La loca de la casa: 1

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La loca de la casa de Vicente Blasco Ibáñez


Capítulo I[editar]

Todos los viajeros, antes de abandonar la vieja ciudad de la Flandes francesa, oían la misma pregunta:

—¿Ha visto usted al señor Simoulin?...

No importaba que hubiesen invertido varias horas en la visita de la catedral, cuyas sombrías capillas están llenas de cuadros antiguos. Tampoco era bastante para conocer la ciudad haber recorrido sus iglesias y conventos de la época de la dominación española, así como las hermosas viviendas de los burgueses de otros siglos. El conocimiento quedaba incompleto si los curiosos prescindían de visitar el Museo-Biblioteca, y en él á su famoso director, que unos llamaban simplemente «el señor Simoulin», como si no fuese necesario añadir nada para que el mundo entero se inclinase respetuosamente, y otros designaban con mayor simplicidad aún, diciendo «nuestro poeta».

De todas las curiosidades de la urbe flamenca, la más notable, la que indudablemente le envidiaban las demás ciudades de la tierra, era Simoulin, «nuestro poeta». En esto se mostraban acordes todos los vecinos y los tres periódicos de la población, completamente antagónicos é irreconciliables en las demás cuestiones referentes á la política municipal.

Sin embargo, nadie podía enseñar la casa natalicia de esta gloria de la localidad. El gran Simoulin era del Sur de Francia, un meridional del país de los olivos y las cigarras, que había llegado siendo muy joven á la ciudad, para encargarse del Museo-Biblioteca en formación. Pero en ella había contraído matrimonio, en ella habían nacido sus hijos y sus nietos, y la gente acabó por olvidar su origen, viendo en él á un compatriota que era motivo de orgullo para la provincia.

Un sentimiento de gratitud se unía á la general admiración. Gracias á Simoulin, el Museo se había llenado de objetos que acreditaban las pasadas glorias del país; gracias á «nuestro poeta», los fabricantes de cerveza y de paños, gentes ricas y de pocas letras, que constituían la aristocracia de la ciudad, podían hablar, sin miedo á equivocarse, de los obispos, guerreros y burgomaestres de otros siglos que indudablemente eran sus ascendientes.

Además, el personaje imponía admiración con su aspecto. Los que le contemplaban por primera vez sonreían satisfechos. «Así se habían imaginado al grande hombre; no podía ser de otro modo.» Y parecían venerar con sus ojos las luengas barbas blancas, las dos crenchas de su cabellera, onduladas y brillantes como las vertientes de una montaña cubierta de nieve. De pie, perdía gran parte de su majestad, por ser pequeño de estatura y mostrarse agitado continuamente á causa de su inquietud nerviosa. Sentado en su Museo, recordaba al Padre Eterno, á pesar de las arrugas de su rostro y el mal color de su tez, impregnada del polvo de los libros y de las piezas arqueológicas.

Cuando hablaba—y el gran Simoulin era incapaz de callar así que tenía un oyente—, su palabra parecía difundir en torno de él una aureola de prestigio histórico. Todas las celebridades de la segunda mitad del pasado siglo las había conocido el grande hombre. Recordaba como amigos de ayer á Víctor Hugo y á Gambetta. Con este último había tenido, indudablemente, cierto trato, cuando el futuro gobernante de la República andaba echando sus discursos de tribuno republicano por los cafés del Barrio Latino. Al grandioso poeta lo había visto una vez nada más, confundido en una comisión de estudiantes que fué á saludarle á la vuelta de su destierro en Guernesey. Pero esto sólo representaba á los ojos de los admiradores de Simoulin un detalle histórico insignificante, y todos repetían, con la firmeza del que dice la verdad:

—Víctor Hugo, que fué íntimo amigo de nuestro Simoulin.

De otras amistades hablaba el grande hombre con más exactitud. En el Barrio Latino había tenido por camaradas á Zola, á Daudet y á otros escritores de su generación. Esto era indiscutible. Podía enseñar cartas de todos ellos, cartas breves, de un afecto forzoso, pero en las que vibraba la nostalgia de la juventud, ya lejana; cartas que los hombres célebres contestan por deber á los camaradas de los primeros pasos que cayeron rendidos en la mitad del camino. Y los admiradores del director del Museo-Biblioteca repetían lo que tantas veces habían leído en los periódicos locales:

—Hubiese sido el primer poeta del mundo, de querer seguir en París. Para él era la gloria que ahora disfrutan muchos con menos talento. Pero prefirió vivir entre nosotros....

¡Cómo no adorar á un hombre que había hecho tal sacrificio en honor de la antigua y adormecida ciudad!...

Todos en ella se esforzaban por corresponder á tal abnegación, haciéndole grata la existencia. El Consejo municipal atendía sus indicaciones con tanto respeto como el Colegio de cardenales escucha la voz del Papa. Aunque la ciudad no tuviese dinero, lo encontraba siempre para las mejoras de su Museo-Biblioteca. Los subprefectos enviados de París visitaban inmediatamente al grande hombre. Un presidente de la República, al pronunciar su discurso durante una permanencia de breves horas en la ciudad, había saludado á Simoulin como la más alta gloria de la región. Los industriales del país, que sólo aceptaban alianzas con gente de dinero, habían admitido como yernos á los hijos del poeta.

Su gloria se extendía por toda la provincia como algo irresistible, reflejándose en las provincias limítrofes. En toda ceremonia oficial, los periódicos se cuidaban, ante todo, de anunciar: «Hablará el ilustre Simoulin.» Unas veces era un discurso patriótico; otras, una oda de circunstancias. Los organizadores de banquetes contaban con un medio seguro para evitar el fracaso: «A los postres, pronunciará un brindis nuestro poeta.» Y en pocas horas no quedaba un asiento disponible.

Todos los que en la ciudad se sentían tentados por el demonio de la literatura acudían á la Biblioteca para pedir consejo al ilustre maestro. Los recibía como amigos antiguos, y, arrastrado por su vehemencia verbal, dejaba pronto de ocuparse de ellos para hablar de su propia persona.

—Un día, el abuelo Hugo me dijo que....

Por las tardes se reunían en su casa los admiradores de su ciencia histórica: varios señores retirados de la magistratura, del comercio ó de las armas, que en vez de entretenerse coleccionando sellos, se habían dedicado á la arqueología provincial.

El discípulo preferido era el comandante Pierrefonds, un hombre corto de estatura, fornido, parco en palabras, de mal carácter, que gruñía á la menor contradicción bajo su recio bigote rojo y blanco. Tenía el gesto reconcentrado y amenazante de un perro feroz y mudo. Sólo el maestro Simoulin se atrevía á bromear con él. Vivía solitario, en una casa de las afueras, con una vieja ama de llaves y una colección de monedas antiguas, á la que pensaba dedicar el resto de su existencia de célibe.

Se había retirado del ejército con verdadero placer al llegar á la edad reglamentaria, después de una serie de campañas coloniales penosas y sin gloria, que habían quebrantado su salud y agriado su carácter. Sólo le interesaba actualmente la numismática, y no reconocía otra grandeza humana que la de su eminente amigo y maestro. Su ambición era ser el primero de los «simoulinistas», y los que envidiaban su privanza, viéndole acompañar al grande hombre á todas partes, lo habían apodado «el dogo del poeta».

Esta veneración no cegaba al rudo comandante hasta el punto de hacerle desconocer los defectos de su maestro. Pierrefonds era capaz de dejarse matar si le exigían una mentira á cambio de la existencia; nunca recordaba haber faltado á la verdad voluntariamente; ¡y, en cambio, su admirado maestro!...

Dudaba el militar antes de definir la verdadera personalidad moral del ilustre Simoulin.... Lo mismo les ocurría á muchos de los discípulos. En la misma incertidumbre estaban sus hijos, su vieja esposa, todos los que le trataban de cerca.

¿El poeta era un embustero?...

No; no lo era. El que miente lo hace con un fin interesado, por orgullo ó por perjudicar á otro. Y el ilustre maestro no mentía; lo que hacía, simplemente, era ignorar la verdad, huir de ella cuando la encontraba al paso.... Y si le obligaban á mirarla de frente, la veía con unos ojos distintos á los ojos de los demás.

Las cosas nunca eran para él como para los otros; siempre las contemplaba como quería que fuesen y no de acuerdo con la realidad.

Además, carecía por completo del sentimiento de la medida, inclinándose á la exageración para aumentar ó disminuir las cosas. Unas veces hablaba de su ciudad como de una urbe igual á Londres ó Nueva York. Otras veces la compadecía cual si fuese una aldea. Las personas pasaban á ser en su apreciación semidioses ó monstruos; nada guardaba para él sus proporciones regulares: ni seres ni objetos.

Uno de sus admiradores, antiguo juez aficionado á las disquisiciones filosóficas, había hecho su diagnóstico.

—Tiene la enfermedad de muchos grandes hombres. Su peor enemigo es «la loca de la casa».

Este era el apodo que el filósofo Malebranche había dado á la imaginación. Había días en que «la loca» dormía detrás de la frente, en el piso más alto de aquel edificio humano, y el poeta se mostraba tan razonable y justo en sus apreciaciones como un fabricante de paños de la localidad. Otras veces, la inquilina del cráneo se despertaba impetuosa, haciendo toda clase de cabriolas y extravagancias, y el ilustre maestro pasaba de golpe á vivir en un mundo quimérico, mientras su cuerpo se movía en este mundo terrenal. Sus ojos miraban, para ver lo que no veían los otros, sus manos poseían un tacto sobrenatural, mientras su boca iba emitiendo, con acento de sinceridad, errores y exageraciones equivalentes á grandes mentiras.

El rudo Pierrefonds lamentaba estos excesos de «la loca de la casa», pero no por ello compadecía á su maestro.

—Todos los genios fueron así.

Recordaba á Balzac y á otros escritores imaginativos, que poblaron su vida práctica de absurdas concepciones, aceptándolas como realidades.

Además, ¡quién sabe si era «la loca de la casa» la que había hecho que este hombre del país de los olivos y las cigarras conquistase con tanta rapidez la vieja ciudad dormida y sin ensueños!...