La luna en la velada
El reloj de la torre vecina ha dado lentamente las campanadas de la media noche.
Mi lámpara, ya casi apagada, baña a veces los objetos que me rodean con
luz azulada y trémula: se ha extinguido y no alumbrará más: su llama revive...,
intenta elevarse y expira: ¡así lucha la esperanza con un destino implacable!
Buscamos a Dios en la soledad, porque lo que tenemos de divino se deleita
allí con nuestros pensamientos; juega con las flores, las brisas y las aguas;
se extasía contemplando el cielo.
Amamos el silencio porque donde él impera, el alma reina; porque ahí,
libre ella del ruido y de las miradas del mundo, recibe nuestras caricias, como
la esposa que por vez primera se atreve a reclinar su cabeza en nuestro pecho,
suspirando por un amor inmortal.
Cuando en medio del desierto, bajo el lujoso pabellón de la noche, se pone
oído atento a los vagos rumores de la selva cercana, escuchamos a la soledad,
que alienta, y al silencio, que se cierne sobre ella en las tinieblas, agitando son
sus alas brisas impregnadas de aromas.
Cuando la luna llena se levanta sobre las cumbres puntiagudas y negras
que sombrean el valle donde nací, y dora con su luz macilenta las movibles y
altas techumbres de los bosques de palmeras, que se elevan o inclinan sobre
los collados de vegas ignotas como floreros inmensos, el viento suspira en los
follajes; el río juncoso, sin linfas ni murmullos, refleja todo el esplendor del
cielo; los buitres sacuden sus plumajes y graznan en las espesuras, y las palomas
gimen. Es que la soledad ha despertado. Pocos momentos después no se oye
ya ni el vuelo de una hoja: el silencio ha descendido sobre la selva y la soledad
duerme de nuevo bajo sus alas y sus besos.
¡Desiertos amados!, sé que me esperáis, ¡y tardo! Noches de paz y deliciosos
delirios, ¡por qué placeres os he despeñado!
Un rayo de la luna avanza temeroso en medio de la oscuridad de mi estancia,
lívido como los primeros resplandores de una aurora de invierno. ¡Cuán
lentamente, cuán silenciosa y triste recorre ella ahora esa bóveda
inmensa de ceniciento azul!
¡Qué de maternales besos e infantiles alegrías trae a mi memoria? ¿Qué
de los castos deleites y lágrimas de un amor primero? ¡Recuerdos de un adiós y
un último beso, humedecidos por el llanto de esos ojos que por mí tanto han
llorado! ¡Cuántos ensueños de gloria en vano perseguidos! ¿Qué habla a mi
corazón de una tumba solitaria y sin sombra, en medio de una llanura que
cubren aromos y zarzales?
¡Yo lo sé!
Sobre la campiña que avanza rodeada de umbrosas ceibas y florecidos
naranjos hasta la gradería de la casa paterna, estaban esparcidos y deshojados
nuestros ramilletes de rosas y albahacas. Una preciosa niña de blanco y vaporoso
traje, de talle fino e inquieto, suelta la hermosa cabellera, busca a tientas,
porque está vendada, un distraído a quien aprisionar, entre los niños que la
rodean riendo y cantando. La veo en este instante: la he desatado la venda al
entregármele prisionero, y ella se sonríe dulcemente, arréglase los cabellos y me
mira con sus húmedos y negros ojos, antes de cubrir los míos con un pañuelito de batista.
Los retozos infantiles cansan al fin a la bulliciosa turba. Reclinado en el
regazo materno, manos que se dejan asir para que y olas bese, juegan con mis cabellos.
La apacible luz de la luna ha reemplazado la de los arreboles de ópalo y oro.
Algunas aves desbandadas, que atraviesan el horizonte con pausado vuelo, se
destacan sobre los últimos resplandores del ocaso y desaparecen tras de los bosques
lejanos de písamos. A distancia ya ratos se oyen cantares campesinos, cuyos
acentos tristes y monótonos lleva el viento, vuelve a traer y torna a llevar.
Un caballero se acerca a la gradería y se apea con destreza. Viste de blanco,
lleva botas hasta la rodilla y calza espuelas de plata. Los niños corremos a rodearlo,
impidiéndole andar; los perros le agasajan y aúllan de alegría: ha tomado del
regazo de mi madre al más pequeño de mis hermanos y le hace caballo en una
de las rodillas: yo me afano inútilmente por disputarle a Pedro, el paje mimado,
el honor de desabrocharle las espuelas a su amo. Es mi padre.
Los labriegos, que tanto le amaron, cuentan haber oído sus pasos en esos
pobres hogares que visitó remediando miserias: y me han referido que esuchan
aquella voz armoniosa, en los campos que él cultivó, cuando la luna ilumina
noches calladas. Yo le he llamado en días de supremo infortunio, y aunque sé
que vela por mí, ¡nunca responde!
¡Amor mío, amor primero de mi corazón! Solo me quedan de ti recuerdos
que evoco temeroso, y esa luna, confidente antes amable de nuestras tristezas
y alegrías, que ella olvidó ya.
Aún está sobre mi pecho el calor de esa cabeza destrenzada; aún oigo los
acentos inarticulados de sus labios; todavía siento gotear sobre mis manos sus
lágrimas ardientes, las veo rodar de sus ojos, velados por el pudor, abrillantados
por tu luz, ¡oh luna que tanto amó!
¡Pobre Felisa! Si con lágrimas pudiera saciarse esta sed que devora mi
alma, si con lágrimas tuyas debías comprar mi corazón, ¿quién se atrevería a disputártelo?
Y hay instantes en que te pertenece entero. Esa impalpable rival que te lo
roba, es menos amorosa que tú. Esta visión querida, que me hace alejar de ti,
acabará por vengarte de los momentos de mi criminal desamor. No la temas
cuando velo a tu lado, y tus sonrisas y las caricias de nuestros hijos, me hacen
olvidar crueles y pasados infortunios.
Pero cuando en horas avanzadas de la noche entras con pasos quedos a la
estancia en que trabajo, a la luz de una rústica lámpara, cuyos resplandores
amortiguan los rayos de la luna naciente; cuando te acercas y mis oídos no te
oyen ni mis ojos te buscan... llora y perdona, porque mi corazón te es infiel tu rival es la Gloria.
Si pudieras visitar por un instante lo que lejos de llamo mi hogar,
compadecerías al mismo que llamas y que tarda en volver. Ahora me rodea un
silencio espantoso: esa misma luz que penetraba, ha diez años, en nuestra cámara
nupcial, viene como a buscar aquí a tu esposo amante de otros días, y no halla
flores ni cortinajes vistosos. Un acento de tu agasajadora voz, el aroma de tus
vestidos, harían volver la alegría a mi corazón, que más tarde en vano procurarás
despertar, porque permanecerá sordo y frío, muerto bajo tu frente.
Y tal vez llegará un día en que busques, entre otros sepulcros, un sepulcro
sin nombre, y gentes extrañas te mostrarán el mío...
Háblale entonces de mi amor, ¡oh luna! Háblale de las noches en que ayudado
por tu luz descendía yo de las alturas de San Antonio al pequeño valle
sembrado de sauces, donde blanqueaba la perfumada mansión a cuya puerta me
esperó anhelosa tantas veces. Háblale de las tardes en que reclinada mi cabeza
sobre mi hombro, oyendo los gemidos del viento en los peñascos y los sollozos
del Cali, mientras seguían mis ojos sus corrientes, azules en la vega del Peñón,
plateando a lo lejos al serpentear en el confín de la llanura. Háblale de nuestro
último adiós... y del último beso mío que me enjugó sus lágrimas.
Ahora la llanura estará solitaria: el viento sacudirá los aromales resecos,
esparciendo en los gramales hojas muertas. ¿Dónde estará la tumba que mi
alma busca allí? Nunca hollaron mis pies los zarzales que la rodean; no ha
humedecido ese polvo una lágrima mía. Mis manos no tocaron ya helada esa
mano cariñosa que meció mi cuna. Mi acento no llegó a los oídos de esa madre
amorosa, cuando la rodeaban algunos de sus hijos, esperando un adiós y una
bendición que yo no merecí. ¡Mis ojos la lloraron tarde!
¿Era pues de esos dolores de lo que vino a hablarme un rayo de tu luz
solitaria viajera del cielo?
Mucho tiempo hacía que contemplándote no brotaba de mis ojos tan copioso
lloro. ¡Permita Dios que ellos se cierren para siempre antes de que se haya
secado la última lágrima!...
20 de enero, 1868