La hermana de la Caridad/Capítulo XXIX

De Wikisource, la biblioteca libre.
La hermana de la Caridad de Emilio Castelar
Capítulo XXIX

Capítulo XXIX

Dejemos a estos desgraciados personajes de nuestra narración para volver los ojos a Ángela, que no hemos olvidado. Nada sabía de estos tristes acontecimientos. La soledad de su pensamiento había exaltado su amor. El recuerdo de Eduardo no se borraba ni un instante de su memoria. Esta pasión infinita, a medida que pasaba el tiempo, a medida que se moría la esperanza, cobraba más exaltación, más fuerza. ¡Constancia inaudita de aquella alma!

Había sido abandonada, infamemente olvidada; había visto a su amante postrado ante otra mujer indigna de ser su rival; había visto al escogido de su corazón perdido en el lodo, borrada la idealidad del amor puro, de la pura virtud; había, en fin, apurado toda suerte de desengaños, y, sin embargo, el fuego de su amor no desmayaba, viviendo con la misma intensidad, con la misma pureza, en el fondo de su alma.

Aquel amor era el sol de su vida, que inundaba de luz, de calor, toda su alma. Las lágrimas con que había rociado sus recuerdos, los habían hecho crecer en vez de ahogarlos. Vivía sólo por esos recuerdos; vivía con el pensamiento en aquellos instantes de felicidad ya pasados, y, sin embargo, presentes siempre, eternamente, en su conciencia, en su conciencia, fija en un punto, fija en una idea.

El amor del conde Asthur era considerado por Ángela como una de sus grandes, de sus tremendas desgracias. Inspirar una pasión y no poder corresponderla, era para la joven un gran tormento. Sabía cuánto debía padecer el Conde, y su alma lloraba amargamente el ser causa de tamaños males. Así es que se había aislado de la sociedad de Nápoles, de todos los sitios donde pudiera concurrir el Conde.

Pero, a pesar de su aislamiento, bien pronto llegó a su noticia todo lo ocurrido, la catástrofe del Conde y la desgracia de Margarita y Eduardo. Desde este punto ya no tuvo paz, ya no se acordó de sí misma. Todo su pensamiento fue salvar a los dos infelices. Averiguó la prisión donde estaban. Era un torreón aislado, solitario, en uno de los barrios más tristes y más lejanos de Nápoles.

En el silencio de la noche, cuando la Naturaleza y el hombre dormían, cuando más se exponía por aquellas tortuosas calles de Nápoles, Ángela iba, llamaba a aquellas puertas, y nadie la respondía; y en vano indagaba noticias, en vano quería penetrar en aquella prisión; todo estaba cerrado a sus indagaciones, todo, y su alma se anegaba, se confundía en un mar de tristeza.

No había más que un remedio para Ángela: arrojarse a los pies del Conde y rogarle que diera libertad a aquellos dos seres, cuya triste suerte amargaba su existencia. Al saber que era Eduardo desgraciado, la pasión de Ángela se exaltó, creció; ya no tenía diques ni valladares que la contuvieran; ya creía que podía amarle porque el infeliz era desgraciado, y que debía amarle con su amor casto, puro, infinito.

Se consideró feliz al poder convertir todo su pensamiento a Eduardo, toda su vida a procurar su felicidad. No pensaba más que en los medios de salvarle; en todo menos en hablar al Conde. Así su alma se encontraba en una lucha tremenda. Con dirigirse al Conde, podía salvarle; pero ¿y qué exigiría en cambio el Conde? ¿No podría exigirle piedad por su pasión y correspondencia para su amor? Ángela se asustaba de esta idea.

Había agotado todos sus recursos, y no había podido llegar hasta Eduardo. Aquella prisión era impenetrable; parecía una tumba. Ángela se había dirigido al Rey; el Rey contestó que Eduardo y Margarita eran una presa que él había arrojado al conde Asthur, y no podía hacer nada por salvarlos. Ángela se desesperaba.

Había alquilado una pequeña casita frente por frente del torreón donde le constaba que vivían en triste vida Eduardo y Margarita. Allí se pasaba el día, mirando si se abría la puerta, si asomaba algún ser humano. Nada podía alcanzar, nada conseguía. La puerta no se abría nunca; ningún guardia, ningún carcelero, nada que indicase humano ser se veía en aquel solitario torreón.

Y, sin embargo, a la joven le parecía que de las entrañas de aquel torreón salían gemidos, gritos ahogados, ayes amarguísimos, y se deshacía en lágrimas, contemplando sus impías piedras, que nada le decían de su amado, e imaginando, allá en su mente, sus tristes dolores, sus profundas y amargas angustias.

Allí, en aquella casa, Ángela espiaba en vano todo cuanto podía ocurrir en el torreón. Interrogaba a los vecinos para indagar si algo sabían, si algo habían columbrado. Los vecinos le contaban sólo terribles leyendas. Decían que en aquel torreón había estado presa una gran señora, una hija de un príncipe italiano. Esta pobre joven había sido allí encerrada por su padre, que la quería sustraer al amor de un galán pobre y de baja estirpe. Mas el galán una noche rondaba por allí, y fue asesinado; crimen horrendo, cometido por el cruel padre de su infeliz amada. Una noche de relámpagos y truenos, de gran tempestad, se abrió una hendedura en el suelo, surgió una sombra, penetró las paredes espesísimas del torreón, llegó al calabozo donde estaba la joven y se la llevó consigo; y desde entonces dos grandes murciélagos, al anochecer, ruedan por aquellas cercanías, y son las almas de los dos amantes. Desde aquel tiempo no ha vuelto nadie a ser encerrado en el torreón de las brujerías, y sólo por un castigo tremendo e inaudito podía imaginarse el triste encarcelamiento allí de Eduardo y Margarita.

La infeliz joven, la infeliz Ángela, daba rienda suelta a su dolor al ver que no le quedaba ninguna esperanza de salvación. Cuando Eduardo era feliz, o ella imaginaba que era feliz, no se atrevía a padecer Ángela por él; se reprimía, se ocultaba a sus propios ojos el padecimiento; pero desde el punto en que le creyó infeliz, en que le vio padecer, su dolor podía rebosar en su alma con entera libertad.

Mientras esto sucedía en el ánimo de Ángela, Margarita estaba anegada en un mar de dolores. El calabozo que le habían destinado era más hondo, más triste, más obscuro aún que el calabozo de Eduardo. Allí apenas se veía nada; allí se palpaban las espesas y horribles tinieblas. El miedo que la devoraba, la soledad en que yacía, la falta de luz, la falta de aire, sus ideas, sus remordimientos, sus dolores, todo era horrible en aquella su triste y aflictiva situación.

Pasaron unos días tras otros, unos momentos tras otros, parecidos a una larga sucesión de eternidades, al infierno; y allí sola, allí, aquella mujer que había llegado al colmo del poder y de la fortuna. Un pobre traje cubría sus carnes; una palidez vívida, como la palidez de la flor que se descolora, cubría su rostro; sus ojos se habían hundido, y sus cabellos estaban lacios, y se la caían como muertos a impulsos de las ideas que secaban su cerebro. Ni siquiera el consuelo tenía en aquel aflictivo estado de quejarse, de dolerse de su triste suerte con un ser que compartiera sus penas. Allí no tenía ni un libro que leer, ni una labor con que distraerse, ni nada, absolutamente nada que le apartara de su solitario pensamiento, de la negra obscuridad, de sus tristes, de sus crueles remordimientos.

Parecía que Dios la había destinado a padecer el más negro, y más tremendo, y más pavoroso de los martirios posibles. Aquella mujer, que se aturdía en las fiestas, que pasaba sus días entregada al torbellino de tantos y tantos placeres; aquella mujer sufría el martirio, el terror de su soledad, que era el más triste de los castigos imaginables.

Y cuando se ponía a pensar que si aquella puerta se abría, que si abandonaba aquel calabozo, sería tal vez para subir a un cadalso, un sudor frío bañaba su cuerpo, una angustia mortal acongojaba su dolorida alma; su alma, entregada a los embates de una negra, y pavorosa, y tremenda tempestad, en aquel negro y frío calabozo.

Un día, cuando más entregada estaba a su solitaria meditación, se abrió su calabozo. Unos hachones lo inundaron de luz. Margarita estaba tan poco acostumbrada a ver la luz, a recibirla en su retina, que se quedó deslumbrada y como ciega. Cubrióse el rostro con las manos, y a los pocos instantes levantó la cabeza, y vio los mismos jueces que se le aparecieron en la tremenda noche de su prisión.

-Levantaos, señora -dijeron con voz lúgubre.

Después de algunos instantes añadieron:

-Ya sabéis vuestro delito.

-¡Mi delito! No lo sé.

-Pues el tribunal lo sabe. La justicia humana lo sabe también, y también la justicia divina.

-¡Misericordia, misericordia! -dijo Margarita.

-¿La tuvisteis vos del ser a quien hirió vuestro puñal, víbora?

Esta palabra hirió profundamente a Margarita.

Su dignidad de mujer ofendida se levantó en aquel momento sobre su debilidad, sobre su pavor.

-Matadme, pero no me insultéis, pero no me ofendáis. ¿Es esa la justicia humana, que insulta a la víctima? ¿Es esa la justicia divina que invocáis? Me perseguís cuando soy débil; me perseguís, me perseguís sin forma de juicio; me condenáis sin más ley que vuestro capricho; venís a asesinarme; no sois jueces, no; sois asesinos.

-Reportaos, señora, reportaos.

¿Qué más queréis decirme? Decidlo pronto, e idos. No vengáis a insultar con vuestra sardónica risa, no vengáis.

-¿Queréis un confesor?

-¡Oh, Dios mío, Dios mío! -exclamó Margarita, cayendo de rodillas, como desplomada, en el suelo, como herida de un rayo.

-¡Sabes matar, y no sabes morir! -dijo el que parecía juez.

Margarita se levantó instantáneamente, contestando:

-No quiero, no quiero confesar.

-Pues precisa que preparéis vuestra alma.

-Dejadme en paz, dejadme en paz. Idos. Yo hablaré a Dios en la voz de mi dolor y de mi angustia. Idos, por piedad, por piedad. Conceded esto al menos a la última súplica, a la última de un moribundo; todos, por Dios, idos, señores: dejadme que mi pensamiento y mi corazón se reconcilien con Dios.

Los jueces salieron, y se quedó Margarita sola. Así que oyó que caía la puerta, se dio a correr como una loca por aquel negro y horrible calabozo.

-¡Dios mío, morir; morir tan joven; morir en la flor de la edad; morir cuando la vida es más grata! ¡Qué dolor tan profundo, qué dolor tan negro y tan intenso! Y correrá mi sangre, y se apagarán mis ojos; y caerá como un negro sudario sobre mí la eternidad; y Dios me pedirá cuenta de esta vida infeliz; me pedirá cuenta de estos días disipados. ¿Qué le diré, qué le contaré? Se abrirán los abismos donde arde el eterno fuego, y caeré en esos negros abismos. ¡Y para siempre, para siempre atormentada; para siempre herida, martirizada! ¡Infeliz, infeliz! ¡Qué suerte, qué suerte tan triste; y suerte eterna! Sentencia que no se levantará nunca. El plomo derretido del infierno caerá eternamente sobre mi cabeza, y la quemará como el remordimiento que ahora abrasa mi alma. ¡Oh! ¡Y Eduardo! He perdido a Eduardo, lo he perdido, lo he perdido para siempre. Yo, yo lo he perdido, yo sola. ¡Maldición, maldición eterna, maldición sobre mi alma!

Y Margarita, jadeante de dolor y de desesperación, cayó sin sentido en el duro suelo.

Eduardo recibió la nueva de su muerte con más serenidad de espíritu. Para Eduardo la muerte era un descanso, un descanso eterno. Después de haber malogrado su vida, nada le parecía tan natural, nada tan puesto en razón, como que se acabase pronto aquella vida estéril, aquella vida entregada al mal. Sólo un pesar le atormentaba con indecible tormento: el recuerdo de Margarita, de la infeliz Margarita, condenada a padecer, a sufrir, a morir con él. Eduardo, por un resto de generosidad, no quería recordar que en su vida había habido dos genios; que el genio del bien, que era Ángela, le señalaba el camino del cielo, y el genio del mal, que había sido Margarita, le señalaba el camino del abismo. Sólo se acordaba que la elección entre estos dos genios había sido obra, si no de su voluntad, al menos de su débil naturaleza, y que, por lo mismo, a nadie debía culpar de sus males sino a sí mismo, puesto que esos males habían sobre él caído por libre conocimiento de su inteligencia, por libre elección también de su voluntad.

Allá en el interior de su conciencia se le aparecía el genio del bien, como él lo vio por vez primera, rodeado de flores de la Naturaleza, alumbrado por el sol, produciendo cantares dulcísimos, que él había desoído, que él había menospreciado, enseñándole, con los ojos fijos en el cielo y en la luz, los derroteros eternos por donde puede caminar el hombre a su patria inmortal, al origen divino de su espíritu. Y él había despreciado en Ángela su propia salvación.

De otro lado se acordaba de la primera vez que vio el genio del mal. Margarita, ricamente vestida, adornada de flores contrahechas, de diamantes, de perlas, en un perfumado salón, muellemente reclinada, iluminada por mil bujías, riéndose de todo cuanto hay de grande, de divino en el hombre, y exaltando, con la copa vacía en las manos, el recuerdo del mal, el triunfo del vicio. Y al adorar a Margarita, el infeliz Eduardo había adorado su propia perdición.

En algunos instantes la incertidumbre reinó en su corazón, la duda en su alma. Pero bien pronto se avergonzó de aquella incertidumbre, se arrepintió de aquella duda, y abrazó con fuertes y apretados abrazos el mal, todo el mal que le había traído a tan triste y aflictivo estado. Y, en efecto, en la lógica de los hechos, el mal engendra siempre el mal, y el castigo es una consecuencia del mal. No hay acción mala que no sea castigada; no hay vicio que sea por Dios consentido largo tiempo.

Todos los vicios se despeñan, todos se arrastran a su centro verdadero de gravedad, que es el abismo. Sólo el alma inmortal, el alma divina de la vida y del hombre, es la virtud. Pero con las tempestades de la vida pasan aniquilados los vicios, y la virtud, la virtud vuelve al cielo, vuelve a Dios. ¡Oh! Cuando la virtud nos abandona, somos peores que la piedra, los más infelices, los más desgraciados, los más enfermos de cuantos seres se mueven bajo el cielo.