La inquietud nocturna

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La inquietud nocturna


Próspero, aunque echado sobre el saco de hierbas, permanecía en la vigilia. Generoso y Basilio habían caído sobre los improvisados lechos como piedras en el estanque: dormían plácidamente. El hermano mayor los miraba satisfecho, porque él se sentía padre de aquellos muchachuelos, a quien el azar de la vida habían llevado a los peligros y a las incertidumbres, en la edad en que debían de morar bajo los besos maternos.

Otaduy, bebía y fumaba. Bien advirtió que Próspero permanecía insomnio.

-¿No duermes, niño? -le dijo.

Y Próspero repuso, en voz queda, para no despertar a los hermanos, aunque él sabía que ni el estampido de un cañón habría de despertarlos:

-Quiero dormir... no puedo.

-Levántate y ven a mi lado -contestó Otaduy.

No deseaba otra cosa Próspero Cerdera. Incorporose, se acercó a Otaduy y le dijo:

-Don Juan, no me asusta el dormir en el campo, porque he dormido muchas veces cuidando de las ovejas de mi padre, allá en los altos de la sierra de Soria, donde había lobos y águilas que se llevaban las reses. Ocho años tenía yo cuando mi padre me dio una escopeta para defenderme en el cuidado de la pobre ganadería nuestra. Pero, esta tierra es muy diferente de la mía... He escuchado gemidos, aullidos silbos... Son bichos que yo no conozco... Me da miedo lo que me han contado. Y más que otra cosa las culebrillas esas que matan solo con morder... ¿No vendrá uno de esos malditos animales a matarme a mis hermanitos?

Otaduy le serenó diciéndole:

-No. Cuando hay lumbre encendida, como la tenemos delante de nosotros, y ella durará toda la noche, hasta que el día venga, los reptiles no se atreven. Ellos son en el campo como en la vida social, enemigos de la luz.

-Eso me tranquiliza un poco -continuó Próspero- pero, ya sabe usted que tengo otros temores.

-Los conozco... Las amenazas del indio Presto Culcufura.

-Sí. Esa esa es la verdad. Ese hombre me da miedo. Lo que me han dicho en Resistencia de ese indio me aterra. Es un ladrón, es un miserable... Frente a frente él y yo, veríamos... Pero aquí, sin más amparo que ustedes, don Juan y don Felipe, sin gran confianza en los indios y en el baqueano, tiemblo. No por mí... Tiemblo por mis hermanitos, que son tan buenos, tan santos... Son mis angelitos... Son mis oraciones, oraciones de carne... Ellos me recuerdan a mis padres, y si yo los hubiese traído aquí para el sacrificio, suponiendo que me dejaran con vida los agresores, moriría yo de tristura.

Otaduy, después de beber otro trago de su botellita, repuso:

-Sobre la obligación que tengo, y aparte de la esperanza de tu gratitud, yo, que soy un navarro de corazón grande, te aseguro que, para que ese malvado, a quien conozco muy bien, consiga aniquilarnos, será preciso que todos hayamos perdido el tino... Yo tengo la experiencia del oficio. Cuando el súbdito norteamericano, Eward Simolkes, el gran naturalista, fue atacado aquí por los indios Vilellas, vine yo con el encargo del Gobierno para rescatar al cautivo. Permanecí en estos parajes medio año. Sufrí mucho, pero aprendí mucho... Conozco a las gentes... No tiembles.

Quedaron en silencio los interlocutores, y entonces, sonó a lo lejos un ruido extraño. Parecía la vibración de un cuerno de caza... Era acaso el grito de una bestia montaraz... Pero cuando se repitió el sonido, Otaduy se puso en pie.

-Eso es otra cosa -dijo-. Despierta a tus hermanos, y a Felipe del Estero. Creo que ha llegado el momento de la defensa.