La hermana de la Caridad/Capítulo XXVIII
Capítulo XXVIII
Dejemos al Conde y convirtamos los ojos a sus víctimas, a Eduardo y Margarita. Sacáronlos a viva fuerza de la estancia, y en un coche cerrado los condujeron por el campo y por largas calles, y callejuelas, y encrucijadas, hasta dejarlos por fin en un torreón, donde les tenían preparada una honda cárcel. Los primeros días los pasaron juntos. La fiereza de Margarita se había apagado. Como todas las pasiones violentas, había perdido mucho de su fuerza. En cambio, la impasibilidad de Eduardo continuaba en su mismo ser y estado. ¡Qué cambio tan repentino en la suerte de aquellos dos desgraciados seres! Margarita, desde la altura de su posición, reina y señora de los grandes salones, modelo de la moda de Nápoles, envidia de todas las hermosas, delicia de la Corte, había caído en su prisión. Pero ¡qué prisión! El suelo era húmedo, las paredes salitrosas; el techo, abovedado, estaba cubierto de telarañas; un pequeño tragaluz dejaba pasar un resplandor mortecino, que parecía hacer más palpables y más terribles las frías y espesas sombras. Un montón de paja era todo su lecho. La monotonía del tiempo, el dolor de sus corazones, profundamente heridos, lo asqueroso del lugar, la incertidumbre de su suerte, la ignorancia misma de los medios por que habían sido aprehendidos y conducidos a tan estrecho y angustioso lugar, todo desesperaba, afligía imponderablemente sus corazones. Allí recordaba Margarita aquellos días de triunfo, en que a las orillas del mar paseaba rodeada de innumerable cortejo de aduladores, amantes más o menos fingidos; allí recordaba aquellas noches de estío, en que sus jardines se tornaban en un paraíso, y mil luminarias lucían entrelazadas en las ramas, y todo era contento y alegría. Allí recordaba sus paseos por el mar, a la luz de la luna, en una góndola iluminada, oyendo el cántico del gondolero, que repetía en son cadencioso y armoniosísimo algunos versos del Dante, algunas amorosas endechas de Petrarca; allí, en fin, se retrataba a sus ojos toda su vida pasada, toda su extinguida felicidad. ¿Quién la había de decir que tan pronto la abandonaría la fortuna? ¿Quién podía creer que sus días de felicidad se habían de deshojar como una rosa que se lleva el viento? ¿Quién que desde sus palacios encantados había de caer ella, tan envidiada, en el fondo de un calabozo obscuro y sin aire? ¡Tremenda desgracia, acaso la más cruel de las desgracias que puede imaginar el genio humano, tan fecundo en idear tormentos! Las primeras horas de los dos esposos fueron de asombro. Las emociones por que habían pasado no les dejaban tiempo para pensar en el cambio de su suerte. Aquellas mil fantasmagorías, aquellas ceremonias, aquellos no imaginables peligros, aquella aparición fantástica del Conde, aquella desaparición no menos fantástica de los conjurados, los insultos que mediaron, la sangre vertida, los jueces, las amenazas, los malos tratamientos, su soledad por algunos instantes, los esbirros que los ataron, el negro y triste coche en que fueron encerrados y en que temieron ahogarse; la prisión, aquella prisión sin aire para respirar, sin luz para ver; todo aquello, tan inexplicable, era como una pesadilla a sus ojos, como un sueño que pretendían sacudir, que pretendían desvanecer inútilmente.
Pero después vino la experiencia; vieron que no se abría su calabozo, que por una trampa les bajaban comida y bebida, pero que no entraba ser humano a verlos, y así, por una experiencia dolorosísima, tremenda, angustiosa, se convencieron de la certeza de su desgracia; que nada hay tan difícil de creer para el espíritu como el angustioso, y triste, y desolador, y horrible infortunio: el infortunio, que suele ser el protagonista en la tragedia de nuestra por tantos conceptos trabajosa existencia. Así pasaban los días, aquellos pálidos días sin luz; así las noches, aquellas eternas noches, en que un triste farolillo alumbraba la estancia, sin que hiciera otra cosa más que ennegrecer y acrecentar las negras sombras. Eduardo alguna vez se sonreía, hablaba indiferentemente por consolar, por distraer a Margarita. Pero bien pronto caía en un silencio en que nada hacía, nada pensaba, especie de frío letargo del alma. Así pasaba sus noches y sus días. Había momentos de hastío infinito, momentos de una desesperación, en que mil veces se hubiera dado con la cabeza contra las paredes, si Dios no hubiera antes venido, como en los grandes lances de la vida sucede casi siempre, con su inagotable justicia, con su inagotable y divina misericordia.
-¿Qué será de nosotros? -preguntaban.
-¿Cuándo un corazón se apiadará de nuestra suerte? ¿Cuándo oiremos una voz humana que nos consuele, un corazón que nos aliente? ¿Va a ser esto eterno?
Algunas veces la idea de una próxima muerte se aparecía a sus ojos; idea horrible que hacía lanzar a Margarita un grito desgarrador y agudísimo, grito de horrible miedo. Nadie, nadie teme a la muerte como el que tiene empañada la conciencia. Suelen reírse muchos de eso que llaman preocupaciones de la muerte; y, sin embargo, cuando la muerte se acerca, el más despreocupado es el más temeroso. Para el hombre que tiene fe en la inmortalidad del alma, y que posee una conciencia serena y tranquila, esa muerte tan temida no es más que una transformación gloriosa de la existencia, en que el espíritu irradia de su seno nueva luz, nueva y más gloriosa vida.
Así Margarita, en este supremo instante, se sentía más temerosa, más débil de lo que hubiera estado otra alma, si menos fuerte, más limpia. Un delirio de miedo la poseía. Temblaba, temía hasta que se abriera la puerta, no fuera que al abrirse le anunciara la fatal nueva. El temor a la muerte era hasta cierto punto una compensación a sus penas, porque le hacía amable hasta el mismo calabozo. Al revés Eduardo: su deseo era morir. Su vida le parecía insufrible. Para mayor tormento, su vida, por una reacción espantosa sobre sí misma, se había refugiado en el recuerdo de aquellos primeros días en que iba a la cabaña de Ángela. Y había instantes en que un remordimiento agudísimo taladraba sus sienes, como si fuera una triste y martirizadora corona de espinas.
En uno de esos días angustiosos y largos, conversaban Eduardo y Margarita.
-¿Quién me había de decir lo que está por mí pasando?
-Ya lo ves, Margarita. ¡Cuántas veces lo he profetizado!
-¡No saber nada de cuanto pasa a nuestro alrededor! ¡No tener noticia del mundo! Parece que la tierra se ha arruinado sobre nosotros, y que ningún ser ha sobrevivido en esta catástrofe más que nosotros dos en la universal ruina.
-Es mucho padecer éste.
-No comprendo martirio mayor. Me he puesto a pensar sobre todos los horrores del infierno de Dante. Allí debe padecer mucho, muchísimo, el cuerpo, y, sin embargo, sus horrores no son como este horror. El frío glacial, la humedad, la carencia de luz, las arañas, todo, todo me atormenta.
-Pero ¿por qué te quejas tanto?
-Y ¿qué quieres que haga?
-Resignarte.
-No he comprendido nunca la resignación.
-¡Ay, Margarita! Cuando tanto sufres, la resignación sólo es un gran escudo.
-¡Ya se ve! No hay otro remedio. Resígneme o no, lo mismo he de padecer.
-Lo peor es la incertidumbre.
-No, no hay, no puede haber incertidumbre. Si alguna vez se abre esa puerta, será como si se levantara la piedra del sepulcro.
-Y ¿qué?
-Todo te es indiferente; pero no a mí, Eduardo, no a mí. Yo siento latir demasiado la vida para resignarme a morir. Yo no quiero dar ese espectáculo a la Naturaleza y al pueblo de Nápoles.
-¡Oh! Y ¿en qué se diferencia esta vida de la vida del sepulcro? Quizá, cuando muertos, descansemos; pero ahora...
-Tienes razón. ¡Esta vida es insufrible!
-¡Insufrible!
-Yo muchas veces, Eduardo, he aplicado el oído a las paredes. Ni un paso, ni el ruido de las llaves, que horroriza a otros prisioneros, y que podría ser, ¡tan amarga es nuestra suerte! podría ser algún consuelo en esta tremenda eterna noche.
-Y ¿nada has oído?
-Nada. No se oye de ser humano ni un eco. Se abre esa alta ventana como por encantamiento, y desciende ese pedazo de pan que amasamos con nuestras lágrimas.
-Te oí en sueños llamar.
-Sí. Quise saber si había alguien que se apiadara de nosotros, y dije al que abría la puerta: «¡Apiadaos, señor, de nosotros!»
-Y ¿no te contestó?
-Sólo me pareció que dejaba caer la horrible puerta con más impulso, con más fuerza que nunca. Y ¿lo querrás creer? me alegré.
-¿Por qué?
-Porque detrás de aquel golpe dado con más fuerza veía yo un afecto; porque en aquel horrible ruido había algo, aunque triste, que interrumpía el triste y monótono transcurrir de esta nuestra horrorosa vida.
-¡Quién lo había de creer, Margarita!
-¡Oh, Eduardo! Muchas veces he pensado, ¡ahora que piso arañas! en aquellos días en que pisaba rosas. Muchas veces, en esta soledad, me he acordado de nuestros bailes, en que no cabía la gente. Muchas veces, en esta negra obscuridad, me ha asaltado la idea, la triste idea de aquellas noches iluminadas por mil bujías, o de aquellas tardes en que mirábamos al sol hundirse majestuoso en las azules ondas del golfo.
-Cuadros son que, mirados desde aquí, tienen una hermosura desesperante.
-Y cuando he oído rechinar la puerta, o los tristes ruidos que aquí se sienten, ¿a que no sabes de qué me he acordado?
-¿De qué?
-De la ópera, Eduardo; de aquellas noches en que Ángela cantaba sus endechas amorosas, que inundaban de plácida melancolía los aires.
-¡Ay, Margarita!
-¿Te quejas? Recuerdas que tú hubieras podido ser feliz con Ángela.
-No quieras aumentar mis tormentos.
-Es verdad, tienes razón. Ella hubiera llenado de encantos tu vida; yo la he llenado de dolores: ella hubiera sido tu alegría; yo soy tu tormento.
-¡Calla, por piedad, calla!
-Tú hubieras podido elegir entre el bien el mal, entre el cielo y la tierra; tú podías haber subido en brazos de Ángela al cielo, y has querido venir conmigo al infierno. Ya estás, Eduardo, en el infierno. Lo siento; me aborreces.
-¡Calla, Margarita, por Dios! Yo seguí la fatal lógica de mis acciones. La olvidé; te seguí. He venido hasta aquí, y he venido por mi libre voluntad. En este abismo he caído como la piedra en su centro de gravedad.
-¡Oh! Si alguna vez pudiéramos salir de aquí, yo te dejaría libertad, sí, la libertad que necesitas.
-Ya sabes que soy tu esclavo.
-Y en medio de todo, a decir verdad, el que nuestros verdugos no nos hayan separado es una felicidad.
-¡Oh! La soledad aquí sería espantosísima.
-No quiero pensarlo. ¡Separarnos! ¡Oh! Creo que me moriría.
-No temas eso.
-¡Ay! ¡Me ahogo! ¡Este aire se respira tan mal! Parece que está emponzoñado. Esto de no ver la luz es insufrible. El frío me hace temblar siempre, siempre. ¡Temblor eterno! Los mil animaluchos que veo rodar por el suelo, las arañas, los escarabajos, ¡oh Dios! todo esto es atroz. ¡Dios mío! ¿Cuándo saldré de aquí? ¿Cuándo podré yo respirar más libremente, cuándo?
-¡Oh! Muy tarde será.
-Si al menos pudiera andar... Tengo entumecidos todos mis miembros. Me pesa todo el cuerpo. Apenas puedo moverme. ¡Qué pena!
-No te quejes, Margarita, que me partes el pecho.
-¡Chis! Calla, calla.
-¿Qué, qué?
-Calla.
-Pero ¿qué te pasa?
-No te muevas.
-¿Qué te pasa?
-Oigo ruido.
-¿Ruido?
-Sí.
-Atiende.
-Me parece que oigo sonar unas llaves.
-¿Unas llaves?
-Y pasos.
-Se acercan.
-Ya no los oigo.
-Callemos.
-Ya vuelvo a oír.
-¡Hablan, hablan!
-Se acercan.
-¿De veras?
-Tiemblo.
-¿Por qué?
-Porque me parece que van a ser el nuncio de una mala ventura.
-Déjate de aprensiones.
-¡Ay, Eduardo!
-Calla.
-Oye. Suena una llave en la puerta.
-Levantémonos.
Los dos jóvenes se levantaron; apoyáronse fuertemente uno en otro y esperaron aquel instante. La puerta se abrió, y aparecieron tres enmascarados con tres largos chuzos y tres faroles. Inclináronse solemnemente, y uno de ellos les dijo en tono solemne también:
-Queremos hablaros.
-Pues hablad.
-Ya sabéis que pesa sobre vosotros la justicia humana con todo su peso.
-Lo sabemos.
-Vosotros tramasteis, y esto no lo podéis negar, la muerte del conde Asthur.
-Yo sólo -dijo Eduardo.
-Y vuestra mujer también.
-Yo solo; yo le herí.
Margarita temblaba, cogía las manos de Eduardo, como queriendo libertarse en tan tremendo lance de contestar al interrogatorio.
-Y ¿no sabéis toda la trascendencia de vuestro crimen?
-No habléis en plural de mi crimen, caballero -decía Eduardo.
-El peso de la justicia alcanza también a vuestra mujer.
Margarita exhaló un agudísimo quejido, un largo y agudísimo sollozo.
-Pero, después de todo, ¿qué sois aquí vosotros?
-No quieras saberlo.
-¿Quiénes sois?
-Tenemos derecho sobre ti.
-¿En nombre de que ley?
-En nombre de Dios.
-¡Malvados!
-No oímos, Eduardo, vuestros dicterios.
-¡Malvados!
-Siento mucho -decía el mayor de los enmascarados- daros una noticia.
-¿Cuál? ¿La muerte? Venga, venga la muerte.
-No, no es la muerte.
-¿Qué es?
-Me causa pena el decirlo.
Nunca se vio a un verdugo más plácido -contestó Eduardo riendo.
-Pues bien: será necesario decirlo.
-Pues acabad, acabad.
-Sabed...
-Adelante -dijo Eduardo impaciente.
-Sabed que la justicia manda que os separéis; que vuestra esposa vaya a un calabozo inmediato.
Apenas oyó esta terrible palabra de separación, Margarita levantó los ojos y los brazos al cielo, dando un grito horrible, un grito de dolor, que traspasaba todos los corazones.
-¡Separarnos! Señores, ¿hasta ese punto lleváis vuestra crueldad? -dijo Eduardo-. ¿No os basta nuestro martirio? ¿Queréis acibararlo todavía más? Dejadnos, dejadnos aquí con nuestro martirio.
-Señores -decía Margarita-, ¡por Dios! Me voy a morir de miedo. En la soledad de un calabozo me moriré. ¡Ay! Este me parece ahora el paraíso, me parece la gloria.
-Nosotros no mandamos; obedecemos. Os damos las únicas órdenes que hemos recibido. Acatadlas.
-¡Santo cielo! -dijo Margarita con un acento indescriptible-. ¡Separarme de él! ¡Oh! Recibiría con menos horror la noticia de mi muerte.
-Si algún crimen hemos cometido -dijo Eduardo-, lo hemos cometido juntos. La responsabilidad debe ser igual. Por consiguiente, tenednos en un mismo calabozo; sí, dejadnos aquí.
-Eso es, señores. ¡Oh! Yo conozco -decía Margarita- que mi alma se ha enaltecido con el infortunio; por lo mismo, ni para gozar de libertad saldría de aquí del lado de mi esposo.
Estas sublimes palabras de Margarita conmovieron profundamente a Eduardo. El dolor había sido un bautismo para aquella alma enferma y obscurecida. Nunca la naturaleza humana es tan perversa que no encuentre algún sentimiento sublime, alguna reminiscencia del cielo.
-Señores -dijo el enmascarado-, acabad.
-¿Conque no hay remedio? -preguntó Margarita.
-No hay remedio -dijo el enmascarado.
-Yo no os obedezco -exclamó Margarita.
-¡No, no! -gritaba Eduardo.
-Obedeceréis a viva fuerza.
-¡Oh! Venid a arrancarme de sus brazos -dijo la joven, estrechando con fuerza a Eduardo contra su corazón.
-¡No os empeñéis en ello! -exclamó el esbirro.
-No, no me arrancaréis. ¡Oh! ¿Tenéis mujer, tenéis hijos? Por vuestra esposa, por vuestros hijos, dejadnos aquí, dejadnos solos. No nos hagáis pasar este trance tan tremendo, tan cruel, tan amargo. ¡Por Dios, por Dios que nos oye! ¡Ah! ¿Quién sabe si alguna vez pediréis a Dios justicia y misericordia, y no encontraréis en el mundo ni misericordia ni justicia? Atendednos a nosotros, que la pedimos en este instante, y os la pedimos con el corazón desgarrado y los ojos llenos de lágrimas. ¡Por Dios, por Dios, señores! No nos matéis, no nos matéis.
Y Margarita lloraba como una Magdalena.
-Señores, mucho lo sentimos, pero es imposible.
-¡Imposible! El hacer bien nunca es imposible -dijo Eduardo.
-¡Esta separación es peor que la muerte! -dijo Margarita.
-Sí, matadnos -añadió Eduardo-, matadnos, pero no nos separéis. Exhalaremos juntos nuestro último suspiro, y seremos felices. Pero no nos separéis, por piedad. ¿No os ablandan tantos ruegos?
-Ya os he dicho que yo no mando, que obedezco.
-¡Oh! De aquí no habéis de sacarnos -dijo Margarita, sentándose en el suelo.
-Sacadla a viva fuerza -exclamó el esbirro.
-No a mis ojos -dijo Eduardo, apercibiéndose a defenderla.
Entonces Margarita comprendió que no había remedio, que aquella su insistencia sólo sería parte a producir un gran conflicto, y tal vez a que fuera maltratado Eduardo. Así lo entendió con ese pensamiento, con esa adivinación que es instintiva de la mujer, y se decidió a salir.
-Eduardo -dijo-, ya no hay remedio; me decido a salir. Retiraos un instante; respetad las últimas palabras, tal vez las últimas, que una esposa dirige a su esposo.
Había tal solemnidad en las palabras de Margarita, que los esbirros se retiraron al instante, dejando la puerta entornada.
-¡Perdón, Eduardo, perdón! -dijo Margarita arrojándose a los pies de su marido y abrazando sus rodillas.
-¿Por qué me pides perdón, Margarita?
-Yo te he perdido.
-No tú, sino mi mala suerte.
-No, te he perdido yo.
-¡Margarita!
-Tú no estarías aquí si no fuera por mí.
-Calla, Margarita.
-Yo soy la culpable, yo debo llevar todo el castigo.
-No, soy yo.
-Eduardo, eres demasiado generoso.
-Margarita, no me aflijas así.
-¡Que no te aflija!
-No.
-Eres demasiado bueno para mí.
-He cumplido con mi deber.
-No; has hecho más de lo que debías.
-No me lo recuerdes.
-Yo te he precipitado en el abismo.
-¡Por Dios, hija mía!
-Te he hecho infeliz.
-¡Oh!
-Te arrastraré a un cadalso, sí, a un cadalso. ¡Ay, Eduardo! -añadió Margarita-. Cuando la tristeza te abrume, no me maldigas; cuando en esos instantes de soledad terrible de la prisión se anide en tu alma el duelo y la amargura, no me maldigas; cuando subas al cadalso que te preparan nuestros enemigos, al cadalso que yo he levantado con mis propias manos, por Dios, no te lleves a la eternidad un mal recuerdo de mí. A tus plantas, anegada en amargo llanto, con el corazón desgarrado y el alma llena de dolor; cuando la eternidad se abre como un abismo; cuando Dios se inclina para recoger mi alma y para juzgarme, en este último instante de nuestra vida acaso, te ruego que me perdones; pero no con ese perdón nacido del cariño, que no quiere ver el crimen, sino con el perdón justiciero, que considera cuán merecido es el castigo. Te pido esta gracia por nuestra unión, Eduardo, por el juramento que sellamos al pie de los altares.
-Margarita, te perdono. Yo también te he hecho mucho daño. Si en ti ha habido ambición, yo he contribuido no poco a fomentar esa ambición; si ha habido desvaríos, yo he desvariado también. Te he seguido, es verdad, casi sin conciencia; pero te he seguido con voluntad. Por consiguiente, ni tú me debes pedir perdón, ni yo a ti: ambos a dos debemos pedirlo a Dios.
En este instante asomó por la puerta la cabeza del enmascarado, y dijo:
-Daos prisa.
-¡Oh! ¡Cielo santo!
-¡Adiós, Margarita!
-¡No me olvides, Eduardo! Aplica el oído a la pared a ver si escuchas algún suspiro. Ten por cierto que todos los días lloraré por ti, rogaré por ti. Me voy a morir, ¡oh! me voy a morir. Acuérdate mucho, mucho, de mí.
-¡Adiós, Margarita! -dijo Eduardo.
-¡Adiós! -exclamó Margarita, lanzando un grito agudísimo de desesperación y de dolor.
Y salió del calabozo.
Eduardo se quedó sumido en la más profunda desesperación, en la más triste soledad. Un dolor inmenso cayó sobre su alma. Era tal y tanta su intensidad, que no pudo menos de lanzar un sollozo amarguísimo, que salía de lo más profundo de su alma.