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La hija del jugador

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La hija del jugador

Uno se jugó cuanto tenía. Ya no le quedaba nada de su hacienda, cuando le pasó por la imaginación, en su afán de buscar dinero para satisfacer la pasión que le dominaba, el vender, aunque fuera al diablo, su hija única, niña de quince años.

Se encontró en el camino de la casa de juego a un compañero de garito, muy rico, porque prestaba a los que comenzaban tal carrera de perdición, sin cuidarse de que le devolviesen el dinero, sobre todo a los jóvenes, si dudaban en abandonar un vicio que siempre empobrece y acanalla y nunca enriquece. Su digno amigo era alto, seco, moreno, ojos atravesados, pelo ensortijado y negro, con el cual trataba de ocultar algún exceso que tenía en la cabeza; las uñas, por su tamaño, parecía que no se las cortaba desde la creación del mundo.

-Si me entregáis a vuestra hija, os daré cuanto queráis, -le dijo tan repugnante personaje al jugador, adivinándole el pensamiento.

-Venid a buscarla esta noche, -replicó el infame.

A la primera campanada de las doce, llamaron a la puerta.

-Mira quién es, -le dijo el padre a su hija.

Ésta se asomó a la ventana, y contestó:

-Parece un caballero.

-Baja y abre.

La muchacha, que era muy religiosa, al correr el cerrojo con la mano izquierda, se santiguó con la derecha, y no encontró a nadie.

-Se habrá arrepentido. -exclamó el padre al saberlo.

Al otro día, el hombre mal encarado se excusó con el jugador, le adelantó una cantidad a cuenta, le entregó dos magníficas sortijas para que su hija precisamente se las pusiese una en cada mano, y prometió ir a buscarla sin falta la próxima noche.

La niña estaba medio dormida cuando sonó un fuerte golpe en la puerta, al mismo tiempo que daban las doce.

-¿No oyes? (gritó el padre.) Abre; antes toma estas sortijas; -y se las colocó como le había indicado el largo de uñas.

La chica, muy satisfecha del regalo, bajó corriendo la escalera, fue a hacer la señal de la cruz con la mano derecha, y no pudo; tampoco consiguió santiguarse con la izquierda, y cayó desmayada, diciendo:

-¡Jesús me valga!

Al grito acudió su padre, calculó que el amigo podría así llevársela con más facilidad; pero había desaparecido. Era el diablo. A la infeliz se la habían paralizado los dos brazos.

Insistió con más empeño el demonio en que le entregasen a la niña. Como ya no podía santiguarse, trató de sorprenderla sin darla tiempo para pronunciar el santo nombre de Dios, y encargó al padre que la llevase detrás de una ermita situada en la cima de un cerro. La muchacha, al pasar por la puerta del templo, se sentó; el padre no pudo conseguir que se moviese, y el diablo, después de dar mil vueltas y esperar inútilmente mucho tiempo, como tenía otro asunto interesante entre manos, se marchó, dejando el atrapar a la niña para mejor ocasión.

El padre la llevó engañada a un bosque, y allí la abandonó. Poco después rodearon a la muchacha una traílla de perros que perseguían una corza.

El Rey, que iba cazando, acudió a los ladridos. Al ver una niña tan hermosa, se enamoró de ella, la llevó a la corte y se casó, aunque los palaciegos se opusieron, porque se ignoraba la nobleza de su familia, y los brazos a la chica no la servían sino de adorno.

Mientras el Rey peleaba con el moro, la Reina tuvo un precioso niño. Se lo escribió a su marido loca de contento; pero el diablo, que no quería abandonar tan buena presa, volvió a meter la pata. Interceptó la carta, y la sustituyó con otra del primer ministro, en la cual participaba al Rey que su hijo era un monstruo con cabeza de perro y patas de cabra.

El Rey dio orden de que al hijo y a la madre los echasen de palacio.

A la pobre la pusieron el niño a la espalda metido en un saquito, y se marchó a la ventura. Hacía mucho calor, tenía sed, se paró a la orilla de un caudaloso río, y como no podía valerse de los brazos, temía que al inclinarse para beber se le escapase y ahogase su hijo; pidió socorro a la Virgen, que se la apareció, y mandó apagase la sed en la corriente. Fue a acercar los labios al agua, y se la cayó el niño en el río. La madre se arrojó detrás, y salió a la orilla con su hijo en los brazos, que habían vuelto a tener movimiento al perder las sortijas.

-La fe salva (la dijo la Virgen): yo no abandono jamás a los que resisten a las tentaciones de Satanás.

Colocó a la madre y al hijo en una casa, situada en el camino de la capital del reino, y la encargó que al llamar no abriese si no escuchaba al mismo tiempo la salutación angélica.

Aquella noche el diablo quiso hacer la última prueba. Por más que dió golpes en la puerta hasta con los cuernos, no le hicieron caso.

Al rayar el alba volvieron a llamar.

Ave María. -dijo el Rey, que regresaba cansado de matar moros.

Su mujer, con el niño en brazos, salió a recibirle. El Rey se convenció de que sólo el diablo podía mentir tan descaradamente al participarle que su hijo, más hermoso que un serafín, era un horrible fenómeno.

Pocas horas después entraba la familia real por las puertas de la capital. El Rey montaba un magnífico caballo, y la Reina, con el niño en brazos, en una mula blanca que conducía un paje vestido de seda y oro.

Según noticias fidedignas, el jugador concluyó con darse a todos los demonios.