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La manada

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-Pero, ¡miren este loco! si no hay forma de hacerle tomar esa yegua. ¡Y tan linda que es!... Eso; ¡corré, no más, corréla!... Dejá, dejá, que ahorita te voy a atajar el pasmo.

Y don Hortensio, dejando el mate, llamó a sus hijos, Floro y Luciano, para que trajeran la manada al corral, yéndose él a arreglar la tranca que estaba medio descompuesta y aprontarlo todo para lo que pensaba hacer.

Don Hortensio era santiagueño; había venido a poblar, como tantos otros de sus comprovincianos, en la provincia de Buenos Aires, donde arrendaba barata una legua de campo, en los confines de la zona habitada. Ahí, cuidaba, con sus hijos, una majada de ovejas bastante ordinarias, un rodeo de vacas criollas y una yeguada grande, como cuatrocientos animales, repartidos en varias manadas.

Como buen gaucho, poco entendía de mejoras zootécnicas y se contentaba con seguir aplicando los métodos criollos que le habían enseñado desde chico. Para él no había animal de más valor que el caballo. Cuidar «sus pies» era la primera regla, casi la única, para el hacendado. Un gaucho a pie, amigo, ¿qué vale? ¿de qué le servirá tener hacienda si no la puede cuidar? y para cuidarla bien, en todo tiempo, invierno y verano, se necesitan caballos, muchos caballos. Por esto, tenía, para cuidar mil vacas, cuatrocientas yeguas; así, estaba seguro de poder renovar siempre la caballada y tener siempre a mano, en caso de apuro, potros para domar y redomones para formar tropillas.

Es que la yegua no pare todos los años; a la mitad de potrancas que para nada sirven y, para que un potrillo llegue a ser caballo, se necesitan cuatro años y tener la suerte de que le salga bueno, de que no se estropee, mil cosas.

Don Hortensio no se daba cuenta de que, nada más que para cuidar cuatrocientas yeguas, necesitaba tres veces más caballos que para cuidar las mil vacas; de que las yeguas no le producían casi nada, pues la cerda, aunque se vendiera bien, era el único fruto bienal, que de ellas se podía sacar, sin contar que, para tuzar, tenía que conchabar peones, estropear caballos, trabajar una punta de días, destrozar el corral, ¡la mar!, pues es el trabajo quizá más rudo de todas las faenas pampeanas... ¡Cierto que también, y como ninguno, es trabajo de lucirse el que sabe enlazar!

Vender yeguas gordas, a veces, le sucedía, pero por casualidad y pocas, porque las tenía tanto amor que, por un motivo o por otro, nunca dejaba que el resero sacase las que más le hubiesen gustado: ésa, porque era hija de la yegua madrina de la tropilla de su finado padre, o por haber sido la madre de su crédito; ésta, porque era muy alta; aquélla, porque era de un pelo singular; esa otra, porque todavía le mamaba el potrillo, un grandulón de año y meses pero ¡tan guapito el animal! Sería un crimen mandar al matadero aquella lobuna que le había dado dos parejeros, o la rosilla, tan preñada... ¡Qué dolores de cabeza y casi de corazón le causaba el aparte a don Hortensio!

El resero le decía:

-Pero, don Hortensio, ¿qué va a hacer con esos animales viejos? Aproveche que están gordas y déjemelas apartar, ¡hombre! Así, alivia el campo y se hace de pesos.

Acababa por ceder el santiagueño, porque posee el dinero gran poderío convencedor; pero, con todo, quedaba inquieto, con el temor siempre de que no le alcanzaran los caballos.

Se reía el resero. Pues el único argumento serio de don Hortensio era justamente que, nada más que para cuidar la yeguada, necesitaba muchos caballos.

Por lo que era de vender algunos de éstos, era cosa de pasar años sin que se presentara la ocasión; pues a los agricultores extranjeros, les daba por comprar puras yeguas para arar, en vez de caballos, y los mismos estancieros de nueva ley empezaban a cuidar sus vacas mansas, en potreros alambrados, con cuatro mancarrones mantenidos a maíz, para toda la estancia.


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Llegaba ya la manada al corral. Al frente de ella, como altanero jefe, venía trotando, en sonora cadencia, la cabeza erguida y alzando las manos, el padrillo que tanto le hiciera renegar a don Hortensio. Era un precioso animal, zaino de pelo, elegante, alto, magníficamente clinudo, con la cola tupida y larga, y que parecía nacido, de veras, para fundador de dinastía.

Desde su nacimiento, lo había destinado don Hortensio para padrillo; no por esto lo había cuidado más que a los compañeros, pero siempre lo había envuelto con una mirada especial de amo cariñoso.

-Buen padrillo va a ser -decía, cada vez que, al cruzar el campo, se encontraba con la manada de que formaba parte; y cuando vio, en la primavera, que ya empezaba a repuntar, es decir, a fastidiar ciertas yeguas de su preferencia, a cortarlas de la manada para llevárselas, a pelear con los otros padrillos para conservarlas, lo dejó hacer, y hasta a veces le facilitó la tarea.

Era lindo verlo trabajar: bravo como él solo, sin vacilar, buscaba camorra a los padrillos más antiguos de la estancia, metiendo por todo el campo un continuo retumbar de correrías locas, con relinchos y ruidos de combates homéricos, todo por apoderarse, muchas veces, de alguna yegua medio deshecha, con la cual, desde lejos y quién sabe cómo, se había relinchado, sin ver que los caballerescos ademanes del contrario, prodigados como para detenerla, eran de pura forma y para disimular su perfecta conformidad con que ella se fuera.

Atento, galante, asiduo con las compañeras así conquistadas, las rondaba el zaino cuidadosamente, para que no se las volvieran a arrebatar, y buscaba para ellas los mejores retazos de campo, la mejor aguada, los cañadores más pastosos.

Más de una vez, don Hortensio, para favorecerle contra algún padrillo de más edad que él, que le disputara alguna esposa, iba, de un galopito, con los perros, hasta por allá, como a repuntar la hacienda, y lo hacía correr al viejo hasta sus yeguas para que se dejase de embromar. Así se formó el potrillo una familia a su gusto y pronto se pudo dar por entablada del todo la «manada del zaino».


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Pero mirándolo bien, le parecía a don Hortensio que el zaino había elegido a las compañeras como potrillo, no más, que era, sin experiencia. La verdad que casi todas eran, si no viejas, por lo menos maduras; como si ellas lo hubiesen elegido a él y no él a ellas; ni tampoco había repuntado las de más lindo pelo, ni las de mejor parecer. Meneaba la cabeza don Hortensio, algo disgustado por esa falta de tino, sin poderse explicar por qué será que los animales no tienen, para apoderarse, los mismos pareceres que sus amos... ni, muchas veces, los hijos que los padres. Es que, fuera de que, a menudo, pueden más, para conquistar a los más viriles corazones, en sus primeros arranques, astutas coqueterías de otoño que primaverales encantos, también hay, en los gustos, a veces heteróclitos, de la juventud, rarezas, al parecer inexplicables, que han de tener su buen fin, y ya que así lo quieren los interesados, es que la naturaleza lo habrá mandado así.

Con todo, don Hortensio quiso imponerle al zaino una yegua elegida por él; y trató de incorporar a la manada recién formada una potranca, zaina también, de hermosas formas y buena alzada. Fue en vano; el joven padrillo, enfurecido, la echó a coces y mordiscones, la persiguió a todo correr por el campo, como si hubiera sido, la pobre, alguna apestada.

Y fue por esto que don Hortensio resolvió ponerle al zaino zapatillas. Lo voltearon en el corral, le ataron de cada mano una huasca de vara y media de largo, y así lo soltó al campo don Hortensio, con la manada, gritándole, burlón:

-Andá ahora, bribón; andá, corré.

El zaino salió despacio del corral, como buen guardián, después de haber dejado pasar por delante toda la manada; pero apenas en el campo, vio la potranca zaina; ya le entró el furor y la quiso correr; pero, a cada rato, se pisaba la huasca; casi se venía de hocico al suelo, y pronto tuvo que renunciar. A la fuerza, se tuvo que acostumbrar a la presencia de la yegua, tan sumisa, por lo demás, y tan cariñosa con él, que poco a, poco se le fue el odio que le había criado... quién sabe por qué motivo.

Tampoco podía sufrir el zaino, en los primeros días, que se vinieran a juntar con su manada, potros, redomones y caballos, y por sus malos modos para con esa gente trabajadora y discreta, tuvo que penar con zapatillas toda una semana más.

Pero con ese castigo, ya se compuso del todo y se volvió un padrillo modelo. Llevaba sus yeguas a las cañadas donde más abundaba la gramilla tierna: conocía las lagunas más claras y de agua dulce y los reparos más abrigados entre las cortaderas, para cuando soplaba algún viento áspero. No dejaba de prestar al mismo campo los servicios que de las yeguadas esperan los dueños de la tierra, recorriendo con su familia, a todo correr y al parecer sin motivo, todo el campo, pisoteando y emparejando los socotrocos muy duros de las lomas y los bajos demasiado blandos.

Cuando le empezaron a nacer hijos, algo se sosegó por un tiempo, contentándose con gozar en quietud de la vida de familia. Vigilaba la manada con más atención que nunca, para alejar de ella los intrusos y de los recién nacidos los peligros que siempre los rodean. Enseñó a los potrillos a correr al pie de la madre, a huir contra el viento para evitar los mosquitos, a volver a la querencia; a rodearse en algún desplayado con la cola levantada y meneándola, para rechazar el ataque de los tábanos. Los consoló cuando la yerra, haciéndoles ver que, por esa pequeña quemadura, se habían hecho gente. Los hizo disparar con tiempo ante una quemazón, peleando y arreando a las madres, tan curiosas que se quedaban como atontadas, mirando el fuego que se les venía encima.

¿Cómo no va a creer don Hortensio que sus cuatrocientas yeguas que tanto corren, tanto dan que hacer, tanto bullicio meten en el campo, con sus galopes repentinos y furiosos, no representan un capital importante? Ilusión, sin embargo, cada día, valen menos; todos quieren vender yeguas, cansados de ver que no dan producto. ¿Para qué tantos caballos, todos demasiado gordos en verano, y tan flacos en invierno que, por muchos que se tengan, es a menudo imposible moverse?

Todavía se podía comprender que los indios diesen valor a las yeguas, ya que las comían, pero, ¿un cristiano? Y poco a poco el mismo don Hortensio, criollo viejo y empedernido criador de yeguarizos, va conociendo que los que tienen pocas yeguas y pocos caballos, pero bien cuidados y gordos siempre, son los más juiciosos.

Un día, se deja tentar. Y vende, él también, al resero, trescientas yeguas de un golpe, para comprar cincuenta vacas: toda una evolución incipiente; el derrumbamiento de todo un pasado de atraso y de ignorancia, el cimiento de todo un porvenir de civilización y de riqueza.


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