La mujer del porvenir: 14

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Hemos procurado demostrar las contradicciones de las leyes y la confusión de las opiniones y de las costumbres en lo que a los derechos y capacidad de las mujeres se refiere.

Las contradicciones en que incurren algunos fisiólogos al asegurar la inferioridad orgánica de las facultades intelectuales de la mujer.

La superioridad moral de ésta.

Que habiéndose vedado a la mujer el ejercicio de las facultades intelectuales superiores, poco puede decir la Historia, y, no obstante, su testimonio es favorable a la opinión de que la inteligencia de la mujer puede cultivarse con ventaja como la del hombre.

Las funestas consecuencias que acarrea para el hombre, para la sociedad y para la mujer el error de su incapacidad intelectual, y la imposibilidad de ejercer ninguna profesión y la mayor parte de los oficios.

Que la mujer puede ejercer todas las profesiones y oficios para los que no se necesite mucha fuerza física ni sea un obstáculo la ternura de su corazón, ni tengan algo que repugne a su natural benigno.

Que la mujer educada será más dulce, más benévola, porque la educación suaviza el carácter hasta de los irracionales.

Que no hay incompatibilidad entre el cultivo de la inteligencia y los quehaceres domésticos.

Que los hijos, en vez de perder, ganarán cuando la madre pueda ejercer una profesión u oficio lucrativo.

Que la mujer soltera no debe ser mirada con desdén; que educada puede llenar una alta misión social; que cuando la llena, es tan respetable como la madre.

Esto es lo que hemos procurado probar con toda la brevedad que nos ha sido posible, y tratando sólo las verdades esenciales que una vez admitidas conducen a todas sus múltiples consecuencias.

¿Defendemos lo que se ha llamado emancipación de la mujer? No está muy bien definido lo que con estas palabras se quiere dar a entender, y nosotros deseamos consignar con claridad nuestro pensamiento.

Queremos para la mujer todos los derechos civiles.

Queremos que tenga derecho a ejercer todas las profesiones y oficios que no repugnen a su natural dulzura.

Nada más. Nada menos8.

Queremos para la mujer la dependencia del cariño, y la que ha establecido la naturaleza haciéndola más débil, más sufrida y más impresionable; pero rechazamos la dependencia apoyada en leyes injustas, en costumbres inmorales o absurdas, y en la pobreza o la miseria de quien no tiene medios de ganar lo indispensable. Queremos la independencia de la dignidad, la independencia moral de un ser racional y responsable; pero estamos persuadidos de que la felicidad de la mujer no está en la independencia, sino en el cariño, y que como ame y sea amada, cederá sin esfuerzo por complacer a su marido, a su padre, a su hermano y a su hijo.

Queremos que sea dulce madre, hija y esposa tierna antes que todo; que su misión sea una especie de sacerdocio, y que la llene con todo el amor de su corazón y todas las facultades de su inteligencia.

Queremos que, puesto que las costumbres le conceden mayor libertad que a la mujer de Oriente, de la Edad Media y aun de principios de este siglo, su educación esté en armonía con esta libertad, para que sepa usar de ella.

Queremos que sea la compañera del hombre. Pudo serlo, sin educar, del hombre ignorante de los pasados siglos; no lo será del hombre moderno mientras no exista entre sus ideas la misma armonía que hay entre sus sentimientos.

Queremos que no se establezcan diferencias caprichosas entre los dos sexos, sino que se dejen las establecidas por la naturaleza que están en el carácter y bastan para la armonía, porque conviene no olvidar que ésta se establece con tanta mayor facilidad cuanto las ideas están más acordes.

Queremos que en la vida social esté representado el sentimiento y admitida la realidad de sus verdades; que esta representación la tengan las mujeres principalmente y lleven a las costumbres, a la opinión y, por consiguiente, a las leyes, un elemento que muchas veces les falta. Que sin negar a la razón sus derechos, hagan valer los del corazón, y digan y prueben que hay casos y cuestiones, grandes cuestiones, en que un ¡ay! es un argumento y una lágrima una demostración.

Queremos que la mujer avive el sentimiento religioso por medios que estén en armonía con la época en que vive. Ya no se imponen las creencias con la autoridad ni se infunden por el martirio. La caridad y la razón deben fortificar la idea de Dios. La caridad está viva; pero la razón yace casi muerta en la mujer, y se semeja a un misionero que ignorase el idioma de los pueblos que quería convertir. Es necesario que aprenda ese lenguaje; que purifique sus creencias de toda superstición; que con su ejemplo combata la idea de los que pretenden hacer incompatibles la instrucción y la piedad; que multiplique los caminos para llegar a Dios, y, sobre todo, que no haga reflejar sobre la religión algo del descrédito intelectual de quien la practica.

La mujer tiene que quebrantar por segunda vez la cabeza de la serpiente, de ese escepticismo que se enrosca alrededor de nuestra existencia, que nos inocula su veneno, que nos hiela con su frío, y, en vez de armonías sublimes, nos da su silbar siniestro.

Las grandes cuestiones se resuelven hoy a grandes alturas intelectuales, y es necesario que la mujer pueda elevarse hasta allí para que no preponderen el egoísmo, la dureza y la frialdad; para que no se llame razón al cálculo, y cálculo a la torpe aplicación de la aritmética.

Dulce, casta, grave, instruida, modesta, paciente y amorosa; trabajando en lo que es útil, pensando en lo que es elevado, sintiendo lo que es santo, dando parte en las cosas del corazón a la inteligencia del hombre, y en las cuestiones del entendimiento a la sensibilidad femenina; alimentando el fuego sagrado de la religión y del amor; presentando en esa Babel de aspiraciones, dudas y desalientos el intérprete que todos comprenden, la caridad; oponiendo al misterio la fe, la resignación al dolor, y a la desventura la esperanza; llevando el sentimiento a la resolución de los problemas sociales, que nunca, jamás, se resolverán con la razón sola: tal es la mujer como la comprendemos; tal es la mujer del porvenir. Por ella nacerán a la vida del alma los hijos del pueblo en las generaciones futuras; por ella será más pausada y más continua la marcha de las sociedades, sin alternativas de velocidad vertiginosa y de paralización mortal; por ella se acabarán, si es posible, las luchas sangrientas y las victorias de la fuerza; por ella será magnetizado ese mundo, tantas veces impenetrable a la palabra de vida.

Y si todos los pueblos necesitan que conmuevan sus entrañas la sensibilidad de la mujer, mucho más aquellos menos adelantados y menos dichosos. La comunicación continua con otros países da lugar a comparaciones desventajosas, que si unas veces determinan nobles impulsos de emulación, no pocas inspiran desdén y desaliento y el afán de ir a gozar en el extranjero las ventajas de una civilización más adelantada. Contra ese deseo, tantas veces puesto por obra y causa permanente de empobrecimiento, ¿pediremos leyes a los hombres? No. Invoquemos una que Dios ha grabado en el corazón de la mujer. Vosotras, ¡oh mujeres!, que no dais el primer lugar en vuestro cariño a los predilectos de la naturaleza o de la fortuna; vosotras que queréis más al hijo enfermizo, deforme, desventurado, comunicad al hombre el más generoso de vuestros instintos; enseñadle a amar a la patria, a su madre, porque es infeliz; hacedle sentir cuán vil es y cuán culpable el que abandona a los suyos en la desgracia; cread una nueva, una grande escuela política: que no combata más que con un adversario, con el egoísmo; que no escuche más que un oráculo, el corazón.