La hermana de la Caridad/Capítulo XXXVI

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La hermana de la Caridad de Emilio Castelar
Capítulo XXXVI

Capítulo XXXVI

Casualmente, Eduardo en todos aquellos días no había intentado más que ver á Angela. Deseaba postrarse ante el ángel que se le había aparecido en el calabozo, al dintel mismo de la eternidad, y lo había apartado del borde horrible del sepulcro.

Mas Angela, con esa virtud severa, verdadero distintivo de su vida y de su genio, se había negado á toda suerte de entrevista. Una tarde, al anochecer, salía Angela á, sus visitas cotidianas, a la casa del pobre, del desvalido, á repartir el pedazo de pan que le sobraba, y ese otro pan más sabroso aun, el consuelo del espíritu. Eduardo se le acercó.

-Angela -dijo.

-Caballero, no os conozco.

-Por Dios, Angela, óyeme.

-Ya sabéis, caballero, que no puedo escuchar vuestras palabras.

-Tengo que pediros un consejo -dijo Eduardo ya ofendido.

-Pedídmelo por escrito, pero no me habléis. Idos, idos, por Dios.

Eduardo se fué, entristecido de ver la actitud de Angela.

Al día siguiente la escribió esta carta:

«Angela: Me he separado de Margarita. Desde que se reveló toda mi vida pasada á mis ojos atónitos, he decidido volver á acercarme á los tiempos en que mi alma era inocente. Para volver á esos tiempos necesito olvidar á mi mujer, que me ha precipitado en hondos abismos. He tomado este partido después de muy meditado. Mas como á mis ojos se ocultan muchas veces manchas que vos veis; como necesito una inspiración, un consejo en este instante supremo, recurro á vos para que me digáis en conciencia qué debo hacer. Yo no puedo absolutamente vivir unido a Margarita. Esa unión me volvería á perder. También conozco que separarme es dar pábulo á la maledicencia de las gentes y estar mal mirado en la sociedad. Pero no hay remedio, no puedo vivir con Margarita. Su alma es más honda y más obscura que la prisión de que me habéis libertado. Sus palabras son una cuchilla más afilada y más fría que la horrible cuchilla que preparaba el verdugo para segar mi garganta. Por lo mismo, poco importa haberme libertado de la muerte del cuerpo si he de ir á dar en la muerte moral, en la muerte del alma. Vos habéis querido, Angela, que no recuerde aquellos tiempos, que son hoy mi delicia y mi tormento; no los recordaré. No queréis que recuerde lo que vos erais para mi, lo que era yo para vos; no lo recordaré tampoco. Pero, Angela, dadme, por Dios, un consejo.»

Angela contestó á Eduardo de esta suerte:

«Hacéis bien, Eduardo, en tratarme como si nunca nos hubiéramos conocido. La pasión, que era la fuente de todas nuestras acciones, se ha emponzoñado y puede ser causa de nuestra perdición. Guardémosla, pues, en el fondo del alma: que no salga nunca á los labios, que no se asome á los ojos, que no aparezca ni aun allá en la región misteriosa y sagrada del pensamiento. Es necesario que este fuego nos consuma, nos devore, antes mil veces que dejarlo escapar de nuestro sér, de nuestra alma. No hablemos ya más de esto. Olvidémoslo completamente. Me pedís un consejo: no tengo inconveniente ninguno en deciros mi sentir. Creo que hacéis mal, muy mal, en separaros de Margarita. Creo que faltáis completamente á vuestro deber. Tengo por inmoral, por indigno de un hombre, por reprobable á todas luces, eso de estar desunido, separado de la mujer á quien libremente habéis entregado vuestra honra, vuestra alma; de la mujer á quien os ha unido la Providencia.

»Por lo mismo, os ruego que no os separéis de Margarita. Sé que muchas veces sus consejos, sus palabras os han arrastrado al mal; pero esto, lejos de disculparos, agrava más y más vuestra falta. Margarita es mujer, y mujer apasionada; los afectos de amor y odio toman en ella cierta disculpable violencia. Mas vos, su esposo; vos, hombre, más reflexivo y más frío, debisteis, ya que erais su compañero, refrenar con avidez esas pasiones instintivas, y ser en la vida como la fría razón de Margarita. El hombre debe estar siempre deferente y obligado á la mujer que elige por compañera; mas cuando encuentre en ella instintos contrarios á la razón ó a la justicia, debe combatirlos á toda costa, mucho más si se considera que las faltas de la mujer son siempre, siempre, de mucha más grave trascendencia en la sociedad y en la familia, que las faltas del hombre.

»Por eso la sociedad, en cuyos menores actos hay siempre un gran instinto de justicia, ha querido que la mujer sea fiel, fidelísimo guardián de la vida moral de la familia, y ha hecho su honor mucho más quebradizo que el honor del hombre, para que lo guarde con más celo, con más religiosidad, con más cuidado.

»Queréis de mí un consejo, y os le voy á dar en estas palabras. Debéis vencer todos los malos instintos de Margarita; debéis corregir y refrenar sus pasiones. Mas nunca, en ningún tiempo, ni por ninguna causa, ni por ningún motivo, nunca debéis, Eduardo, nunca, separaros de ella. Es una parte de vuestro ser y la mitad de vuestra alma. A su lado debéis esperar la muerte; a su lado debéis reposar en el sepulcro; á su lado debéis vivir en la eternidad. Adiós.»