La invisible
De todas las mujeres que han podido preocuparme en este mundo -dijo Cecilio Ruiz, en un momento de expansión, de ésos que son como válvulas por donde el alma busca respiro-, una me ha dejado recuerdo más persistente, por lo mismo que casi no hubo ni tiempo ni ocasión de que me lo dejase...
La memoria -continuó- es muy extraña. Sin que se sepa por qué, se borran de ella un sinnúmero de cosas, y hasta años enteros de nuestra vida pasan sin dejar rastro. Momentos en que creemos que nuestra sensibilidad está en paroxismo, no marcan después huella en el recuerdo. En vano quiero resucitar horas que declaré inolvidables, pues ya de ellas no guardo reminiscencia ninguna. Y detalles que no revistieron la menor importancia, parece que cada día los tengo más grabados en la conciencia: frases insulsas, sucesos mínimos, siempre presentes, cuando ni aun sé cómo se arregló mi primera cita con mujeres de las cuales me creí verdaderamente enamorado, y, tal vez, si me las encuentro en la calle, no las conozco.
En cambio, mi aventura, medio irreal de los Colmenares -llamaré así al lugar de la escena-, de tal modo cuajo en mi espíritu y en mi vida, que cada día surge con mayor realce. Era yo entonces bastante joven, pero no tanto que no hubiese pasado ya de los veintiocho años y probado en diversos lances sentimientos muy varios, y goces y penas, con todos los accidentes que suelen acompañar a la pasión amorosa; hasta me creía ya un poco hastiado, y a ratos me las echaba de escéptico.
Encargado por la Compañía de la cual era socio de enterarme de la fuerza y utilidad de un salto de agua que queríamos adquirir, y con el cual montaríamos el negocio de dar luz a muchos pueblos, me interné a caballo por la región abrupta e incivilizada que llaman de los Colmenares, constituyendo cada noche un problema el encontrar albergue, y cada día una dificultad el comer. Llevaba conmigo un mozo, caballero en una mula, cuyas alforjas, a la salida iban bien rellenas; pero las provisiones, naturalmente, se agotaban. Las latas de foie-gras, de sardinillas y de perdices escabechadas tienen fin. Por aquel desierto sólo se encontraba miel, bellotas, leche de cabra y queso duro. Veía con terror el momento de hallarme sometido al régimen de los moradores de aquel yermo.
Al enterarse de mis temores, díjome el mozo que estábamos ya cerca de una casa donde encontraría cómodo asilo, y cuanto regalo cabe, si quería descansar en ella unas horas.
-¿De todo dices tú que hay en esa casa?
-¡Vaya! Sí, señor..., de tó, y mejor, ni en la de su majestá el rey...
-¿Es una casa de campo?
-Señor, a mo de casa de campo es...; pero la vida allí, manífica.
-¿Quién vive en ella?
-Una señora.
-¿Guapa? -pregunté, demostrando la incorregible curiosidad amorosa de mi raza y de mi sexo.
-No le pueo icir... No la vide nunca. No la ve nadie. Icen que tié hecha, amos, una promesa a la Virgen, y que es como una monja.
Mi imaginación se encandiló en seguida. No era para menos. Parecía aquello cosa de aventura, y desde el primer instante di por seguro que la dama reclusa sería un portento de belleza, y que yo la vería y le hablaría y la obligaría a romper, por mí, su voto... No serían las doce aún cuando avistamos la casa, donde, por lo menos, me esperaba una comida confortante, y mi sorpresa no fue pequeña al divisar una verja pintada de verde, y tras ella arbolado fino, araucarias y cedros, palmeras y magnolias, un parquecillo bien delineado, unas canastillas lozanas de flores que, sin duda, regaba el agua de una cristalina fuente, cuyo surtidor jugaba con el sol, polarizando su luz. Por mucho que encomiemos a la Naturaleza, el arte y la civilización son gratos. Después de tanto páramo y tanta breña, no sé explicar la impresión encantadora que me produjo aquel oasis. Llamamos con la campanilla, y salió a abrir un viejo con trazas de hortelano.
-Dígale a la señora que está aquí un caminante que pide descansar bajo techado, siquiera una hora... Entréguele usted esta tarjeta -añadí, sacando de mi cartera una.
Tardó algo en regresar el viejo. Sin duda, el caso era insólito. Al fin, después de un cuarto de hora, volvió, diciendo sencillamente:
-Pasen ustés.
La casa se cobijaba, muy en el fondo, tras de una espesura. Más allá, me figuré que estaría el huerto. Nada tenía de particular el edificio: cuadrado; ni grande ni pequeño; se entraba en él subiendo tres peldañitos. Me introdujeron en una sala baja, amueblada con elegante esmero: un piano, cuadros antiguos, le daban aire de distinción. Oí crujir de faldas, y creí que iba a saludar a la dueña; pero no era sino una doncella muy correcta y grave, una dueña más bien, que de buenas a primeras me espetó:
-La señora suplica que la dispense usted si no baja, y le ruega que almuerce aquí. El almuerzo estará dispuesto dentro de una hora. Entre tanto, el señor puede tomar un baño, si gusta.
Este ofrecimiento me fue más simpático aún que el otro. El cuarto de baño no desmerecía de la sala. Me chapucé con delicia: llevaba ocho días de no practicar los ritos de la limpieza. Cuando estaba en el primer momento delicioso, los poros abiertos y jugando con la esponja, una música deleitable llegó a mis oídos. Abajo tocaban una sonata de Beethoven... No sé decir lo que por mí pasó. Lo que aseguro, y no se rían, es que me sentí enamorado: lo que se dice perdido de amores... por la mujer cuyos deditos marfileños me enviaban la música preferida... Nunca tan súbita llama se había alzado en mí. Sin duda era todo ello fruto de la fantasía, y, sin embargo, aún hoy, al recuerdo, me parece que me arde el corazón, que se me derrite el alma...
Me atusé, me mudé, bajé trémulo... La doncella, enguantada de algodón blanco, me llamó discretamente.
-Sttt... Por aquí, el comedor...
La mesa estaba resplandeciente de elegancia y coquetería. La doncella me hizo seña de que me sentase. Vi un solo plato.
-¿Y la señora? -exclamé.
-Come en su cuarto siempre. Ya le dije al señorito, cuando entró, que tenía que dispensarla...
Aturdido, me senté. Creía no tener gana de comer; pero apenas empezaron a venir los manjares, devoré, como el que ha hecho fatigoso ejercicio y viene embriagado de aire libre. Todo era excelente, y de cocina más bien a la francesa. Se lo hice observar a la criada, y ella me respondió, sin salir de su reserva:
-Hemos estado mucho en el extranjero...
Para colmo de sorpresa, me sirvieron el café en el jardín, y me fue ofrecida una caja de puros, no sin que la doncella murmurase a mi oído, confidencialmente:
-El mozo también almuerza; no pase cuidado el señorito...
Póngase cualquiera en mi caso. Me sentía loco de afán de ver a la dama oculta, hacia cuyas ventanas miraba afanosamente, esperando ver cruzar, por lo menos, su sombra, la mancha de su cuerpo, sobre los misterios de las cortinas... Pero la casa estaba silenciosa como una tumba, y parecía desierta; en el jardín sólo se oía el monótono ruido del escardillo rascando las calles; todo se adormecía; la siesta era calurosa. «Daría mi vida por contemplar a esa mujer», pensaba, y al pensarlo comprendía que, a menos de ser un hombre sin educación, un osado, un grosero, no tenía más recurso que ensillar y marcharme: allí ya estaba de más... Y por si de esto me quedase la menor duda, la doncella, siempre impenetrable, vino a preguntar:
-¿El señorito no se irá sin tomar el té?
-Vamos claros -respondí, en un arranque-. Si la señora baja a tomarlo conmigo, espero... Si no, no...
-Si el señorito espera por eso..., será inútil. Nadie ve a la señora..., nadie. No pierda tiempo el señorito... Es un buen consejo que le doy...
Y tuve que alejarme, rabioso, exaltado, y fue preciso que en la ciudad próxima encontrase un telegrama urgente de mis socios llamándome a Madrid, para que no cometiese alguna tontería gorda, del género romántico: asalto de casa, con nocturnidad y premeditación...
-¿Y nunca supiste el nombre de tu desconocida?
-Sí -declaró Cecilio-. El gobernador de la provincia, a quien pude interrogar, me enteró de que era una mujer que había sido muy bella, que tendría ahora más de cincuenta años, y que no se dejaba ver porque, en un choque de trenes, había quedado desfigurada por completo, con la cara llena de costurones. Pero yo seguí soñando con ella... Me la figuré siempre al capricho de mi imaginación...
Y no quise volver a los Colmenares, por no perder mi ensueño... y porque, al fin, no se arregló lo del salto de agua.