La lluvia (Wilde)

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​La lluvia​ de Eduardo Wilde


No hay tal vez un hombre más amante de la lluvia que yo.

La siento con cada átomo de mi cuerpo, la anido en mis oídos y la gozo con inefable delicia.

La primera vez que me acuerdo haber visto llover fue durante la convalecencia de una grave enfermedad, en mi infancia.

Había tenido la gran dolencia, la terrible fiebre tifoidea, esa enfermedad simpática a pesar de sus horrores.

Me acuerdo todavía de la tarde en que me sentí ya mal, de la situación de mi cama, del aspecto del cuarto vacío de muebles, de su aire frío y del número de tirantes del techo sin cielo raso.

Estuve cerca de cuarenta días enfermo y mis percepciones fueron, por lo que recuerdo, confusas y sin ilación. Me acuerdo que me quemaba y que no podía sudar, que pasaba horas enteras pellizcándome los labios cubiertos de costras que arrancaba sacándome sangre. Veía y oía todo, pero como si fuera yo otra persona; parecía un desterrado de mí mismo. El tiempo era eterno y en su eternidad yo tomaba todos los brebajes imaginables que tenían el mismo gusto detestable. Soñaba cosas increíbles, pareciéndome sueños las realidades y realidades los sueños. Los ruidos eran lejanos; los oía como si mis oídos fueran ajenos. Veía las cosas o muy lejos o muy cerca; cuando me sentaba todo daba vueltas y cuando me acostaba mi cama se movía como un buque. Veía animales silenciosos y muebles con vida. Las personas de mi casa me parecían recién llegadas y extrañas. Un día me sangraron; al sentir la picadura de la lanceta y ver la sangre, me desmayé. Cuando volví en mí, cerca de mi cama estaba parada mi madre con su cara pálida y seria; era una estatua.

El médico me miraba con aquella dulce atención tan propia de su oficio; su fisonomía no expresaba nada, yo creo que lo tomé por un hombre tallado en madera, como un santo sin pintar que había en la iglesia. No me acuerdo haber tenido dolores durante mi enfermedad. La naturaleza en los graves estados nos dota sin duda de una melancólica y suave indiferencia cuyos beneficios son innegables.

Poco a poco me fui restableciendo.

El día que me levanté me miré en un espejito redondo como esos que usan los viajeros (siempre he sido un poco presumido) y, en lugar de dos mejillas abultadas y coloradas que tenía antes, encontré dos huecos pálidos y chocantes; fui a pararme y me faltaron las fuerzas; llevé las manos a mis pantorrillas y no hallé nada, no tenía tales pantorrillas. ¿Y mi pelo rubio y ensortijado, qué se había hecho?

No tenía muslos, ni vientre, ni estómago, no tenía nada. Todo se había llevado la fiebre. "Pero que la busquen a la fiebre y le pidan que me devuelva mis cosas", me dio ganas de decir.

La fiebre me había dejado sin embargo un apetito insaciable, un hambre homérica y mortificantemente deliciosa, como pude observarlo en los días siguientes.

Si durante mi convalecencia hubiera oído a alguien decir que no tenia apetito, habría creído oír la mentira más hiperbólica.

Yo soñaba con comidas y componía platos imaginarios con todo lo que uno podía llevarse a la boca. Si alguna vez tuve una idea clara de la eternidad, fue entonces, al considerar los millones de siglos que había entre el almuerzo y la comida.

El que no ha sido convaleciente no sabe lo que es bueno, como el que no tiene callos no conoce las delicias de sacarse las botas. Yo no he tenido nunca callos ni botas, pero sé lo que digo por el testimonio de personas fidedignas y experimentadas.

La convalecencia es una nueva vida que se comienza siendo grande. Uno nace de la edad que tiene al salir de su enfermedad.

¡Cómo se aspira la vida, cómo se siente uno vivir! Para el convaleciente la vida tiene sabor, perfume, música y color; la vida es sólida, puede uno tocarla, sentirla, alimentarse con ella y absorberla en todo momento.

La luz es más luz, el aire más puro, más fresco, más joven; la naturaleza es nueva, risueña, alegre, coqueta, sabrosa, encantadora.

Los órganos que asimilan el alimento con incomparable rapidez, se apoderan de todo con la energía del hambre y la ambición de las necesidades imperiosas de la vida.

¡Convalecer es una suprema delicia!

Parece que la debilidad nos vuelve a la infancia y nuestros sentidos gozan con todo hallando a cada cosa la novedad y el atractivo que los mitos le encuentran.

Ninguna mala pasión, ninguna de esas ideas insanas que son el sustento de la sociedad, germina en la cabeza de un convaleciente; ¡él no quiere sino vivir, comer y descansar!

Se levanta tan pronto como puede para tomar el día por la punta, vive con gusto su vida durante unas cuantas horas y se acuesta después para dormir con un sueño profundo, robusto, intenso, dormido de una pieza.

Y luego las gentes son buenas, compasivas; las caras amables, hay sonrisas en todas las bocas para el convaleciente que se deja adular, regalar, felicitar y cuidar sin inquietarse siquiera con la sospecha de que sus contemporáneos no esperan sino que se ponga fuerte para volver a agarrarlo por su cuenta y morderlo, despedazarlo y combatirlo, como se usa entre hombres que se quieren y que por eso viven en sociedad.

En fin, yo estaba convaleciente, pálido, flaco, sin fuerza.

¡Qué traza la que tenía! Me parecía que yo era mi propio abuelo; un abuelito chico, disminuido, como si me hubiera secado y acortado; era mi antepasado en pequeño, un antiguo concentrado que no había comido nada durante muchas generaciones; mi apetito era del tiempo de Sesostris y yo había estado en el sitio de Jerusalem; la conciencia de mi persona se confundía con las más remotas tradiciones y no podía entender cómo pudo llegar hasta mí la noticia de mi existencia, siendo como era una momia mayor que sí misma y contemporánea de los mastodontes.

La enfermedad había retirado en mi memoria las épocas y yo tenía por sensaciones todas esas paradojas disparatadas.

Conforme iba ganando en fuerza, los días eran más plácidos. Durante algunas horas me sentaba a recibir el sol que entraba en la pieza y mi silla lo seguía en sus cambios de dirección hasta la tarde.

Nunca he visto sol más amable, más abrigado ni más cariñoso.

Verdad es que mi dicha se aumentaba con las delicias de una excepción legítima: no iba a la escuela y mis hermanos iban. No ir yo era por sí solo una bienaventuranza; que otros fueran era el colmo de la dicha. ¡Tan cierto es que nada abriga tanto como saber que otros tienen frío!

Un día no hubo sol, pero en cambio llovió; llovió a torrentes. El patio se llenó pronto de agua y las gotas saltaban formando candeleritos que la corriente arrastraba. Estos millones de existencias fugitivas corrían como si estuvieran apuradas, al son de la música del aguacero, con acompañamiento de truenos y relámpagos. Había en el aire olor a tierra mojada, perfume inimitable que ningún perfumista ha fabricado, y revoloteaban en la atmósfera las luces de cristal de las gotas saltonas, acompañadas por el ruido inmutable, acompasado, monótono, variado, uniforme, caprichoso, metálico y líquido, propio sólo de la lluvia.

Yo habría querido petrificar mis sentidos y que la lluvia continuara eternamente.

Allá lejos en el horizonte limitado por cerros rojos o grises que punzaban el cielo con sus picos, el agua caía en hilos paralelos a veces o en torbellino, en polvo cuando el viento arreciaba, en bandas o fajas impetuosas, según los sacudimientos de la atmósfera y precipitándose por las hendiduras y las pendientes, llegaba roncando al río para enturbiar su clara corriente.

Las nubes viajaban por los cielos en montones como arrastradas por caballos invisibles, azotados por los relámpagos que cruzaban como látigos de fuego en todas direcciones.

El cielo en sus confines semejaba un campo de batalla; el oído estremecido recogía el fragor de la pelea y los ojos seguían el fulgor de los disparos de la gruesa artillería eléctrica.

¡Pobres viajeros con semejante lluvia! Mi imaginación los acompañaba en su camino por los desfiladeros, por los bañados, y los veía recibiendo el agua en las espaldas, con el sombrero metido hasta las orejas y con la inquietud en el alma; ¡aquí atraviesan un río cuya corriente hace perder pie a los caballos, allí cae una carga, más allá se despeña un compañero cuya cabalgadura se espantó del rayo!

¡Pobres navegantes con semejante lluvia! Sobre la cubierta de la nave solitaria que toma un baño de asiento y una ducha al mismo tiempo en el océano, corren los marineros con sus ropas de tela perfumada con brea, a recoger las velas, mientras el capitán se moja las entrañas con ron en su camarote para que todo no sea para el agua. Las puntas de los mástiles convidan centellas, la lona se muestra indócil, la madera cruje y el buque se ladea sobre las ondas como si fuera un sombrero de brigadier puesto sobre la oreja del mar irritado.

Solamente los mineros están a sus anchas con un tiempo tan hidráulico; no saben siquiera que ha llovido, y cuando salen de su trabajo, negros de polvo de carbón o de metal, se sorprenden de que haya podido llover sin su consentimiento y sin su noticia.

¿Y las lavanderas? Nunca he podido explicarme por qué dejan de lavar cuando llueve y las vemos recoger sus atados, ponerlos en la cabeza y ganar su domicilio bajo ese paraguas absorbente. ¡Pura rutina!

Cuando estaba yo en la escuela, tiempos duros aquellos, y comenzaba la lluvia, el maestro, un terrible maestro, se distraía o se dormía con el ruido narcótico del agua y mi catón, mi Robinson Crusoe y mi plana se retiraban al infinito. ¡Yo sólo existía para adormecerme con la elegía de la lluvia y una deliciosa estupidez se apoderaba de mí sin que fueran capaces de sacarme de ella todos los catones posibles, todos los parientes de Robinson, todas la generaciones de maestros ni todas la planas de la tierra!

¡Con qué envidia miraba a los pobres diablos que pasaban por la calle chapaleando en el barro y pegándose en las paredes para evitar el agua, o a los provistos de paraguas que hacían un redoble al enfrentar las ventanas, merced a las gruesas gotas del tejado, que resbalando por la tela de seda o de algodón, iban a colgarse en las varillas como lágrimas en una pestaña colosal!

Nunca pude comprobar por qué no daban asueto en los días de lluvia.

El aire era libre, los pájaros volaban a su antojo, el ganado pastaba sin restricciones en los campos, el agua corría por el suelo, buscando a su albedrío o al de la gravedad los declives. ¿Por qué todo esto no estaba en la escuela como yo, o por qué la escuela no era el campo, nosotros la vacas, los libros la hierba y el maestro un buey manso y gordo, semejante a esos aradores incansables e indolentes que miran con estoicismo la picana y con supremo desdén a los transeúntes?

Algunos años más tarde, en el colegio, la lluvia solía venir a embargar mis sentidos y muchas mañanas, antes que sonara la fatídica campana que nos llamaba al estudio, me despertaba oyendo llover como si el agua hubiera trasnochado para estar lista ya a esa hora.

Mi pensamiento volaba entonces a mis primeros años; me cubría la cabeza con las frazadas y mientras la lluvia cantaba en voz baja todas las elegías de la desdicha, mi delicia era representarme mi casa, las personas que conocí y amé primero y mi propia figura correteando sin zapatos por el patio anegado.

Más tarde todavía, en el hospital, mientras estudiaba medicina, en mi cuarto húmedo y sombrío, la lluvia caía mansamente sobre los árboles de los grandes y solemnes patios, acompañando a bien morir a los que expiraban en las salas. La lluvia tristísima sonaba entre las hojas, y el cráneo de algún pobre diablo, ex-número de la sala tal y famosa pieza anónima de anfiteatro, me miraba con sus cuencas triangulares y oscuras como si quisiera entrar en conversación conmigo acerca del mal tiempo.

Alguna canilla, unas cuantas costillas y otros huesos de difunto amarillentos, adorno indispensable de todo cuarto de estudiante, tiritaban de frío en un rincón, o se estremecían al sentirse trepar por un ratón de hospital, de esos ratones calaveras y descreídos que no saben lo que es la inmortalidad del alma y que viven entre huesos y entre cadáveres como entre la mejor compañía.

Y mientras tanto el agua eterna, siempre agua, viajando de la flor al océano, de la fosa a las nubes, del vapor al hielo, continuaba su ruta apurada por los fenómenos naturales, entonando su música en los mares, en los ríos, en las peñas, en los valles, y por fin en los tejados, haciendo disparar a los gatos que, como se sabe, tienen una marcada animadversión contra ese líquido.

El agua eterna sirviendo de espejo a los pastores en el campo, amontonando hielo en las cordilleras, haciendo trombas en los mares, regando las sementeras, hirviendo en algún tacho de cocina o lavando la cara de cualquier muchacho de cuatro años, pues todos los de esa edad tienen la cara sucia, continúa su ruta de la flor al océano, de la fosa a las nubes y del vapor a la nieve.

El agua eterna siempre agua, empujando las locomotoras, haciendo navegar a los buques, surgiendo de los pozos artesanos, vendiéndose a peso de oro en las boticas, lavando las ropas en todo género de vasijas, entrando en la confección de las comidas, sirviendo para inyecciones higiénicas o ahogando gentes en las inundaciones, continúa su ruta bajo el imperio de las fuerzas físicas, de la planta a los cielos, del corazón a los ojos para desprenderse en lluvia de lágrimas sobre las mejillas abatidas.

No tengo preferencia por ninguna clase de lluvia; me gusta la lluvia mansa, la niebla, la bruma, la llovizna, la lluvia fuerte, la torrencial, la continua, la intermitente, la con sol y la inopinada, esa que toma sin paraguas a todo el mundo en la calle haciendo la delicia y el negocio de los paragüeros.

Las gentes de esta ciudad han podido verme con mi sombrero grande caminando lentamente por las veredas, mientras otros corren presurosos buscando un abrigo contra la lluvia. Yo prefiero mojarme y salgo a gozar cuando llueve, como los demás hombres cuando hace lo que ellos entienden por buen tiempo. ¡Y pensar que hay países donde no llueve nunca!

Por mí, bien podía no haber paraguas ni capas de goma, ni impermeables. Me irrito cuando algún tonto llama mal tiempo al lluvioso y durante un aguacero me encanto con el espectáculo que la ciudad ofrece.

El aire está fresco, la luz es tenue y delicada, no grosera como en los días de sol. Los edificios se lavan y se asean, el agua limpia las calles, los viandantes andan de prisa vestidos de fantasía, los carruajes se ponen en movimiento y van dando cabezadas a un lado y otro como quien opina de diferente modo; los carros de los vendedores atraviesan despavoridos las bocacalles provistos de su perro malhumorado, cuya misión es gruñir sin motivo a los que no piensan robar; los caballos trotan haciendo saltar chispas de diamante; las mujeres levantan coquetamente sus vestidos, y los célibes se paran en las esquinas esperando algo que no llega, hasta ver pasar a cuantas se avista en todas direcciones.

Quizá también un carro fúnebre con su acompañamiento correspondiente, se dirige al cementerio seguido de veinte coches con sus cocheros agachados, provistos de su látigo a modo de pararrayo, todos iguales y dibujando la misma silueta oscura. En la casa mortuoria las gentes vestidas de luto, oyen en silencio la lluvia que canta acorde con sus sentimientos, cayendo gota a gota, como si expendiera una plegaria al menudeo.

Los enamorados que fomentan el amor de las jóvenes obreras, hormiguean por los barrios lejanos y van a hacer su visita tierna por no poder emplear mejor su tiempo con semejante día.

En cualquier casa junto a la ventana, mirando pasar la gente y oyendo la lluvia que con sus dedos amantes golpea los vidrios, cosen distraídas dos hermanas, una mayor y otra menor (podían ser mellizas), la menor es más bonita, la mayor más interesante; las dos alzan la cabeza al oír el más leve ruido y suspiran si es el gato el causante. Entre ellas está la mesita con su hilo, sus tijeras, su alfiletero y su pedazo de cera arrugado como la cara de una vieja, merced a las injurias del hilo, su mortal enemigo. El cuarto tiene piso de ladrillo, hay un brasero cerca de la puerta, en el cual canta suavemente una caldera con aquella melancolía uniforme del agua que está por hervir y que dice todo lo que uno quiere oír, al unísono con las voces interiores del sentimiento. Hay además en la pieza una cómoda de caoba en cuyos cajones moran mezclados los cubiertos sucios, las ropas, una redecilla, dos o tres abanicos, varias horquillas y añadidos de pelo, una estampa de modas, la libreta del almacén, un borrador de carta amorosa que comienza con esta ortografía: "my Cerrido hamigo de mi qorason" y una multitud más de objetos de todas las épocas.

Sobre la cómoda se ve una cajita con tapa de espejo toda desvencijada, un libro de misa con las hojas revueltas que lo asemejan a un repollo, un florero roto con una vela adentro, un santo de yeso con la cara estropeada, un busto de Garibaldi, otro de Pío IX, y en el contiguo lienzo de pared, clavados con alfileres, los retratos en tarjeta de todos los visitantes de la casa, ostentando una variedad grotesca de modas y de actitudes; unos con pantalón largo y pelo corto, otros con pantalón corto y pelo largo; uno con libro en mano y aire sentimental, otros tiesos como si fueran de madera y todos con aquel aspecto pretencioso que toman las gentes ante las máquinas fotográficas.

-Cómo llueve -dice la menor.

-Hoy no viene -dice la mayor.

-¿Por qué?, siempre que llueve viene.

La lluvia hace una pausa, y la conversación otra; se oye ruido de pasos y de gotas de tejado sobre tela tendida.

Y la imagen de la lluvia, con el paraguas cerrado, la levita cerrada, el cuello cerrado y el corazón y el estómago más cerrados aún, entra en la pieza bajo la forma de un elegante joven, pobre de bienes enajenables, rico de esperanzas y elocuente como cualquier necesitado en trámite de amores.

Una de las niñas, después de los saludos, continúa haciendo silbar su hilo en el género nuevo, mientras la otra abre los oídos a la música siempre adorable del labio amante.

Y la lluvia batiendo su compás comienza de nuevo fuerte, calmada, violenta, bulliciosa, alternativamente, acompañando con sus tonos dulcísimos las vibraciones de dos corazones henchidos de amor y de zozobra.

La lluvia lenta y suave canta en tono menor sus tiernas declaraciones, formula esperanzas, prodiga consuelos y adormece los cuerpos con sus secretas voces misteriosas.

La lluvia furiosa, torrencial, vertiginosa relata batallas, catástrofes, aparta la esperanza, despedaza el corazón y hace brotar en los ojos esferas de cristal que balanceándose en las pestañas parece que vacilan antes de soltarse para regar la tierra maldita.

Más allá en la vieja ciudad, álzase un convento sombrío, pesado, vetusto, como un elefante entre las casas; una ventana microscópica trepada en la pared enorme da paso a la luz que penetra sigilosamente en la celda de un fraile, para insultar con la novedad de sus rayos, una cama vieja, una mesa vieja y una silla vieja también, tres muebles hermanos en flacura que instalaron allí su osamenta hace dos siglos y en los cuales mil generaciones de insectos han llegado en la mayor quietud a la edad senil. La bóveda amarillenta da atadura a cortinas colosales de telarañas, donde yacen aprisionadas las momias de las moscas fundadoras y donde merodean silenciosas arañas calvas y sabandijas bíblicas enclaustradas, aun cuando no siguen la regla de la orden. Allí se han enloquecido de hambre las pulgas más aventureras e ingeniosas y las polillas, después de haber roído todas las vidas de los santos, han entregado su alma al creador bajo los auspicios de la religión. Un libro con tapas de pergamino se aburre de sí mismo entre las manos de un padre también de pergamino, que mira desde la altura de sus setenta años con ojos mortuorios de ágata deslustrada, las letras seculares de las hojas decrépitas e indiferentes.

En el patio del convento, crecen los árboles sobre las tumbas de los religiosos y la lluvia que cae revuelve el olor a sepulcro de la tierra abandonada.

La mente del padre huida de su cerebro vaga por no sé donde, mientras él, estúpido de puro santo, y sordo de puro viejo, no oye los salmos que canta el agua desplomándose de los campanarios y azotando los claustros.

Las pasiones han abandonado su corazón, los años han secado su cuerpo, han oscurecido sus sentidos y lo han arrojado ahí sobre esa silla para que vegete en vida, sin más instigador que el tañido de la campana, único motor de su cerebro, habituado a despertarse a hora dada por la costumbre cotidiana que lo obliga a cumplir sus deberes maquinales.

¡Dulce vejez sin dolores y sin enfermedades, premio de la vida austera, tú que marchitas los sentimientos y despojas de aguijones el corazón del hombre ¿por qué no dejas siquiera los oídos abiertos para escuchar la lluvia que dice tantas dulzuras al desfalleciente y al moribundo?

Y mientras el viejo duerme su vida, en la ausencia de todos los excitantes de los sentidos, abandonado de sí mismo en su celda helada, la lluvia saltando sobre los tejados, apurada por las calles, chorreando por las rendijas, mandando su agua por los albañales o formando arco iris en los horizontes, refresca, anima y vigoriza la naturaleza o enferma y destruye los gérmenes de la existencia humana.

Y mientras el viejo reposa sus órganos faltos de acción en su silla fósil, la lluvia deslizándose por los mares grises, serpentea lentamente por las hendiduras buscando su tumba al pie del edificio, o chocando con los obstáculos, produce con sus gotas desarticuladas, un sonido de péndulo que convida a morir.

La lluvia redobla en las bóvedas; en la iglesia desierta resuena la voz del religioso que dice sus rezos con murmullos nasales, teniendo la soledad por testigo; las naves están frías, el piso yerto, los altares estáticos como decoraciones enterradas en el teatro de alguna ciudad ahogada por las cenizas de un volcán y las imágenes de los santos, con los ojos fijos y los brazos catalépticos, parecen aterrorizadas por la lluvia que asedia, embiste y golpea las dobles puertas claveteadas.

El cuadro de la vida humana es monótono en su conjunto, pero variado en sus detalles.

En una capilla, como prueba de las atracciones sexuales, acaba de desposarse una pareja. El padre ha dirigido su sermón inútil que los novios no han oído. Los invitados al acto y los recién casados se han metido en los coches y han llegado sanos y salvos a la casa preparada; ha habido una despedida en la puerta, la madre ha dado a la esposa un beso en la frente, último beso casto que ésta recibe antes de entrar, llena de estremecimientos y colgada del brazo de su marido, al dormitorio matrimonial. Allí está la cama, una terrible cama monumental, preñada de amenazas y misterios; la niña se siente en ella alarmada y temblorosa; el marido revuelve proyectos en su cabeza inspirados en recientes orgías y con mano vigorosa desprende los azahares de la frente virginal; luego el velo, después las horquillas...el pelo cae derramándose sobre los hombros blancos... un corpiño y un corsé se oponen a los proyectos; ¡abajo estos atavíos! el vestido liviano se instala en una silla ostentando su cola; cae una enagua; la novia se encoge de frío y de vergüenza; ¡en camisa delante de un hombre! ¡y qué hombre! un brutal prosaico cuyos botines han atronado al caer sobre el piso de madera. El frac ha ido a extenderse sobre un sofá, donde ofrece el aspecto de un cajón fúnebre, al lado de las demás ropas masculinas; la desposada encuentra que son mejores los novios vestidos que los maridos desnudos. Han sido echados cautelosamente los pasadores de las puertas; los corazones palpitan con violencia; los labios están mudos; se oye el ruido de un beso; la lámpara opaca esparce su luz tímida sobre la escena; hay en la atmósfera perfume de carne joven; las sábanas nuevas dejan escapar esos anchos silbidos de las telas frotadas; la desposada suspira, llora y se queja como un tierno pájaro que expira; el marido ardiendo en deseos, abraza, acaricia y oprime... De repente el oído percibe un murmullo inquietante, como el de cautelosas llamadas repetidas... Las respiraciones se suspenden y a favor de su silencio se oye los golpes espaciados de las gotas en los postigos de la ventana, como preludios de la lluvia que comienza; lluvia de lágrimas en delicado homenaje a una virginidad sacrificada y doliente, elegía que penetra en el alma de la joven con la melancólica suavidad de un recuerdo lejano....


En otra escena, en medio de la ciudad bulliciosa, los diarios de la mañana y de la tarde instalan en sus columnas de telegramas, la biografía y el itinerario del último aguacero, según noticias venidas de cien leguas a la redonda, los pluviómetros marcan insolentemente la cantidad de agua caída en cada metro cuadrado, con la indiferencia de los datos físicos y la poética, la sublime, la encantadora lluvia, pasando por la Bolsa de comercio, experimenta la degradante y final transformación de las delicias humanas, convirtiéndose en dato estadístico y objeto de especulación.