La hermana de la Caridad/Capítulo XXIII
Capítulo XXIII
El barquichuelo comenzó a cortar las ondas. Eduardo manifestaba una alegría extraordinaria. El cielo comenzaba a despejarse. Su azul tomaba una claridad más hermosa después de la tempestad. Las nubes huían como manadas de blancas águilas. El sol inflamaba ya con su color sonrosado, con sus matices de ópalo y grana, los bordes del horizonte. Las aves, como alabando a Dios por haberlas salvado, gorjeaban, y sus acentos eran repetidos por las brisas que henchían la blanca vela. El campo, a pesar de la tempestad y en medio de la gran inundación, mostraba sus árboles más verdes, más hermosos. El mar se apaciguaba, gemía un poco a manera de un niño que se duerme y lucha con el sueño, y reflejaba el cielo, que es también el amor de los mares. Estaba tan claro, tan hermoso, tan transparente el fondo, que, al mirarlo, se veían las algas, las conchas marinas, los helechos y los peces de mil colores que en sus líquidos cristales jugueteaban; todos esos millares de seres que muestran cuán fecunda, cuán grande, cuán hermosa es la vida; la vida, cuya eterna fuente es Dios.
Cuando la vista se abisma en estos grandiosos espectáculos; cuando el sentido recoge esos átomos de luz; cuando se respira esa humedad que parece un beso de la Naturaleza; cuando se ve latir la vida en las hojas de los árboles, en las palpitaciones de las ondas, en las aves, en los peces, en tantas y tantas miríadas de miríadas de seres; sí, cuando se ve latir la vida como late la sangre en el corazón, el alma se pierde en la creación, y parece que quiere gustar la esencia de aquella vida, perderse en su seno, como el águila se pierde en el éter de los cielos.
Suspensa un momento Margarita por aquel espectáculo, y mucho más después del tremendo que acababa de presenciar, se olvidó de preguntar adónde iban. Mas, después de algunos instantes, salió de este estado de arrobamiento y preguntó:
-¿Dónde vamos?
-Vamos a un punto que tú no puedes imaginar.
-¿Dónde es ese punto?
-No lo quiero decir hasta que te encuentres en él.
-Haces muy mal.
-No lo creas.
-Haces muy mal, porque ahora me empeño yo en saber dónde vamos.
-Vamos a los campos donde aprendió a cantar nuestro hermoso ruiseñor.
-¿Qué ruiseñor?
-Ángela.
-¡Oh! ¿Qué oigo?
-¿Te duele?
-Sí.
-No te entiendo.
-Me duele, porque eso te falta solamente para acabar de hacerte moralista.
-¿Sólo por eso?
-Sólo por eso.
-Creí que no.
-¿Te habías imaginado que iba a tener celos? No mereces tanto.
-Mas ya no hay remedio.
-¡Cómo ha de ser! Lo contaré por uno de esos días nefastos de mi vida.
Eduardo estaba muy conmovido. Todos los espectáculos que a sus ojos ofrecía naturaleza, le recordaban los tranquilos días de su juventud. Entonces el amor perfumaba todo su corazón; entonces volaban mil ilusiones por su mente; entonces tenía fe en la humanidad, fe en la libertad, fe en la Providencia, fe en Dios. Entonces su alma conservaba toda su blancura; su alma, ya ennegrecida, viciada y enferma. Entonces no era autómata, conservaba toda su libertad.
Eduardo refrescaba su imaginación en las hermosas playas donde había sido feliz. Allí recordaba que el deseo burlado anda en pos de la felicidad tras engañosos fantasmas, y después desanda toda la vida para volver a la edad primera, a la felicidad que había, por ilusoria, menospreciado. Allí, bajo el sauce, a orillas de la fuente que aún corría mansa y argentina, respiraba, ensanchándose sus pulmones con aquel purísimo aire, y veía vagar el recuerdo de su amor, la imagen purísima de su alma joven y exaltada. Y allí recogió nuevo aliento para continuar su carrera; pero también veía recuerdos, dolores, horas pasadas en el amor, que habían sido su felicidad, y eran ya su triste desventura. Por fin, Margarita y Eduardo se separaron de aquella casa y volvieron a Nápoles sanos y salvos.