La llegada del correo

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Escritos de juventud
La llegada del correo​
 de José María de Pereda

El café X, tan concurrido y animado a las tres de la tarde, tan bullicioso y resplandeciente a las ocho de la noche, presentaba a la hora en que vamos a entrar en él -las diez de la mañana- una perspectiva bien distinta. Los suelos, acabados de barrer; las banquetas y los cachivaches del mostrador, colocados con más simetría que los soldados en parada; en el fondo, algunos mozos, en mangas de camisa, desgreñados y con el mandil muy sucio, limpiando tazas y cafeteras o apilando terroncitos de azúcar sobre los platillos ad hoc; los marmitones entrando y saliendo por la puerta de la cocina, cargados de bandejas, o conduciendo cacharros, y por, último, la figura del amo, inspeccionando y dirigiendo todo al paño. Ni un grito, ni una carrera, ni ruido de monedas, ni golpes a las puertas, ni humo de tabaco, ni olor de gas.

Todos estos detalles juntos prestan al cuadro un aspecto monótono y triste. Parece un absurdo, pero es la verdad que estos establecimientos sólo están apetecibles cuando reinan en ellos el desorden, el calor, la bulla y todo género de incomodidades; es decir, cuando debiéramos huir de ellos.

El salón, sin embargo, no está completamente solo: hay en él cuatro personajes. El uno es alto, delgado y corto de vista; se pasea sin hacer ruido y se detiene de cuando en cuando para dar golpecitos con el índice sobre la caja de un barómetro que está colgado en la pared. Llámase don Zacarías, y ya cumplió medio siglo.

Otro, gordo y rechoncho, condenado a perpetua corbata blanca, doceañista, furibundo y que frisa en los sesenta, está recostado en un diván, con notoria delectación; se llama don Tadeo. El tercero, don Agapito, de edad indescifrable, es regordete, colorado, bajito, muy risueño; se sienta siempre lo menos que puede para conservar mejor los pantalones, y por eso está, delante de don Tadeo. El cuarto, don Pancracio, hombre de poquísimas palabras y de menos iniciativa, doceañista también, lee en un rincón apartado, pero de a luz, una Iberia atrasada, a falta de otra más fresca.

-Mucho tarda hoy el correo -dice de pronto don Agapito, volviéndose en seguida a don Zacarías, que pasa a su lado.

-Habrá nevado arriba -contesta el aludido, volviéndose en seguida a dar un par de golpecitos al barómetro-. Bueno para los cazadores, que habrán entrado muchas sordas.

-Según los que fueron el domingo al monte -dice don Agapito-, no es cosa mayor.

-¿Cómo está el barómetro, don Zacarías? -pregunta el almidonado don Tadeo.

-Desde ayer, a las siete de la tarde -responde el interpelado, metiendo los ojos por el aparato-, baja tres cuartos de milímetro.

-No es mucho que digamos: pero así y todo, se me figura que vamos a tener un invierno rigurosísimo... Mozo, mozoo, mozooo...

-Mándeme usted, don Tadeo -responde un camarero ya entrado en años que acude andando con más flema que un alemán.

-Hombre, ¿acaba de llegar ya el correo?

-Están a buscarlo hace más de una hora; pero yo le diré a usted: con motivo de la nevada que ha caído es fácil que se haya retrasado.

-Pues parece que el tren ha llegado a la hora.

-Pero si el Norte no enlazó a tiempo en Alar con él...; la nieve, es mucha la nieve que hay. Ayer dijo un señor que se pone siempre en esta mesa, que es paisano mío, de junto a mi pueblo... ¿Sabe usted cuál es mi pueblo?

-No, ni me importa.

-Pues soy de...

-Oye, Venancio: échame una cerilla -grita desde su asiento don Francisco.

Y Venancio, que así se llama el camarero, deja en problema, bien a pesar suyo, el lugar de su nacimiento para ir a la cocina a buscar los fósforos, pues es de advertir que el tal Venancio nunca tiene a mano lo que se le pide.

-¿Y cómo no habrá venido don Teodoro? -exclama el risueño don Agapito.

-Ayer tarde -responde don Tadeo le encontré yo junto a Bezana: venía de Torrelavega; después no he vuelto a verle.

-¿Y a qué irá a Bezana?

-De paseo.

-¿A caballo?

-No; no, señor; a pie.

-A pie. ¿Y no se fatigaba usted?

-¡Ca, hombre! Y si no llegué a San Mateo fue porque mi amigo Pancracio se cansó.

Don Francisco, el que lee La Iberia atrasada, es el inseparable amigo de don Tadeo, con quien ha llegado a identificarse tanto en gustos, que ya no tiene ninguno propio. Don Tadeo habla por él, piensa por él y hasta juega al tresillo por él. Una sola cosa le disputa: su incansabilidad en las marchas. Por eso, al oírse acusar de no haber podido llegar a San Mateo, separa sus ojos del periódico y rompe su habitual silencio, diciendo con viveza:

-No hagan ustedes caso, que si no pasamos de Bezana fue porque iba a llover.

-De todas maneras -añade don Zacarías-, de aquí a Bezana es mucho paseo: son dos leguas de ida y otras tantas de vuelta.

-Eso no vale nada -responde don Tadeo. - Cuando yo salgo de casa jamás reparo en distancias. «Vamos andando», le digo a Pancracio, y andando vamos hasta que anochece.

-No me negarás -dice don Pancracio con cierto resentimiento- que ha habido ocasión en que llegarnos así hasta Carandia.

-No negaré tal.

-Y sin que yo diera la menor muestra de cansancio.

-Luego mal podría cansarme por una chapucería como es ir de aquí a Bezana.

-Claro.

-Es que como dijiste antes que no llegamos ayer a San Mateo porque yo me cansé...

-No has de ser aprensivo, Pancracio; si ayer te cansaste, sería porque no estabas bueno, o porque no tenías ganas de pasear..., o qué sé yo. Pues qué, ¿todos los días se encuentra uno, con los mismos ánimos, con la misma salud?

-Es que no me cansé.

-Corriente, hombre.

Al llegar aquí el altercado, promovido por el incansable y susceptible lector de La Iberia, aparece Venancio, gritando: «¡El correo!», esgrimiendo, varios periódicos en una mano y trayendo en la otra los fósforos, de que nadie se acuerda ya.

El grito de «¡Tierra!» dado en la carabela de Colón no produjo entre los audaces navegantes una impresión tan grata como el del correo en nuestros cuatro personajes.

Lo primero que hace cada uno de ellos es ir a ocupar una mesa que esté completamente sola. La pasión por el periódico es como la del gastrónomo: necesita mucha holgura, mucho espacio. Cada lector debe abstraerse, sin que ruido alguno que no sea el del papel llegue a sus oídos. Al volver la hoja, su brazo ha de jugar libremente. Entonces el olor de la tinta de imprenta le embriaga, y un artículo de fondo, sea del color político que quiera, le entusiasma. Y no se crea por eso que carece de opinión; antes al contrario, es quizá el único ciudadano que la posee fija e inquebrantable. Pero los monomaníacos de esta clase tienen dos grandes ocasiones al día: una, cuando llega el correo, en cuyo caso no tratan más que de leer cuanto les vaya a las manos, y otra, cuando, agrupados en el café o paseando en el ala, disertan sobre lo leído. Esta es la ocasión en que se manifiestan las simpatías hacia tal o cual partido, hacía este o hacia el otro periódico, momentos críticos y solemnes en los cuales los comentaristas, atropellando miramientos, riñen, juran y vocean, sosteniendo cada uno las teorías de un diario favorito, como si ellas fueran la única salvación de la patria.

Por demás estará decir que la mejor noticia que puede darse a semejantes personajes es que dos grandes potencias están a pique de romperse el alma, o que su misma nación se halla a dos deditos de una guerra sangrienta y ruinosa. De ese modo el telégrafo jurará sin cesar; la Prensa se atestará de partes y últimas horas; los partidos elegirán entre los beligerantes su protegido y su víctima; se entablarán las subsiguientes polémicas, y los artículos de fondo rechispearán. Ociosos, solterones por lo común, egoístas hasta la pasión, sin otro afecto que el que constituye su monotonía, estos hombres, que no sueltan de la boca la palabra patria y que dejan un momento en paz a los Gobiernos que rigen sus destinos, sólo la aman por lo que les entretienen los disturbios que la agobian. Si todas las naciones llegaran a ser completamente felices y en España no se publicasen periódicos de oposición -cosa bien increíble- y no dieran los otros más que noticias científicas y literarias, la vida de esos fanáticos cesaría de repente. Por eso no hay lectura más desagradable para ellos que las bases de armisticio o la de unos preliminares de paz.

Nuestros cuatro individuos llevan cerca de dos horas esperando en el café. El objeto de tanto madrugar es satisfacer el gusto de romper las fajas a los periódicos para vanagloriarse de que nadie antes que ellos recogió sus noticias. Verdad es que el tren tiene una hora marcada, antes de la cual nunca ha llegado; pero así como se retrasa tan frecuentemente, ¿no puede un día darle la gana de adelantarse? Además, un aficionado de este calibre no se satisface con llegar, coger el periódico y ponerse a leerlo: necesita siquiera media hora de prólogo para reposarse y hacer boca entre sus camaradas; para hablar de lo que en su concepto debe venir en el correo que se espera, por tal Ministerio, o lo que debe publicarse por cual otro, en vista de lo leído el día anterior, para continuar el debate que entonces quedó pendiente, o para discutir sobre las cucarachas.

No bien llega Venancio con los fósforos y los periódicos, pasan éstos, como por encanto, a las manos de don Tadeo, don Agapito y don Pancracio. Para don Zacarías no alcanza más que uno que se cayó al suelo en el momento de la distribución.

-Bueno serás tú cuando aquí te han dejado -exclama con amargura y echándole la zarpa el pobre señor.

Efectivamente, es el Galignani's Manager, y don Zacarías no conoce el idioma de John Bull.

-¿Y dónde está La Época y La Discusión? -pregunta indignado a Venancio.

-En la otra sala. ¿No ve usted que también allí hay quien quiere leer?

-Buena alhaja me han dejado aquí. Pero no importa: yo no me quedo sin leer. Tráeme inmediatamente el diccionario que le proporcionaste el otro día a don Teodoro.

-Usted dirá el del amo.

-No sé de quién es; pero tráemelo.

-Y ahora que me acuerdo: don Teodoro sabe inglés y usted no.

-¿Y a ti qué te importa, borrico? Anda y tráelo.

-Bueno, bueno; por traerlo, nada se pierde; pero usted verá cómo es lo mismo que si le trajera el misal.

Y dicho esto, se va Venancio contoneándose pausadamente, mientras don Zacarías abre el periódico y se pone a hojearlo, buscando las secciones cuyos epígrafes tengan las letras más gordas, creyendo que así comprenderá mejor la materia.

-Es mucha torpeza la de estos ingleses -exclama con cierto coraje después de haber recorrido medio periódico con la vista sin haber entendido una sola palabra-; yo no sé por qué no han de poner en español siquiera lo más notable -leyendo con suma dificultad-. The circular of the minister of Interior inspires to The Times these remarks. Vea usted un encabezamiento de artículo que promete mucho. Y el caso es que yo lo comprendo, pero no me lo puedo explicar. ¡Por vida de...! Pues, señor, ¿para cuándo es la paciencia y la fuerza de voluntad? Animo, Zacarías; golpe al diccionario, y desentrañemos ese guirigay del demonio.

-Aquí está -dice al mismo tiempo Venancio, poniendo sobre la mesa de don Zacarías el libro que éste le pidió.

-Venga.

-Pero ¿de veras va usted a empeñarse en traducir eso?

-¿Se quiere usted ir, señor don Venancio, más allá de donde fue mi dinero?

-¡Bah, bah; tarea tiene para un rato! -añade el flemático camarero, retirándose a paso de tortuga y restallando la rodilla de limpiar como si fuera un látigo.

Don Zacarías agarra el diccionario y vuelve a deletrear el párrafo en que antes se fijó.

-The circular... Vamos por partes y veamos qué quiere decir The, aunque, desde luego, apostaría a que es esa bebida que tanto gusta a los ingleses.

Pero, con gran sorpresa suya, averigua que aquella palabra no significa, como esperaba, «perla», o «pecóo», sino «el», «la», «lo», «los», «las».

-¡Malo!-exclama con desaliento-. Cuando los artículos están tan disfrazados, ¿qué harán los verbos? En cuanto a circular, no me cabe duda que es lo mismo en castellano. Veamos si en otro párrafo soy más feliz.

...It is generaly understood that this circular attestes vexation acts of inquisition.

«¡Diablo!... Se me figura que esto lo comprendo bien: la circular de arriba y la inquisición de abajo..., ciertos son los toros».

«¡Señores! -grita a sus amigos-, parece que en Inglaterra se va a establecer la Inquisición!».

-No diga usted eso -exclaman todos juntos.

-El Times lo asegura.

-¡El Times! -replica don Agapito, que se las echa de saber un poco de inglés-. ¡Imposible!

-Véalo usted.

Y don Zacarías señala con el dedo las palabras del Galignani's Manager que tanto le han alarmado.

-¿Qué Inquisición ni qué niño muerto? Hombre, usted sueña.

-¿Pues qué dice, si no?

-Ahora lo verá usted -responde don Agapito, deletreando el párrafo This... understood... No me acuerdo precisamente del significado de esta palabra en este instante; pero sé que no tiene que ver con lo que usted dice.

-Bueno va. ¿Y más adelante?

-Aguarde usted... Acts of inquisition... Claro, alude a ciertos actos de inquisición, pero no a que este Tribunal famoso se vaya a crear allí. Ya decía yo.

-Pues me saca usted de buena duda -murmura don Zacarías, volviéndose al Manager con la mejor buena fe.

Los demás lectores, tranquilos con la rectificación de don Agapito, continúan su interrumpida tarea, no sin reírse antes de la candidez de don Zacarías.

En esto entra en el café don Teodoro, a quien don Tadeo halló en Bezana. Envuelto en los anchos pliegues de una inmensa capa verde con fiadores de seda, saluda a todos en general con un «¡Adiós, señores!», y con gran sorpresa de don Zacarías, pues los demás no separan la vista de lo que están leyendo, siéntase en otra meso, sin preguntar siquiera por un periódico.

-Amigo, se ha descuidado usted mucho; todo está ocupado.

-Ya me lo esperaba yo, don Zacarías, y por eso vengo prevenido.

-¿Trae usted algún periódico?

-Sí, al pasar ahora por la platería me he tomado La España para entretenerme ínterin desocupan aquí toda la correspondencia, porque ya sabe usted que yo no leo un papel solo, ni dos..., ni tres...

-Ya, ya; me consta. Hoy ha venido tarde el correo.

-No hay tal.

-Pues aquí llegó hace un momento.

-Es porque el chico se entretiene en la calle. Acabo de estar en la barbería, y me he leído La Esperanza, El Reino, La Correspondencia y El Diario Español de cabo a rabo. ¡Figúrese usted si hará tiempo que se repartió el correo!

-¿Y qué trae de interesante?

Pero don Zacarías no halla respuesta a esta pregunta, porque don Teodoro se ha apoderado de una columna de La España y, en semejante situación, no oye, ni ve, ni entiende a nadie.

Reina en el salón un silencio sepulcral, que de cuando en cuando se interrumpe por el ruido del papel o por un «¡Bravo!» entusiasta que lanza don Tadeo leyendo una sesión de Cortes o un artículo de fondo.

Entre tanto, el pobre don Zacarías se aburre de traducir sin fruto alguno, palabra por palabra, los párrafos del Galignani's Manager, y llama estrepitosamente a Venancio.

-¿Es posible -le dice- que no haya en el café ningún periódico libre, aun cuando sea viejo? Yo necesito leer aunque sea la bula.

-No hay más que La Iberia, que tenía antes don Pancracio.

-Me la sé de memoria.

-Aquí tiene usted, si no, La Tertulia última.

-La Tertulia, un periodiquillo local. ¿Y qué trae La Tertulia?

-Pues, trae, primeramente, una carta con muchos latinajos.

-Tomados de algún misal.

-Después, unos versos... del Oriente, y un artículo muy majo sobre una costumbre que hay en mi pueblo...

-Vamos; estará escrito por...

-Por el señor de...

-Sí, hombre, sí; si le conozco mucho, no me digas quién es... Valiente...

-Como si fuera una gran habilidad hablar de lo que todos conocemos.

-¿Sabe usted, don Zacarías, que el día menos pensado nos saca a usted y a mí en La Tertulia? Como él es así...

-No le faltaba más, a bien que nada malo podrá decir de nosotros.

-Eso mismo digo yo... Pues mire usted: tendría que ver, por un lado.

-Y por el otro, también. Conque no seas majadero y dame La Tertulia, que a falta de pan...

-Ahí va La Tertulia.

-¡Cuerno! -refunfuña don Zacarías, tirando con rabia el periódico lejos de sí.

-¡Otra! ¿Qué fue?

-Que me he quemado.

-¿Con La Tertulia?

-O con el demonio; pero el hecho es que me quemé.

-Lo cogería usted mal.

-Si tú hubieras retirado el cigarro al dármelo...

-Ahí la tiene usted otra vez.

-Ya no quiero leerlo.

Y, levantándose de la banqueta, salió a la calle como un cohete.

«Cualquiera que oiga a esta gente -murmura Venancio, viéndole marchar y señalando a los que se quedan-, pensará que son el mejor apoyo del establecimiento. Veinte años llevo en él, y todavía no les he servido el valor de dos reales».

Después se da un par de palmaditas sobre el estómago, se va a tomar el sol a la puerta del café y vuelve a reinar en la sala el más profundo silencio.



(De la revista La Tertulia, segunda serie.)

1876.