La maldición de Miller
Era como refrán en Lima, allá en los días de mi mocedad; el decir por toda solterona en quien disminuían las probabilidades de que la leyese el cura la epístola de San Pablo: «¿Si le habrá caído a ésta la maldición del general Miller?»
Tanto oía yo repetir la frase, que se despertó mi curiosidad por conocer el origen de ella; pero sin éxito. Las personas a quienes pregunté estaban tan a obscuras como yo.
-¡Paciencia! -me dije.- Cuando menos la busque, saltará la liebre.
Y así sucedió. En el verano de 1870 conversaba yo una tarde, en el malecón de Chorrillos, con un viejo militar que alcanzó las presillas de capitán de caballería en la batalla de Junín, cuando pasó cerca de nosotros una elegante bañista, que contestó con sonrisa amable al saludo de sombrero que la dirigió mi amigo.
-¡Buen jamón, mi coronel! -dije yo.
-No tanto, mi amigo, porque es soltera y juiciosa. Ahí donde la ve usted tan bien pintada y llena de perifollos, pasa de los treinta y cinco, y es casi seguro que se quedará para vestir santos. Es de las que, sin merecerla, llevan la maldición de Miller.
-¿Cómo es eso de la maldición? Cuéntemelo, coronel, si lo sabe.
-¡Vaya, vaya, vaya! ¿Y usted lo ignora?
-Porque lo ignoro lo pregunto.
Y mi amigo, después de retorcer el canoso mostacho, dijo:
-Ha de saber usted que cuando las fuerzas patriotas que mandaba Miller, que era un gringo muy aficionado a oír el silbido de las balas, tuvieron que abandonar Arequipa, el general fue de los últimos en montar a caballo, y lo hizo cuando ya una avanzada de los españoles penetraba en la ciudad. Si los arequipeños fueron patriotas tibios, en cambio las arequipeñas eran, en su mayoría, se entiende, más godas que don Pelayo. Iba Miller a medio galope por una de las calles centrales, cuando de un balcón le echaron encima un chaparrón de líquido y no perfumado. Miller detuvo el caballo, lanzó el más furioso ¡God dam! que en toda su vida profiriera, y miró al balcón donde, riendo a carcajada loca, estaban tres damas de lo más encopetado de Arequipa. Eran tres hermanas poco favorecidas por la naturaleza con dotes de hermosura, y sin más gracia que la del bautismo; en suma, tres muchachas feas. Pero como a las mujeres les entra la opinión política por el corazón, las tres hermanas, que tenían su respectivo cuyo, galancete o novio en las tropas del virrey La Serna, eran tan encarnizadas enemigas de los insurgentes, que creyeron hacer acto meritorio en pro de su causa perfumando con ácido úrico al prestigioso general patriota.
Miller contestó a la carcajada quitándose el sombrero, no para saludar, sino para sacudirlo, y luego espoleó el caballo, diciendo antes a las sucias hermanas, con la flema que caracteriza a todo buen inglés:
-¡Permita Dios que siempre duerman solas!
Y la maldición fue como de gitano; porque las tres hermanas murieron cuando Dios lo dispuso, sin haber probado las dulzuras del himeneo.