La hoja de encina
Un mercader honrado
tornaba alegre de lejanos climas
cargado de riquezas
y ansioso de abrazar a su familia,
Cuando de noche, y al cruzar un valle,
que a sus amados lares conducía,
asaltole un ladrón, que estaba oculto
tras una añosa encina.
En vano aquél, al verse despojado
de todo el oro que llevaba encima,
imploróle con lágrimas, que al menos
le dejara con vida;
insensible el traidor a sus lamentos,
le hundió en el corazón mortal cuchilla,
diciéndole: -«Jamás; si tú vivieras,
»quizás me acusarías:
»matándote, mi crimen se sepulta
»en el misterio de la noche umbría.»-
-«Miserable; te engañas -el viajero
con exánime voz clamó en seguida;-
»sobre nuestras cabezas vela siempre
»la Suprema Justicia;
»si no hay humanas lenguas que te acusen,
»lenguas serán las hojas de esa encina.»-
Pasaron muchos años
de inútiles pesquisas,
y el matador, gozando en tierra extraña
el fruto criminal de su codicia,
segura, como nunca,
su libertad creía;
cuando un día de otoño en que se hallaba
tranquilo en la campiña,
apurando, con otros compañeros,
vasos de leche rica,
el rudo cierzo, que desnuda el prado
de sus galas floridas,
en raudos remolinos, de la tierra
alzó una hoja de encina,
y la arrojó a la copa
que tenía en la mano el homicida.
El insensato, entonces, palidece;
su cabello se eriza;
cree escuchar el árbol que le acusa;
ve la espumosa leche en sangre tinta,
y prorrumpiendo en lastimeros gritos
que su culpa le dicta
en medio de las gentes que le cercan
su delito publica.
Preso y con grillos,
los justos jueces su sentencia firman;
y el vengador cadalso, al fin, aplaca
los irritados manes de la víctima.
No importa que se esconda el negro crimen;
sus huellas son malditas;
si no hay un solo ser que lo delate
la Divina Justicia
presentará a los ojos del culpable
la acusadora hoja de la encina.