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La hora del milagro

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El cencerro de cristal
La hora del milagro

de Ricardo Güiraldes


Bajo el cedro, agujas entrecruzadas; cromos y cadmios haciendo blanduras.

Sombra.

Ramas madres, torcidas en bifurcaciones, tendenciosas al sol denigrante e inevitable como una neurastenia.

Olor macizo que empaña; canto de torcaza (pulsación de sonido); aliento candente del suelo, sudoroso e inerte.

Inoculación de sueño.

El fauno duerme; los puños engarzados bajo el arco ciliar y sus músculos, vencidos, tiritan espantando moscas.

Tal visión tuvo Selenis un día caluroso y burdo, mientras una languidez, inexplicable, hostilizaba sus caderas cadenciosas.

Selenis, una mano bajo el izquierdo amago de seno, contiene los tumultos de su turbación virginal y su mirada, implacablemente crítica, detalla al extraño individuo.

-¡Qué inofensivo parece así, con mueca pueril de sueño!

La adolescente está ya tranquila. Entrada en posesión de su importante personalidad de mujer hermosa, arranca del cedro un gajo seco y despiadadamente, muy coqueta, paga su susto reciente, raspando la manchada piel sensible en arañón impreso como marca de dominio.

El fauno bala de dolor, ridículamente, y Selenis se apercibe que es tan poco temible como un hombre.

Están de pie, mirándose hostilmente.

Ella, desde el orgullo de su belleza; él, con la frente rayada de repentina preocupación, bajo sus cuernos apuntados como un ariete listo. La posición es incómoda, insostenible fuera de un cuadro; la desconfianza defensiva de Selenis, evoluciona hacia la curiosidad y el empaque del fauno se trueca en actitud contrariada.

Insaciable, invulnerable en su audacia, la virgen escudriña de su interlocutor las piernas potentes, los brazos cambrados de posesiones, los cuernos hostiles y porfiados, los ojos muertos como charcos.

El fauno grita, lacerado por la insistencia de aquel inventario insultante.

-¡No me mires así!... ¡No me desconozcas así! No inutilices mi poder, con esa frialdad científica. Déjame dormir mi noche y no ofendas mi pudor con tu curiosidad de hereje... Soy un fauno, soy todo sexo, por eso el sol me desnuda... tu inexperiencia no comprende y mi poesía sufre, como tu belleza sufriría, expuesta en posición grotesca ante un jurado popular...

Y escapa, brincando por entre el sol, como un rojo demonio histérico.

Selenis está satisfecha de su fuerza, tan rápida a la conquista. No ha entendido nada, pero sospecha una declaración salvaje en aquel vocerío desordenado.

-¡Belleza! ¡Invulnerable belleza, de tintes aurorales! Pero quiere una demostración más evidente. El fauno ha de caer a sus pies, como cualquier festejante. Y Selenis corre tras el fugitivo, echado en un trigal, buscando en la ceguera una anestesia contra la autopsia que la adolescente le impone.

-¿A caso me temes?

-¡Intransferiblemente!

-No te entiendo.

-¡Lo sé!

-¿Quieres ofenderme?

-Ni eso.

Selenis busca una frase aplastadora:

-Bicho grotesco. No sabes siquiera ver, tus ojos titilan ante mi pureza. Pregunta al remanso cómo tornea la sabiduría de mis actitudes. ¡Él aprecia, sí! Y en sus reflejos veo cómo está en su alma mi imagen. ¡Oh, si vinieras!, pero tus ojos titilan.

El fauno endereza sus orejas atentas; tras un silencio responde con malicia:

-Selenis, vanidosa Selenis. ¿Ignoras, acaso, como todas las noches, cuando las sombras inician mi reino, amo a las más hermosas ninfas sobre las riberas pastosas del río sonoro?

Selenis no responde. ¿Serían más bellas las diosas?

Lastimero como un Ícaro, su orgullo cae en duda. Mira sus piececitos y apiadada sobre su persona tan incomprendida, se aleja agobiada por el peso de su cabellera, triste como un sauce de oro.

Ha olvidado al fauno, que la sigue brincando de escondite en escondite, ágil en previsión de victoria sobre la virgen, al cabo mujer indefensa, bajo la brutalidad de su golpe experto.

Pobre Selenis. Toda su fuerza así se ha ido, por la indiferencia de aquel maldito fauno descortés.

Compungida llega al remanso. Los anteriores goces de auto-contemplación la enternecen sobre su pobre, pobre personita, ahora inconsolable para siempre.

El fauno, enmarañado en grandes verdes hojas ribereñas, pregusta los placeres reales que ha de darle la virgen, tan inspiradora de amor, en su humilde lloro.

-Te miraré con toda mi potencia poseedora. ¿No me heristes hoy, con tu frialdad de ignorante curiosa? Ahora sé mi presa dolorida, así luego te serán más caritativos mis brazos, sorbentes como tentáculos.

La virgen surge, inmaculada del peplo, yaciente en aureola en torno a sus pies. El aire se tupe, gira ansioso de contornos. Selenis, estirándose más confiada en la caricia fresca, clama con rezagos de sollozo:

-Río, viejo río, que apretas delirante de espumas mis caderas estrechas y puras. Consuélame, consuélame con juramentos eternos del dolor que amorata mi alma golpeada. Di que Selenis es siempre la causa de tu corriente lejana...

Los brazos tendidos, toda oferta, adelanta lentamente, entregando al río como un sacrificio, su blancura estremecida. El río sube, sube, posesor lento, celoso ocultador de tesoros luminosos, y el fauno mira, como un crepúsculo, reducirse la reciente eclosión de intactos encantos obsesores.

Un hálito fervoroso de comunión ha erizado el follaje con murmurio místico.

-Oh, milagro, eterno milagro del deseo (canta el fauno, único poeta y glorificador del culto todopoderoso) espíritu divino, llama eterna del ardor universal, baja en mí tu luz omnipotente.

Y arrodillado, entre las grandes verdes hojas ribereñas, vuélvese él mismo una transfiguración, en el rezo profundo y quieto de la noche que avanza.

Un escalofrío extraño irisa el agua. Selenis se abraza los hombros, y sobrecogida, en temerosa angustia vaga, oye salmodiar la voz monótona.

-¡Mujer, oh! mujer, por quien y para quién existo. Amor hecho belleza. Por ti voy, tras incansable sed de anhelos nuevos. Mujer, que estás en todas y en ninguna, tú que te llamas con los nombres, de las deseadas, hoy eres Selenis, y el culto eterno, se resume en su perfección inviolada.

Selenis, predestinada Selenis, mezclémonos bajo la sagrada parábola de los astros que escriben infinitas conjunciones. Seamos origen y fin de todo. Recemos la plegaria original y los dioses bajarán, en nosotros, por el infinito de un momento. ¡Ven!, a ser, por mis brazos amplios la fuerza primera y la beatitud de todas las atracciones, de todas las alturas, de todos los precipicios.

¡Ven!, y dejaremos de ser nosotros, en la realización de toda aspiración planetaria.

Selenis se reduce, aglomerada en defensas personales, para escapar del miedo extático. Nunca ha oído rezar tan devotamente, y nunca estuvo una plegaria tan en un templo, como la reciente voz, convencida, en la naturaleza respetuosa y expectante.

¡Qué poco es ella, ciega, en el mundo nuevo, inmerecedora de la gran eclosión que en su alma vuelca la voz-brebaje, tan redentora!

Pero el silencio destruye, la noche se satura. Selenis se enfría, en el frío de la corriente que la posee inmovilizada.

¿Quién la sacará de su terror? ¿Quién guiará sus pasos, temerosos, hacia la seguridad del techo paterno?

Nadie; hay que vencerse y se arranca del abrazo frío, surgiendo, como una fosforescencia vaga, el borrón de su blancura luminosa, que entre las verdes hojas ribereñas, ha encendido otras dos pequeñas luces fijas; los ojos del fauno rezador.

Selenis huye. El fauno la persigue y pronto los brazos velludos se abrochan sobre la cintura intacta.

-¡Oh! tengo miedo de ti... déjame correr... tengo miedo...

-¿Por qué han de rechazarme todas así? ¿Por qué me temes, ahora, si luego reposarás, confiada, como un niño, en la seguridad de mis brazos?

-¡Cómo hablas... decías hoy cosas extrañas y fervientes que no entendía, pero me hicieron llorar en el agua lágrimas inútiles!

-Decía mi amor por tu belleza, superior a la de todas las ninfas que he poseído, a la hora de mi reino, sobre las orillas pastosas del río sonoro.

-¡Qué diferente eras hoy! Tu cuerpo se desplomaba inerte y eras temeroso como un pájaro herido.

-Hoy, se cumplía la transfusión dolorosa. Estaba abierto, al sol, haciendo para ahora mi vendimia, y tu mirada, lacerante, hería mi carne abierta, haciéndola chirriar como el agua al fierro enrojecido. Ahora tengo mi luz, tú eres más mujer y menos virgen. Comprendes el significado de mis brazos y la noche vibra sus oquedades en tu alma capullo. Oh, Selenis, hoy eras una negación de mi imperio, ahora tu cuerpo es un templo de misterios fervorosos. Di Selenis, más hermosa que las diosas, porque eres de carne momentánea ¿quieres ser mi altar?

-No sé, no entiendo, pero habla, habla como hoy, cuando tu voz era la tarde, sobre el río. Háblame así, entre tus brazos defensores... Dame tu éxtasis.

El milagro viene. Los astros, sangre del espacio, pulsan sus trayectorias de atracciones mutuas. El fauno eleva su alma, hacia las constelaciones y murmura ansioso de eternidad.

-¡Oh, fauno! Oh, creyente luminoso de fe, en ti va a conjugarse el verbo. Serás por un momento el eje de las rotaciones, omniversales, que por los espacios verifican la palabra «amor».


«La Porteña», 1915.