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La hija de Albión

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La hija de Albión
de Jacinto de Salas y Quiroga


María amaba al mísero Fileno   
como una virgen tierna y solitaria;   
por vez primera rinde su albedrío   
al tiránico amor que la avasalla.   

En su palacio triste y silencioso 
ningún acento dulce resonara,   
hasta que los decretos de la suerte   
al trovador Fileno allí llevaran.   

Joven y tierno, bello y misterioso,   
los ojos azulados contemplaba  
de la beldad del Norte... y, mal su grado,   
su corazón sensible palpitaba,   

y allá en su mente rebuscaba ufano   
de sus tiernos latidos otra causa   
que no fuera el amor, y aunque su mente 
halagarle quería, no acertaba.   

Fuerza fue amar, y en la sonora lira   
del Norte a la beldad dar alabanzas,   
y suspirar, y en sus hermosos ojos  
retratar los ardores de su alma. 

María era sensible no ardorosa;   
si acertaba a mirarle, sonrosada   
su rostro con sus manos se cubría,   
o su vista en el mármol descansaba...   

Sólo una vez sus ojos hacia el cielo   
se atrevió a dirigir con gozo y calma,   
y entonces que Fileno daba oídos,   
el eco repetía estas palabras:   

«Ámale, dios de amor, cual yo le adoro».   
¡Oh quien sabe cuál goza el que idolatra  
a una hermosa del Norte, cuando escucha   
un solo acento que dictara el alma!   

Albión, Albión, tus bellas hijas   
no prodigan amores ni alabanza,   
pero ¡saben amar con tal dulzura!  
Pero ¡son tan eternas sus palabras!   

Pero ¡su mismo amor es tan sagrado!   
Una voz suya me arrebata el alma,   
una sola mirada me enardece,   
y una sonrisa tierna me avasalla.

Era la noche, y la apacible luna   
la ciudad silenciosa en luz bañaba;   
todos yacían sobre el blando lecho   
recreándose en sueños de esperanza;   

sólo María al borde de los mares 
pensativa la luna contemplaba,   
cuando un ruido dulce y misterioso   
por un instante suspendió su calma.   

De nuevo escucha con pavor y espanto,   
y pronto a los latidos que le asaltan 
teme su bien... y en menos de un momento   
ve su amante postrado ante sus plantas.   

-«Ángel del sueño mío, yo te adoro»,   
exclama el joven con la voz turbada.   
-¿Quién, mancebo imprudente, aquí te trajo?  
-El amor.- Dios eterno, ¿quién me salva?   

-¿Quién? El amor, María, el amor mismo.   
No te turbes, oh virgen, ya derrama   
solaz divino el cielo acá en mi pecho,   
en el tuyo también... también, si me amas.  

Quien ama sólo teme ser odiado.   
Ángel mío, la lengua se me traba,   
sólo puedo decirte que te adoro;   
Fileno es ya tu esclavo, te idolatra.   

Yo también... y María enternecida 
a pronunciar te amo no acertaba.   
Entonces de la luna el curso lento   
más lento parecía, y en su calma   

el mar ni en desliz leve se movía.   
Todo ventura y gozo presagiaba,  
y un pecho noble resistir no puede   
de feliz porvenir a la esperanza.   

¡Oh! De tus ojos, por la vez primera   
brotaron, oh María, ardientes llamas,   
y hoy solamente se miró Fileno  
sin siquiera encontrar que deseara.   

Un beso... ¡oh bella virgen! No me atrevo,   
no lo diré que se me parte el alma   
al alterar tu paz. Pero ¿qué escucho?   
¿Qué trueno brama en la lejana playa? 

Allá en Iberia el horroroso bronce   
de las discordias el pendón señala,   
y la madre infeliz, rasgado el seno,   
un ay de angustia y desconsuelo lanza.   

Llegó a Fileno a la sazón que ardía 
dentro su pecho la terrible llama.   
-«¡Oh mi María! Yo te adoro, y siempre...   
Pero me llama en su favor la patria,   

que me dio asilo en mis primeros años.   
¡Oh pura virgen! De tu boca salga 
mi sentencia... El amor o el noble acero».   
Lanza un suspiro y con terrible calma   

trémula dice la afligida joven:   
«Corre, Fileno, do el deber te llama».   
Y cuando el joven divisó la Iberia 
palpitó de contento. -¡Oh cómo grata   

ha sido siempre al pecho bien nacido,   
la vista encantadora de la patria!   
Pero Fileno palpitó de nuevo   
cuando pisó la arena de la playa. 

Allí le estrechan en amantes lazos,   
y una voz dulce que conoce el alma,   
«te adoro» dice: la infeliz María   
siempre te adorará... Dime que me amas...