La hermana de la Caridad/Capítulo XXXV
Capítulo XXXV
Mientras Margarita escribía esta carta asesina y traidora, que debía ir a parar á manos del Conde, Angela le escribía también la siguiente carta:
«Señor Conde: He recibido vuestra carta. No dudo de ese amor que tanto me encarecéis. Lo siento, y lo compadezco. Bien sé que una promesa formal me une a vos; bien sé que el perdón generoso otorgado á Margarita y Eduardo es una prenda y una satisfacción que os realza mucho, muchísimo, á mis ojos. Mas ya sabéis cuán rebelde es á la voluntad el corazón humano. Yo estoy cansada de esta vida que á nadie aprovecha, de esta vida que se pierde y se evapora. Por eso, señor Conde, en mi ánimo vuela una idea que voy á consultar con vos, una idea que me atormenta hace tiempo. No servir para nada, para nadie en el mundo, es el mayor de los males. Volvemos los ojos atrás, y nos encontramos con que hemos cruzado por un desierto, sin que de nosotros quede ni rastro, ni huella, ni memoria. De nosotros en la tierra sólo sobrevive el bien, y el bien debe ser un gran mensajero en la vida inmortal que tras el sepulcro nos aguarda. En la imposibilidad de hacer el bien, todo el bien que anhelo, he decidido consagrarme á Dios. Mas para consagrarme á Dios no quiero pasar una vida estéril, entregada á la meditación y á las oraciones. Tal género de vida, en cuya eficacia y santidad no entro ahora, ha sido siempre contrario á mi voluntad, a mi carácter y á la idea que yo tengo de la posible perfección en la tierra. Para ser perfecto es necesario luchar, y luchar con fe y con gran constancia, y derramar el bien á manos llenas aun sobre la tierra dura e ingrata.
»Conozco que todo esto será para vos muy largo y muy pesado. Mas perdonadme, Conde. Os quiero como á un amigo, y os confío mis secretos. Vais á saber todo lo que pasa en mi corazón, vais á juzgar, vais á aconsejarme. Continúo, pues, con vuestra venia. Una idea cruza por mi mente, quiero ser á toda costa Hermana de la Caridad. No hay vida, en mi sentir, tan exaltada, tan virtuosa, tan digna de Dios y del cielo.
»No vivir para sí, y vivir para los demás; llorar con todos los que lloran; sufrir con todos los que sufren; inclinarse sobre la cabeza del enfermo y aliviarle en sus males; orar al lado del moribundo y recoger su último suspiro; ir á los campos de batalla, donde todo es odio, á verter el amor, la caridad, la vida; enseñar al huérfano sus deberes; aparecer en todas partes como un mensaje de la Providencia, como un iris de paz y de consuelo, es un destino que me parece más hermoso, más grande que todas las coronas del arte, que lucen un instante y se apagan luego, sin dejar tras sí nada más que el fosfórico fuego fatuo, el recuerdo del placer.
»Yo lo confieso, Conde: he amado mucho, he amado con todo mi corazón, y ahora me persuado de que no he amado un objeto sino por la exaltación de mi amor hacia toda la humanidad. Mi amor, y os hablo con entera franqueza, mi amor es demasiado grande, demasiado intenso, para fijarse en un solo hombre. Es el amor que me posee, señor Conde, como el alma de mi alma, que ya no cabe en mi cerebro, y estalla y lo rompe; que ya no cabe en mi corazón, y lo desgarra. Siento un anhelo vivo, vivísimo, de sacrificarme; sí, de sacrificarme por mis hermanos. Yo no quiero, ni mis triunfos fáciles en el teatro, ni mis amistades del mundo. Quiero dejar de mi alma una huella inextinguible; la única huella que el alma deja en la tierra, es la virtud. Considerad vos mismo que va á ser de mí sin esta decisión suprema. Tal vez mañana Dios aparte de mi lado á mi madre. Mi corazón se ha cerrado completamente al amor. Cuando yo no amo á un sér como vos, tan digno de ser amado, es porque Dios no ha querido concederme el dón divino del amor. Sola, sin familia, destinada á distraer el fácil oído de gentes frívolas, de elegantes insensibles, de cortesanos corrompidos mi porvenir es tristísimo, mi vida es inútil. Recurriendo ahora a esta decisión suprema, recurro al único puente que me resta para pasar tranquilamente de esta vida á la eternidad. Me despido de mis coronas artísticas como de un peso abrumador. Abandono la gloria, los aplausos, como si abandonara la candente atmósfera de una gran tempestad. Huyo del mundo como el prisionero de una cárcel.
»Cierro mis labios, y apago mi voz como si apagara un gran lamento. Me parece que voy á entrar en la eternidad. Hasta ahora mi alma ha revoloteado por la vida como el ave entre las ráfagas de las grandes tempestades y de los horribles huracanes. Desde hoy me parece que he encontrado el árbol donde puedo respirar, aguardando tranquilamente la muerte. Creedlo: os lo digo con toda la ingenuidad de mi carácter, con toda la sincera espontaneidad de mi alma. Levantada en el dintel de otra vida; volviendo anhelante los ojos al tiempo que dejo tras de mí; resuelta ya y decidida a subir el ultimo escalón de mi destino, sólo un recuerdo me enternece; vuestro recuerdo: sólo un sér me arranca una lágrima; vos, vos, señor Conde, porque yo os hubiera amado si no fuera tan infeliz, tan desgraciada. Me ahogo de dolor. Adiós. -ANGELA.»
El Conde recibió esta carta, la leyó, y se sintió poseído de una desesperación inexplicable. Perder á Angela era una sentencia de muerte para el Conde. Su dolor, en tan supremo instante, fué tanto mayor, cuanto que alguna vez quiso vislumbrar, entrever un destello, un relámpago de esperanza, de esas esperanzas fugaces que nunca abandonan al desgraciado.
Su dolor en este trance fué intensísimo. Lejos de tomar ese aspecto de horrible desesperación, tremendo más pasajero, tomó el aspecto de una tristeza infinita, de una de esas tristezas que no asoman al rostro y apagan poco á poco la luz de la vida con un soplo. Volvió el Conde los ojos á todos lados, y no encontró ningún consuelo, ninguno. Dejó caer la cabeza sobre el pecho y empezó a murmurar estas palabras:
-¡Oh! Ha llorado por mi. Sí yo pudiera beberme esas lágrimas... Me abandona á mi dolor, á mi desesperación; ángel puro, ángel divino. Creo que me moriré. He llegado á concebir esa esperanza. Sí, si; me moriré, me moriré. ¡Qué felicidad! Ya estoy tranquilo; respiro mal, toso mucho, siento una calentura lenta; Dios se ha compadecido de mí, y me envía la muerte. En este fuego acrisolaré todas las manchas de mi vida. Yo me muero de amor, y el que se muere de amor debe encontrar misericordia en Dios. ¡Ah! Yo imagino á Angela pisando estrellas en el cielo, resplandeciente de hermosura, entre los coros de los ángeles, entonando el cántico de la bienaventuranza. Yo, si no puedo conseguir su amor en la tierra lo conseguiré sin duda alguna en el cielo. Sí, sí, porque me muero.
Cuando el Conde estaba embebido en estas reflexiones, apareció su criado Frank.
-Señor Conde,
-¿Qué quieres?
-Una carta.
-¿Por qué has entrado á interrumpirme?
-¡Ah! Me han dicho que era urgentísima.
-Bien: déjala ahí.
Frank la dejó y salió.
El Conde cogió distraído la carta, y fijó la atención en el sobre.
-Es letra de Margarita -dijo-. Será dar gracias por el perdón. Bien está -dijo-, y la dejó caer sobre la mesa.
Después dió dos ó tres paseos por el gabinete embebido en su idea, que nunca le abandonaba. Maquinalmente cogió la carta, la abrió y comenzó á leerla. Conforme leía se contraían sus facciones, se saltaban de las órbitas sus ojos, temblaba todo su cuerpo. Veamos qué decía esta carta fatal:
«Señor Conde: Sé que os debo la vida. Mas por lo mismo, creo de mi deber revelaros un secreto que pesa gravísimamente sobre mi conciencia. Angela os ha engañado. Angela ha querido salvar á mi esposo, al que era su amante, al que lo es hoy, pues me ha robado su amor. Allí, en el obscuro fondo de aquel mismo calabozo, he oído yo, yo, sus ósculos de amor, que han sido una grave, gravísima injuria contra mí. Ya veis que os engañáis en el juicio que sin duda habéis formado de Angela. Desde el momento en que descendió al calabozo Angela, yo no he vuelto á ver á Eduardo. Andan, sin duda, entregados á ese amor, si, á ese amor criminal que vos habéis protegido, que vos habéis alentado con vuestro generosísimo perdón. Creo de mi deber en este instante pagaros vuestro perdón con esta carta, y para que conozcáis todos los abismos, todos los corazones que os rodean. Si deseáis saber cuál ha sido el móvil de mis acciones, de todas mis acciones en este supremo instante, recordad, recordad que os debo la vida, y que esta gratitud me lleva á revelaros secretos que pesan con inmensa pesadumbre sobre mi conciencia. Adiós. -MARGARITA.»
El Conde, en el primer instante, después de haber leído la carta, la estrujó como para arrojarla en el suelo. La rabia, la pasión, le cegaron. Los celos se despertaron atropelladamente en su corazón. Recordó que Angela le había hablado de sus amores con Eduardo. Aquel recuerdo, como una puñalada, le taladró el corazón; le hirió profunda y amarguísimamente.
Mas bien pronto la reflexión dominó al sentimiento. El recuerdo purísimo de Angela se deslizó como una estrella sobre las alteradas ondas de sus pasiones, sobre el rumor horrible de sus celos. Era imposible que Angela, aquella mujer tan virtuosa, tan buena, tan ideal, manchara en el lodo las blancas, las hermosas alas de su alma, la pureza de su corazón y de sus sentimientos.
El amor que el Conde profesaba á Angela, era un amor puro, un amor verdadero. Más que la pasión tempestuosa y pasajera del sentido, era la pasión intensa, profunda, del alma. Así, sus celos pronto cobraron serenidad, sus dudas se desvanecieron, y el amor á Angela, vivo en su corazón, ardiente, exaltado, pero ingenuo y puro, ese amor le convenció de que Angela era pura como el pensamiento que inspiraba á su mente y el casto afecto que inspiraba á su corazón. Después, el Conde conocía de antiguo á Margarita, sus rencorosas pasiones, sus venganzas, su innoble corazón, sus perversísimos sentimientos, y sabia hasta qué punto se dejaba llevar, arrastrar de sus pasiones, y cómo sus pasiones la cegaban hasta no ver nunca, nunca, cuando se encontraba en este periodo de delirio, ni la verdad, ni la virtud, ni la justicia.
Así, tomó el Conde una decisión que nosotros no calificaremos, pero que sirvió mucho para acelerar de una manera triste el desenlace de esta triste historia. Inmediatamente que recibió esta carta, que pensó en la maldad de Margarita, que se persuadió de que no era, no podía ser cierta la infame acusación de Angela, aquella acusación que el genio del mal había querido escupir á la frente de la mujer que él amaba, se decidió á mandar esta carta de Margarita á Eduardo, con estas terribles palabras:
«Ahí tenéis, Eduardo; ahí tenéis una imagen fiel de la maldad de vuestra esposa.»