿eres tú la mujer fuerte?

-¡Ay, Eduardo! No lo puedo remediar. Desde niña he tenido este miedo, impropio de mi naturaleza y de mi carácter. No puedo. Mira; toca mi frente. Está helada con el hielo de la muerte Tiemblo, tiemblo. ¡Señor, Señor, perdón, perdón! ¡Soy muy criminal!

Y Margarita se arrodilló, plegando convulsivamente las manos.

Eduardo cogió a Margarita entre sus brazos, y como si fuera una pluma la llevó corriendo algún tiempo; pero pronto se rindió al peso y se sentó fatigado. El viento, que levantaba las piedras, hería los ojos de Margarita. Al sentarse en un montón de ramas, salió de entre ellas una lechuza dando un grito horrible. Margarita dio un aullido de triste desesperación también. El horror de la noche, el acento de la tempestad, le habían devuelto por un instante su naturaleza de mujer. Ella, que no temblaba nunca, parecía que iba a morir de angustia y de dolor. Lo peor del caso era que andando o corriendo, desorientados, sin brújula, porque Nápoles yacía en tinieblas, se habían perdido; Margarita no había echado de ver esta última desgracia; sólo se preocupaba de rezar a todas las advocaciones de la Virgen, a todos los santos del cielo, y muy especialmente al Patrón de Nápoles, cuya sangre se liquida todos los años. Margarita, que no aceptaba la religión de la virtud y del amor, tenía que aceptar la religión del terror. Horrible castigo, en verdad, el de esas almas que sólo ven a Dios cuando Dios está airado. Como todas las graves faltas, la falta de Margarita llevaba en sí misma su expiación. No lo olvides nunca, lector: el castigo es una consecuencia indeclinable del crimen.

-Pero... ¿no llegamos? Al menos bajo techado -decía Margarita- yo no vería estas nubes. Cierro los ojos, y, sin embargo, al través de los párpados cerrados veo el relámpago. ¡Qué ruido tan terrible! ¡Qué nubes! Parecen monstruos. ¡Piedad, Madre de Dios, piedad!... ¡Eduardo, Eduardo! ¡Dios, Virgen santa, qué ruido! ¡Se enciende el cielo!... ¡Yo me voy a volver loca!... ¡Mira como tiemblo!... ¡Huyamos!

-¿Dónde vamos? -decía Eduardo, desesperado ya, no por la tempestad, sino por la desesperación de Margarita.

-Pero dime: ¿no sabes dónde estamos?

-No lo sé. Todo se conjura para desorientarme.

La angustia de Margarita crecía a medida que la tempestad crecía también. Eduardo estaba más indiferente. Dios los perseguía como a Caín. Iban a una logia, no por ningún fin político ni social, sino por satisfacer una ruin pasión. No hay nada más grande que amar mucho una gran causa; no hay nada más torpe y miserable que tomar la política o la religión por medio de medro o de venganza. Cuando lo que deben ser fines, y grandes fines de la vida, se convierte sólo en medios, el hombre se prostituye y degrada hasta el envilecimiento. En la vida debemos buscar la virtud sin ninguna preocupación; debemos buscar la verdad con toda nuestra alma. Y después de buscar la verdad, debemos hacer el bien, pero no por recompensa o por interés, sino por amor puro, ideal, divino, al bien; porque así descansa la conciencia, y reposa el corazón, y realizamos la ley de la vida y cumplimos nuestro deber. ¡Maldito sea el que toma la política por instrumento de su engrandecimiento o de su vanidad! ¡Maldito sea el que toma la religión por instrumento de su política!

Invocar una causa política para conseguir medro, celebridad, es un horrible sacrilegio.

Y este sacrilegio cometían, por cálculo Margarita, por indiferencia Eduardo. Y Dios, que se manifiesta siempre justo, que castiga todas las grandes iniquidades, que hace que la expiación siga al delito, Dios parecía que les acusaba de su crimen por la voz de sus torrentes, de sus ondas, de sus volcanes, de sus encendidas nubes, de su tempestad; lenguaje sublime, que resonaba en el corazón y en la conciencia de Margarita como el estruendo pavoroso de todos sus remordimientos, conjurados en su daño y en su castigo.

Pero volvamos a ver el estado de los dos infelices jóvenes. A la luz de un relámpago vio Margarita una cabaña, y exclamó:

-¡Vamos, vamos allí, Eduardo!

-Y ¿qué quieres que allí hagamos?

-¡Refugiarnos, refugiarnos, por Dios!

-Margarita, yo creo que hay algo que tú temes mucho más que la tempestad.

-Nada hay en el mundo, nada, ni la muerte.

-No. Tú temes, más que el ruido de la tempestad, el grito atronador de tu conciencia.

-¿También, también ahora me martirizas?

-Es verdad. Soy, lo confieso, implacable.

-¡Mira, mira; me muero de miedo!

Los dos jóvenes se fueron acercando poco a poco a la cabaña. Algunas veces, en lugar de seguir el camino derecho y recto, tomaban mil tortuosas sendas. Chocaban contra un árbol, se herían el rostro y las manos; sobre todo las de Margarita chorreaban sangre. La tempestuosa nube pesaba ya sobre su cabeza. Parecía un cuervo inmenso graznando, acometiendo a un inocente pajarillo, que trémulo aguarda ser despedazado, y no puede volar, pues no le deja la horrible fascinación que sobre él pesa; parecía que aquella nube gigantesca y negra iba a devorar a aquellos dos seres.

-¡Ah! Ya hemos llegado.

-Entremos.

Margarita se apresuró a correr para tomar la puerta de la cabaña; pero en aquel instante un relámpago más vivo, aunque más amarillento que la luz de la luna, cruzó los horizontes, cegó a Margarita, la arrojó contra el suelo; una detonación espantosa, semejante a una descarga de artillería, atronó el sentido, y al punto comenzó a arder la cabaña, por todos cuatro costados, como un inmenso hachón. Había caído un rayo. Eduardo fue también derribado. Margarita había perdido el conocimiento y el sentido. Eduardo se levantó. No sabía dónde estaba. No tenía a su lado a Margarita.

-¡Margarita, Margarita!... -comenzó a gritar.

Sólo le contestaba el ruido del trueno y el estruendo de las olas.

-¿Dónde estás, Margarita?

El mismo ruido respondía a sus afligidas palabras.

-¡Oh! ¡La he perdido, la he perdido!

Por fin, andando por allí como desesperado, tropezó con un cuerpo, y cayó en el suelo. Era el cuerpo de Margarita.

-¡Dios mío! ¿Estará muerta? ¡Respira! -y aplicaba el oído a su pecho-. ¡Palpita su corazón! -y ponía la mano sobre su pecho. La luz del relámpago le mostraba un rostro lívido como el rostro de la muerte.

Por fin, aquellas nubes se desataron en grandes torrentes. Parecía que se iba a anegar la tierra. Esto fue todavía mayor aflicción para el infeliz Eduardo. Teniendo entre sus brazos el cuerpo inanimado de Margarita, sin fuerzas para moverlo de allí, azotado por una lluvia impetuosa que amenazaba anegar todos aquellos campos, le faltaba hasta la respiración, como si hubiese caído en el fondo del mar. Pero la humedad, refrescando las sienes de Margarita, la devolvió el sentido y el conocimiento.

-¿Dónde estoy?

-Conmigo, conmigo, hija mía.

-¡Qué angustia! ¡Me muero, me muero!

-Llora.

-No puedo. ¡Ay! Nos ahogamos.

-Levántate, Margarita, o esta es la última hora de nuestra vida.

El cielo parecía que se desplomaba sobre la tierra. Tal era el estruendo del trueno y el furor de la lluvia.

-¡Oh, compasión, Dios mío! -exclamaba Margarita.

-Corramos, corramos.

Por fin, Margarita pudo incorporarse.

Anduvieron mucho tiempo azotados por el huracán y por la lluvia, hasta que, al fin, llegaron a encontrar una cabaña, donde pudieron guarecerse.

-¿Y aquí vamos a pasar la noche?

-Aquí; no tiene remedio.

-¡Qué de angustias!

-¿Y nuestro regreso a Nápoles?

-Es imposible.

-¡Dios mío! ¡Y nos van a prender! -decía Margarita.

-No iremos a Nápoles.

-Amanecerá.

-Y ¿qué?

-Y nos verán en este traje.

-Tienes razón. Es necesario salvarnos de esta nueva tempestad.

-Pero, mira, el agua entra por todas partes. ¡Ay, Eduardo, qué horror! Nos vamos a ahogar.

En efecto, el agua entraba por el pequeño agujero que servía de entrada a aquella abandonada cabaña de pescadores. El campo estaba anegado. Los dos jóvenes no podían quedarse allí, porque, rebasando mucho el agua, temían ahogarse. No podían salir, porque ignoraban todo camino. Habían sido conducidos por el huracán y la tempestad como leves plumas. Después, el día, a pesar de la obscuridad, estaba próximo, y quizá sin las nubes la luz de la aurora inundaría ya los horizontes. Si el día les alcanzaba, estaban aún más perdidos. Y la razón es muy obvia. Podían ser descubiertos. ¿Qué iba a ser de ellos? En la corte sólo se esperaba un momento propicio para perderlos. Querían encontrar una ocasión, y sólo una ocasión, para cebarse en ellos y castigarlos. ¿Qué ocasión mejor que encontrarlos en medio del campo disfrazados? No había remedio. La prisión, la confiscación de sus bienes, tal vez la muerte. Tal era el estado de aquellos dos seres, que sólo adoraron en el mundo el placer. A tal extremo les habían conducido sus pasiones y su ardor de venganza.

No es para contar todo lo que aquella triste noche padecieron los dos jóvenes. Remordimientos agudos, temores, dudas, peligros inminentes de muerte, todo lo que puede afligir a una criatura humana, todo cayó sobre aquellas dos almas, anegándolas en dolores morales, más terribles cien veces que la tempestad de que eran triste juguete.

Pero la noche tan tremenda no era nada en comparación del día, del terrible día que les aguardaba. Ya se sabe en qué consiste el gobierno de Nápoles. Ya se sabe que hoy la autoridad absoluta de los reyes no se funda en aquella mutua confianza que era la felicidad de nuestros padres, y es hoy el desideratum de nuestros políticos rancios. Ya se sabe que el Rey de Nápoles, aunque, según el común decir de las gentes, muy amado de sus pueblos, tiene un inmenso ejército, muy buenos y muy avizores polizontes, que suelen muchas veces propinar a los vasalluelos que se propasan algunos cuantos garrotazos, para recordarles sin duda el refrán de sus antiguos señores los españoles: «Quien bien te quiera, te hará llorar.»

Por consiguiente, la angustia de Margarita era grande, si bien desde que cesó el trueno y la tempestad se deshizo, como avergonzada de su miedo y de sí misma, comenzó a cobrar su antigua fiereza.

-¿Qué haremos -preguntó- cuando venga el nuevo día, que ya asoma?

-Debemos intentar un medio de huir de las redes de la policía.

-La desafío yo.

-Pues yo la temo tanto como tú los truenos, que es mucho, muchísimo encarecer.

-Nuestro vigía, ganado a toda costa, ya no estará en su puesto.

-Es verdad. Y tú, Margarita, con ese traje precisamente has de llamar la atención.

-¡Qué noche hemos pasado, qué noche tan horrible!

-Y todo nuestro proyecto ha caído por tierra. Ya ves cómo Dios se interpone muchas veces en nuestro camino, acaso para avisarnos del peligro que corremos.

Margarita lanzó una carcajada epiléptica.

-¡Ay, Margarita! Bien quisiera que ahora asomara una nube tronando, para que te trajese en su seno, con su electricidad, alguna emanación del sentimiento religioso.

-Te vas haciendo muy sarcástico.

-Es lo único ya que me resta.

-Eduardo, pensemos en salvarnos.

-¡Qué estado el nuestro! Empapados en agua, molidos, los ojos secos saltándose de las órbitas por el insomnio, el corazón desgarrado, el alma herida, encenagados en este lodo, imagen fiel del lodazal en que vivimos...

-Y ¿a estas horas y con estos apuros te pones a moralizar? ¡Parece imposible!

-Ahora tienes razón.

-Te vas haciendo viejo.

-¿Por qué?

-Porque te has dado mucho a predicar moral.

Eduardo se sonrió ligeramente, y salió al campo a buscar alguna traza de salvación. El alba relucía al través de las opacas nubes. El campo presentaba un cuadro terrible de tristeza y desolación.

Por todas partes se veían árboles tronchados, cabañas incendiadas, restos horribles de una gran tempestad. Habían seguido una dirección contraria de la que debían seguir. En vez de tomar el camino designado, habían tomado el camino que les acercaba al mar.

Eduardo no sabía qué medio de salvación escoger, ni cómo huir del inminente, gravísimo peligro. Pero allí, a la orilla, vio una de esas grandes barcas que con la vela ligerísima latina recorren, a manera de grandes aves marinas, las orillas del Mediterráneo. Eduardo pensó que llevaran a él y a Margarita a algún punto lejano de la playa, donde pudiera conseguir un vestido de mujer para su esposa y otro para él, y volver así a Nápoles. Acercóse a la barca, y vio en ella a un joven tendido.

-¡Eh, marinero!

El joven se despertó frotándose los ojos.

-¿Quieres llevarnos a cualquier punto?

-¡Oh! He estado a pique de ahogarme.

-No, no te digo eso. ¿Quieres llevarnos a cualquier punto?

-Donde queráis.

-No, donde tú quieras.

-¡Qué extraña demanda!

Y el joven levantó los ojos.

-¡Oh! ¡Sois vos, vos!... -dijo espantado.

-¡Jenaro, Jenaro! -exclamó Eduardo-. Y ¿habrá quien dude ¡oh Dios mío! de la Providencia? Llévanos allá.

-¡Margarita, Margarita! -comenzó a gritar Eduardo entre alegre y pesaroso, yendo a la pequeña gruta-. Margarita, sígueme.

La joven salió: estaba entumecida; apenas podía andar.

-Vámonos a tu aldea, a tu aldea -le dijo Eduardo al muchacho.

Margarita le siguió maquinalmente, y entró maquinalmente en el pequeño barco.

-Extiende tu vela. Vamos.