La hermana de la Caridad/Capítulo XXXIX

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La hermana de la Caridad de Emilio Castelar
Capítulo XXXIX

Capítulo XXXIX

Angela se fué con el corazón oprimido y los ojos llenos de lágrimas. Había salido de su casa á repartir con mano generosa en las sombras de la noche el consuelo al desgraciado, el pan al hambriento. Ella, ardiendo siempre en caridad, en amor por todos los infelices, había querido consolar á Margarita, y Margarita había rechazado sus consuelos. Así, se fué á su casa toda congojosa, y angustiada, y triste.

Margarita se dejó llevar de su instinto. Huir de Angela, huir de aquella mujer á quien atribuía todos sus males, era su principal instinto. Margarita, apasionada como siempre, no podía ver en su presencia aquella beldad, que le recordaba á Eduardo; aquella, mujer, que había ejercido una decisiva influencia en su vida. Mas la noche se espesaba, crecía el frío, la nieve caía en abundancia, las calles eran como un desierto, y Margarita imaginaba que debía ser aquella la última noche de su vida.

¿Dónde ir? ¿Qué hacer? Todo se obscurecía á, sus ojos, todo. En aquel mundo inmenso no encontraba un asilo. Era más desgraciada que el último reptil de la Naturaleza; más desgraciada que los seres que se movían bajo sus plantas, que los mil insectos desparramados por el campo. Volvió á sentarse sobre una piedra, y la nieve materialmente la llenaba, y parecía que iba á enterrarla bajo sus copos, y el frío sacudía todo su cuerpo.

Cuando ya se creía próxima á morir, Dios le reveló un pensamiento; llevó á su memoria un recuerdo. Se acordó que allí, cerca del sitio donde estaba, vivía una pobre mujer que había estado en otro tiempo á su servicio. Aquella mujer había recibido de ella algunos beneficios, y podía acordarse de esos beneficios. Una duda le asaltaba en aquel instante. ¡Cuántas y cuántas personas habían asistido á sus bailes, á sus fiestas, y ninguna, absolutamente ninguna, se acordaba de Margarita! ¡Ah! Si la desgraciada hubiera creído más en Dios y en su Providencia, hubiera visto que ese mal, ese placer, ó muere instantáneamente, ó da, tarde ó temprano, de sí el dolor, al paso que el bien y la virtud producen siempre, siempre, grandes bienes, divinas é inextinguibles virtudes.

Margarita, por fin, se encaminó á la casa donde había pensado ir, á la casa de la pobreza, donde tal vez encontraría el asilo que le negaba la casa del poderoso. Dió con ella, y llamó repetidas veces. Dormían, y la pobre mujer se levantó, como quien se ve interrumpido en el primer sueño, maldiciendo y renegando. Abrió una ventana, y al pronto no conoció á Margarita. Mas así que se cercioró de que era su antigua señorita, salió á abrir la puerta, la abrazó, encendió lumbre para que se calentara, la coció unas sopas, la rebujó bien con un ropón suyo, la acarició mucho, casi llorando, al ver aquella grande y enorme desgracia, y por fin le cedió su lecho. ¡Merecida lección de la Providencia, tremenda, como todas las que da la Providencia!

Aquella mujer orgullosa iba á bajar su altiva frente en la choza de un pobre; aquella mujer, que despreciaba los palacios, tenía que recurrir á las cabañas; aquella mujer, que llevaba en pos de sí una corte de aduladores, se veía sola y abandonada; aquella mujer, que había tantas veces dudado de la Providencia, sólo fue salvada por la Providencia en aquella tremenda y horrible noche. ¡Lecciones merecidas que da la Providencia! No me cansaré nunca de inculcar en el ánimo de mis lectores algunas máximas que creo salvadoras. Debemos amar el bien, por ser bien; debemos apartarnos del mal, por ser mal. Ningún interés debe llevarnos á las buenas acciones, ni debemos separarnos de las malas por temor al castigo. Desde el instante en que un principio, un sentimiento de utilidad se mezcla á una buena acción, pierde todo su esplendor, toda su grandeza, todo su brillo. Desde el momento en que sólo el temor de un castigo cierto nos retrae de cometer una mala acción, moralmente es como si la hubiéramos cometido. Pero, á pesar de todo esto, no debemos olvidar que así como una verdad encierra una larga serie de verdades, el bien, la buena acción, contiene muchas buenas acciones, y el mal, las malas acciones, contienen muchas acciones de su mismo género; y que al fin el bien, como consecuencia de nuestra naturaleza, nos enaltece, y el mal, como contrario á nuestro espíritu, nos degrada, nos rebaja y engendra el mal.