La incógnita

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Escritos de juventud
La incógnita

de José María de Pereda

Como el actor famoso que, a fuerza de ser malo, no salía a escena sin recibir una tempestad de silbidos del público, y, por lo mismo, se empeñaba en menudear las salidas hasta hacerse aplaudir una vez siquiera, don Salustio, el obrero diplomático, no se da punto de reposo para hallar un monarca a quien regalar el Trono de España, y en su patriótico afán ni le asustan calabazas, ni desaires le intimidan, ni silbidos le espantan.

De París a Vico, de Vico a Portugal, de Portugal a Italia, de Italia a Londres, de Londres a Alemania, no cesa el desdichado un instante.

Cargado con el organillo, anda, anda; y a esta puerta toca el Himno de Riego; en la otra, La Marsellesa; en la de más allá, las Habas verdes, y en todas partes, y al fin de cada sonata, pone el cazo, mirando tierno a los regios balcones, y ni un mal príncipe le cae dentro que aceptar quiera la asendereada herencia de Recaredos e Isabeles.

Entre tanto, como si el juego fuera de las cuatro esquinas, llámanle a Madrid sus apasionados para ocupar el primer puesto en la Asamblea Constituyente; cuando llega, hállalo ya ocupado; quiere volverse a su embajada y devorar el despecho con los cuarenta mil del sueldo, y ya no merece la confianza de la situación para cargo de tal valía. Quédase mustio y cariacontecido entre Vico y el cargo de mero contribuyente; y, después de enjugarse las sempiternas lágrimas con la servilleta de los Elíseos Campos, opta por el Congreso y se dedica a confeccionar, in partibus, un proyecto de Constitución.

Parecía tan natural que un hombre tan desengañado y tan combatido en sus patrióticos intentos se limitara al tranquilo papel de mero espectador de sus propias hazañas progresistas, arrellanando su corrida, pero bien oronda humanidad, en el respectivo escaño de las Constituyentes.

Y esto llegó a creer el país de buena fe cuando pasaban días y semanas sin oír la voz del ilustre salvista, perdida en las oscuridades del silencio de su colega de embajada... y de desaires, Posada Herrera.

Pero, como decía antes, hay naturalezas refractarias a todo género de desazones...; más aún: propensas a sobreexcitarse con ellas, y la de Olózaga es una de tantas.

Bien claro acaba de demostrarlo, diciendo pocos días ha, cuando nadie se acordaba de él en España, a raíz de las célebres calabazas del Coburgo ex viudo:

«Caballeros, ya tengo otro; pero no digo quién es, porque aspiro a dar una agradable sorpresa a la nación».

Lectores de mi alma, el otro era un príncipe, porque Olózaga tiene la monomanía de ellos.

«Bueno será él -me atreví a decir para mi capote-, cuando tú le ofreces, y aun así no te atreves a nombrarle».

Pero, en honor de la verdad, debo decir también que admiraba al hombre que, con sus carnes y todo, es susceptible de tanta actividad.

¿Y qué tendría de particular el nuevo candidato para que su posible advenimiento al Trono de España produjese una agradable sorpresa a los españoles que no ven una hace siete meses?

Esta es la cuestión.

Afortunadamente, y para calmar un poco la impaciencia, hasta el más nervioso se paraba lo necesario en el recuerdo del desatino de don Salustiano en sus recientes mangoneos, y nadie se apuraba por resolver la incógnita.

Pero así y todo, la curiosidad es el pecado capital de los descendientes de Adán; bastaba que Olózaga se empeñase en callar, para que en el país no faltasen deseos de que se aclarase el misterio.

Y vea usted, qué demonio: esta vez ha Sido la única en que Olózaga no se engañaba al asegurar que el nombre de su elegido había de Producir en España una sorpresa agradable..., y a la prueba me remito.

Se llama el príncipe favorecido últimamente por la perspicacia infatigable de don Salustiano «don Gustavo, Eduardo, Leopoldo, Esteban, Antonio, Basilio de Hohenzol-Sern Sigmaringen», y otras fechorías por el estilo.

Ahora dígase me si con lo escrito no hay bastante para que el que lo lleva sea recibido con «palmas y jaleo flamenco» en esa patria del Tío Canigitas y de la «flor de la canela».

Desgraciadamente para el señor Olózaga, también esta vez van a quedar sus esfuerzos sin la merecida recompensa.

Pero conste que no será por culpa suya ni por la de sus copartícipes revolucionarios. Hay que hacerles la justicia de que de día en día van poniendo la ación que no la conociera ninguno de sus difuntos y buenos hijos si a verla volvieran. Se comprende que todavía en los primeros meses de la revolución hubiese príncipes que creyeran algo expuesto aceptar este Trono de Carlos V; pero hoy no cabe ya ese recelo: el león de Castilla está tan desprestigiado, abatido y manso, gracias al trato que le vienen dando de poco acá, que el más ciego lo ve y el más tímido puede mostrarlo sin el menor riesgo.

Repito, desde este punto de vista: los hombres de septiembre merecen bien todos los príncipes extranjeros, pues han logrado poner a España más bajo de todos ellos.

La gorda está en España, aunque muy tarde va viendo algo más claro, y está dispuesta a hacer de su desgarrada capa mangas y caperuzas, o lo que le acomode, sin permiso del señor Olózaga y comparsa.



(De El Tío Cayetano, núm. 25.)

2 de mayo de 1869.