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La necedad del discreto/Acto I

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Elenco
La necedad del discreto
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto I

Acto I

Salen LAUREANO y CELIO con hábito de noche y valonas de estudiantes.
LAUREANO:

  Llama a este balcón.

CELIO:

¿Con qué?

LAUREANO:

Con la espada.

CELIO:

Fuera en vano,
porque es corta para mano.

LAUREANO:

¿Y no alcanzarás?

CELIO:

No sé,
  aun si trujera montante...

LAUREANO:

Busca una piedra.

CELIO:

Es fineza,
a mujer de tal dureza,
llamar con su semejante,
  aunque cierto que el llamar
a ventana de mujer
con las manos ha de ser.

LAUREANO:

Ya entiendo manos por dar,
  y es metonimia estremada.

CELIO:

Es de su causa el efeto
más eficaz y discreto.

LAUREANO:

Sí, Celio, mas no me agrada
  que solas a las mujeres
se presuma conquistar
con esta fuerza del dar,
porque, si advertir lo quieres,
  pienso que no llamarás
a ventana, si pretendes,
del hombre que más entiendes
que ha de resistirse más,
  que el pleito, la pretensión,
el favor, la diligencia,
la amistad, la conferencia,
[-on]
  no se corresponda al dar
si llamas con el dinero,
que no hay hombre tan severo
que el dar no pueda mudar,
  y puesto que haberle puede,
será fénix de valor.

CELIO:

En las conquistas de amor
nunca yo he visto que quede
  rendido el fuerte interés.

LAUREANO:

Llama agora a esta señora.

CELIO:

Daré con la espada agora,
tú con dinero después,
  mas si este después fuera antes,
antes te hubieran abierto.

(Sale LEVINIA, dama.)
LEVINIA:

¿Es el doctor?

LAUREANO:

Y tan cierto
que es un ejemplo de amantes,
  que aquel que con puro amor
desea gozar su gloria,
al reloj de la memoria
le pone despertador,
  y así no puede faltar
a la hora concertada.

LEVINIA:

Teneisme muy obligada.

LAUREANO:

Amor bien puede obligar.

LEVINIA:

  Agora acabo de ver
que no hay tanta autoridad
que una tierna voluntad
no puede descomponer.
  Un catedrático, un hombre,
Laureano, mi señor,
de vuestro raro valor,
autoridad, fama y nombre,
  no en Bolonia solamente,
adonde ya sois oído
con tal aplauso, y tenido
por único y excelente,
  con tantas leyes, no sabe
una que tenga valor
contra las leyes de amor.

LAUREANO:

Es emperador tan grave
  que deroga las demás,
y si de historias sabéis,
otros muchos hallaréis,
porque en poniendo el compás
  en el punto del amor,
llegaréis con el segundo
a hacer un círculo al mundo.

LEVINIA:

Sin duda, señor doctor,
  y así, rey, agradecida,
para mañana os convido
a ese pecho agradecido
y a toda un alma rendida,
  que esta noche no es posible
daros en casa lugar.

CELIO:

[Aparte a LAUREANO.]
¿Esto, señor, es llamar
a una dureza imposible?

LAUREANO:

  ([Aparte.])
(Calla, Celio.)
 Mi señora,
tanto favor me suspende,
porque aunque el alma pretende
que se satisfaga agora
  con palabras de alegría
y muestras de obligación,
para tanta estimación
parece descortesía.

LEVINIA:

  Quedaos, Laureano, adiós,
que siento ruido en casa.

(Vase.)
LAUREANO:

Adiós, mi bien.

CELIO:

¿Esto pasa?

LAUREANO:

¡Engañámonos los dos!

CELIO:

  Vive Dios que imaginé
que si vivieras cien años,
y más que instantes engaños
encarecieras tu fe,
  estas puertas cada día
no alcanzaras un favor
de los menores de amor.

LAUREANO:

¡Falsa fue la opinión mía!

CELIO:

  También, señor, puede ser
que tu mucha autoridad,
ciencia, talle y calidad
venciesen esta mujer.
  No será flaqueza suya,
que a tu opinión de discreto,
y de tan raro sujeto,
es mejor que se atribuya.
  No eres tú de los letrados
que saben solas sus leyes,
que en las artes de los reyes
sabes que son celebrados
  tres papeles, y donaires,
y no es mucho que esta dama
se haya rendido a tu fama.

LAUREANO:

Por ella anduve en los aires,
  y de ver su liviandad
ya estoy desenamorado.

CELIO:

¿Qué dices?

LAUREANO:

Que me ha cansado
su mucha facilidad.
  Nunca, Celio, te confíes
de quien presto dice sí.

CELIO:

¿Y no has de volver aquí?

LAUREANO:

¡No, por Dios! ¿De qué te ríes?

CELIO:

  De que, para cosa igual,
dejamos las sopalandas.

LAUREANO:

Tres [cosas] cuando son blandas,
Celio, me parecen mal.

CELIO:

  ¿Cuáles, señor?

LAUREANO:

El suelo,
el pescado y la mujer.

CELIO:

En fin, ¿te quieres volver
a no volver?

LAUREANO:

Y recelo
  que no la veré en mi vida.

CELIO:

¿Tú eres discreto?

LAUREANO:

No sé.

CELIO:

¿No es mejor que luego esté
la mujer agradecida?

LAUREANO:

  Amando sin voluntad,
mejor, mas para tenella,
¿qué discreto ha de ponella
en tanta facilidad?
  ¿De qué se queja después,
quien tiene a mujer amor,
que le dio presto favor,
si otro gusto, otro interés,
  la mudaron de intención?

CELIO:

No te quiero replicar,
pero bien puedes llamar
en este verde balcón
  adonde vive Teodora,
la que hablaste ayer pasando
a escuelas.

LAUREANO:

Voyme acordando,
pero es muy vana señora,
  y preciarse de entendida,
y cansar sobre cansado,
es llover sobre mojado.

CELIO:

Prueba, prueba, por tu vida,
  que no quiero que te acuestes
con el enfado que llevas.

LAUREANO:

Andándonos, Celio, en pruebas,
se irán las luces celestes
  del manto azul a acostar
antes que nosotros.

CELIO:

Llama,
que es una gallarda dama.

LAUREANO:

Por ti me atrevo a llamar.
  ¡Ha del balcón!

(TEODORA en lo alto.)
TEODORA:

¿Es Rugero?

LAUREANO:

 ([Aparte.])
(Otro aguardaban aquí.)
No soy Rugero, aunque fui
más firme y más verdadero,
  y no cerréis el balcón;
mirad que soy Laureano.

TEODORA:

¡Jesús, el divino humano!

LAUREANO:

Milagros, Teodora, son
  del amor y la hermosura.
Hoy os vi, y estoy de suerte.

TEODORA:

«Quedo», diréis a la muerte.

LAUREANO:

Y dijera verdad pura.

TEODORA:

  Tengo cierta ocupación,
señor doctor, ¡por mi vida!,
pero estoy agradecida
de suerte a vuestra afición,
  y téngola de manera
a la fama que pregona,
de vuestra rara persona,
que en más superior esfera
  no se ha visto entendimiento,
que os quiero escuchar mañana.

LAUREANO:

¿A la puerta o la ventana?

TEODORA:

Al alma, y al aposento.

(Vase.)
CELIO:

  ¿Fuese?

LAUREANO:

¿Qué habrá de hacer,
tras tanta facilidad?

CELIO:

No entiendo tu voluntad
ni tu modo de querer.
  ¿Cómo han de ser las mujeres
para ti?

LAUREANO:

Como diamantes.

CELIO:

¿En locuras semejantes
gastar tiempo y vida quieres?
  Cuando no fueras letrado
y catedrático aquí,
y cuyo tiempo es en ti
tan preciso, y ocupado,
  era buena esa opinión,
pero quien tiempo no tiene
mejor negocia si viene
y alcanza conversación.

LAUREANO:

  Eso no pienso yo hacer.

CELIO:

¿Luego a vella no vendrás?

LAUREANO:

¡Tan fácil es por demás!

CELIO:

¡Hagamos una mujer
  de un diamante o, como escribe
Ovidio, del pedernal
de Anajarte!

LAUREANO:

Este oficial,
que en esta casilla vive,
  tiene una hermosa aldeana
por mujer.

CELIO:

Su necedad
no tendrá facilidad,
que esta es siempre cortesana,
  que dicen que la engendró
el trato en la cortesía.

LAUREANO:

Hablarla Otavio solía,
y le acompañaba yo.
  Demos la vuelta a la calle,
que siento gente.

CELIO:

Que estés
en opinión que si ves
que a tu ciencia, que a tu talle,
  se incline alguna mujer,
no has de quererla.

LAUREANO:

A un diamante
ha de tener semejante
la que tengo de querer.

CELIO:

  Si quieres para querellas
de diamante las mujeres,
más pensaré que las quieres...

LAUREANO:

¿Para qué?

CELIO:

Para vendellas.

LAUREANO:

  Sí, pero es necio arrojarse
el hombre que hallarla espera,
al conquistarla, de cera,
y al guardarla, de diamante.

(Vanse.)
(Salen el DUQUE DE FERRARA y POLIBIO, su secretario.)
POLIBIO:

  Ninguno, gran señor, para tu intento
como es el catedrático que digo,
que a Bártulo y a Baldo se aventaja,
y pudiera en Italia ser Licurgo
como lo fue en Atenas el famoso
a quien deben las leyes su principio.

DUQUE:

Yo tengo, como sabes, muchos hombres,
Polibio, en mi ducado de Ferrara
que pudieran servirme en el gobierno
donde me dices ponga a Laureano,
catedrático insigne de Bolonia,
pero el ser naturales de mi tierra
me quita la esperanza, en mi concepto,
de que, por dicha, a mi disgusto salgan.

POLIBIO:

En su patria ninguno fue profeta,
palabras son de Dios, y como él ciertas,
fuera de que es antiguo entre señores,
y aun entre los demás del mismo vulgo,
no hacer estimación de cosas propias
y venerar las estranjeras mucho:
si un hombre viene hablando en otra lengua,
aquel ha de ser médico famoso,
aquél pintor y aquél divino artífice;
el libro en lengua propia no se estima,
ni lo que cría aquella misma tierra,
porque en no conocer los dueños dellas
estriba de las cosas todo el crédito.

DUQUE:

Bien dices, y así vemos que la fama
no se despega de la propia envidia,
si no es que muera el dueño que la tiene.
Dijo un discreto que era matrimonio,
Polibio, el de la envidia y de la fama
que se apartaba solo con la muerte,
de suerte que al que nace en alguna arte
insigne le está bien morirse presto,
y si la vida ha de costar la fama,
famoso en todo a mi enemigo llama.

POLIBIO:

Según eso, señor, ¿te determinas
a llamar al insigne Laureano
y darle este gobierno?

DUQUE:

Todos dicen
que es de aqueste gobierno benemérito
entre cuantos famosos tiene Italia;
dícenme que después de lo que en leyes
tiene alcanzado de gloriosa fama,
es el hombre más raro y más discreto
que agora se conoce en toda Europa,
de su universidad tan aprobado
que dos veces a Roma le ha enviado,
y que ha hecho al Pontífice oración él
que admiraran romanos Cicerones,
dejando atrás Demóstoles Gracianos,
pues bien sabes si saben los romanos.

POLIBIO:

Siempre pensé que cuando me tratabas
de las partes de aqueste catedrático,
ya le tenías eligido cónsul
y presidente desta gran república;
agora te confieso mi sospecha.

DUQUE:

Imaginaste la verdad, Polibio;
ya tiene hartas el dotor, y pienso
que será la respuesta de las cartas,
porque le pido encarecidamente
que no dilate su venida, y creo
que le dará mi amor justo deseo.

POLIBIO:

Tú empleas, gran señor, este gobierno
en el hombre de Italia más famoso;
de mi parte, y de muchos que le estiman,
quiero besar tus pies.

DUQUE:

Gracias al cielo
que a gusto de mi tierra halle quien tenga
la justicia, las leyes y el imperio,
porque muy pocas veces se ha juntado
mandar un hombre el pueblo y ser amado.

POLIBIO:

Todo eso alcanza el milagroso efecto
de ser amable, fácil y discreto.

(Vanse.)
(Salen BELETA, criada, y MONGIL, lacayo de LAUREANO.)
BELETA:

  No me digas tales nuevas,
que me arañaré la cara.

MONGIL:

¡Siempre amor en esto para!

BELETA:

¡Bien con tu ausencia lo pruebas!
  ¿Y que a Ferrara te irás
sin duda alguna, Mongil?

MONGIL:

Pena de ser hombre vil,
desleal y infiel, que es más.
  Yo he servido a Laureano
desde niño, como sabes:
Laureano, entre hombres graves,
más divino que hombre humano.
  Hijo fui de un escudero
que en papeles le sirvió;
púsome a escuelas y yo
troqué a Virgilio y a Homero
  por el libro de Vilhán,
en cuyas cuarenta hojas
tantas penas y congojas,
tantos hechizos están,
  y porque duda no lleves,
si en decir cuarenta erré,
mira, Beleta, que fue
sacar los ochos y nueves;
  dejé de latinizar
y quedé tal por mi culpa,
que, sin admitir disculpa,
me puso a lacaizar,
  en cuyo oficio he vivido
con más gusto, que una mula
para que la adorne y pula
menos enfadosa ha sido;
  ella y yo hablamos latín,
cuando se ofrece ocasión,
sobre el quitar la razón,
argumento celemín,
  verdad es, que como es mula
de tan insigne dotor,
niega siempre la mayor
y la menor disimula,
  y remitiendo las voces
a coces, parece a algunos
que remiten, importunos,
sus argumentos a coces;
  con este oficio, aunque vil,
le he servido y te he servido.

BELETA:

¡No te hubiera conocido
para perderte, Mongil!

MONGIL:

  Beleta, no te apasiones
ni des quehacer a los ojos,
ni juntes, por darme enojos,
con lágrimas las razones.
  Este duque de Ferrara
le ha hecho gobernador
de aquel estado al dotor
por habilidad tan rara.
  Allá habemos de medrar
como en casa de juez.
Advierte que alguna vez
por placer viene el pesar.
  Tú serás más regalada
que la dama del dotor,
porque si me tiene amor,
vara de alguacil no es nada.
  ¡No hay estafeta, Beleta,
que venga sin carta tuya!

BELETA:

¿Y ha de venir sin la suya
alguna vez la estafeta?
  ¿Mas, qué digo? Sí vendrá,
porque en mudando persona,
hará dama la fregona
y sola me dejará
  donde me coma de celos,
de ausentes enfermedad.

MONGIL:

Parad, ojuelos, parad;
no lloréis dulces ojuelos,
  sino dadme alguna prenda
que confirme tanto amor.

BELETA:

Quedo, que sale el dotor.

MONGIL:

¿Qué importa que ya lo entienda?

(Sale LAUREANO en hábito de letrado, y CELIO a la misma traza, y COSTANCIA, dama.)
COSTANCIA:

  Déjame, que no quisiera
verte con tanta paciencia.

LAUREANO:

Para llorar una ausencia
ojos de mujer quisiera.

COSTANCIA:

  No los debéis de querer
sino para ser mudable.

CELIO:

 [Aparte a LAUREANO.]
¡Necedad!

LAUREANO:

[Aparte.]
Y muy notable
siendo Costancia mujer,
  que en efeto ha confesado
que por mudarme quería
ojos de mujer.

COSTANCIA:

Si el día
de tu partida ha llegado,
  y me coge de improviso,
¿qué te espantas que esté necia?

LAUREANO:

Costancia, mi dicha precia,
y que es la tuya te aviso;
  yo voy a mudar de estado,
pero no a mudar de fe,
que allá, Costancia, tendré
más amor y más cuidado.
  El aumento de mi bien
solo ha de ser para ti.

COSTANCIA:

Si aquí mil veces te vi
falso, y mudable también,
  ¿cómo esperaré que ausente
no serás cruel conmigo?

LAUREANO:

No quiero argüir contigo
con tan falso antecedente,
  sino pedirte licencia,
que me aguardan los caballos.

COSTANCIA:

Vas a gobernar vasallos,
vas a una gran preminencia,
  vas a un oficio supremo.
¡Ay de mí que quedo aquí
sin nada desto y sin ti!

LAUREANO:

Adiós, que aun mirarte temo.
  Consuela, Celio, a Costancia
mientras los caballos tomo.

CELIO:

Ya, señor, no entiendo cómo.

COSTANCIA:

Con acercar la distancia
  que hay de tus brazos a mí.

CELIO:

¿Mis brazos?

COSTANCIA:

Sí, que te adoro,
que tanto más me enamoro,
cuanto te apartas de mí.

CELIO:

  ¿Qué dices, Costancia?

COSTANCIA:

Digo
que me hubiera declarado
si yo hubiera imaginado
verme en tal punto contigo.
  No pensé que Laureano
saliera jamás de aquí.

CELIO:

¡Bien pagas su amor ansí!
¡Quita, Costancia, la mano!
  ¡Quita, que soy su criado!
¿Esas las lágrimas son?

COSTANCIA:

Por ti lloraba, a traición;
un llanto torna, soldado,
  que es agua de dos colores,
pues cuando el dotor pensaba
que por su amor la lloraba,
era por el tuyo amores.

CELIO:

  Con agua de tornasol
no he visto llorar mujer.

COSTANCIA:

El cielo lo suele hacer,
y es cielo, y llueve con sol.
  Quédate, mi Celio, aquí.
Después seguirás tu dueño.

CELIO:

Costancia, eso es viento, es sueño.
¡Leal y hidalgo nací!

COSTANCIA:

  ¡Oye, escucha! ¡Hola, estudiante!
¡Mira que son burlas!

CELIO:

Bien.

COSTANCIA:

¡Escucha tanto desdén!
Mal hice. ¡Espera diamante!

(Vase.)
MONGIL:

  Fuese tu señora, y creo
que con celos va enojada.

BELETA:

Pienso que Celio le agrada
y no admite su deseo.

MONGIL:

  ¿Al divino Laureano
deja Costancia?

BELETA:

¿En mujeres
electiones justas quieres?

MONGIL:

¿Pues qué tienen, si esto es vano?

BELETA:

  Caprichos, arrojamientos,
antojos y desatinos.

MONGIL:

Por esos mismos caminos
buenos van mis pensamientos,
  que siendo yo lo peor
que hay en Bolonia, es forzoso
ser en tu gusto dichoso.

BELETA:

Costancia amará al dotor,
  pero no le entiende bien
aquellas divinidades.

MONGIL:

La verdad me persuades
de su engaño y su desdén.
  Ya parten; quédate a Dios.

BELETA:

¿Has de olvidarme?

MONGIL:

No sé,
lo que tú hicieres haré.

BELETA:

¿Y el vernos, Mongil, los dos?

MONGIL:

  Si tu mar corre en bonanza
habrá posta y guardasol,
mas si como caracol
salgo al sol de tu mudanza,
  ni sabrás nuevas de mí,
ni en mi vida te veré.

BELETA:

Presto verás en mi fe
con la lealtad que nací.

MONGIL:

  Todas nos lloráis partiendo,
mas sabéis también mudaros,
que nadie volvió a buscaros
que no os hallase riendo.

(Vase.)


(Salen LISARDO, caballero, [OTAVIO] y MÚSICOS.)
LISARDO:

  Desde aquí podréis cantar.
Recorre la calle, Otavio.

OTAVIO:

No hay, Lisardo, amante sabio.

LISARDO:

Luego no podré negar
  que soy necio, pues no puedo
negar, Otavio, el amor.

OTAVIO:

¿Qué gente, calle o rumor,
Lisardo, te pone miedo,
  si a cantar vienes aquí
y toda la vecindad
lo ha de escuchar?

LISARDO:

Es verdad,
cuantos aman son ansí,
  que lo que dicen a voces
procuran disimular.

OTAVIO:

No me acabo de admirar.
De mil hombres que conoces
  que, siendo sus pensamientos
tan públicos en Ferrara,
andan guardando la cara
con mil vanos fingimientos,
  el que tiene de una dama
la posesión muchos años
mal honrará con engaños
eso mismo, que es la fama;
  el pobre que anda galán
de la seda y la cadena,
¿cómo de la lengua ajena,
sus trazas se librarán?;
  la que admite cada día
hombres a conversación,
¿cómo a la que en un rincón
hace labor desafía?;
  la que trae sobre sí
lo que su dueño no adquiere,
¿cómo a un pueblo encubrir quiere
lo mismo que ven allí?
  Yo no digo que en el mundo
no ha de haber casos estraños;
ríome de los engaños
en que estas locuras fundo,
  porque querer desdecir,
quien lo hace, lo mal hecho,
si lo pone sobre el pecho,
¿cómo lo puede encubrir?

LISARDO:

  En metiéndote en quimeras,
serás más necio que todos,
ni tú del vivir los modos
reducir a virtud quieras
  cuando no te toca a ti,
que lo mismo te dirán
los que escuchándote están.

OTAVIO:

Yo te lo confieso ansí,
  ni menos perjudicial
es un necio como yo,
que todo lo que vio
habla mal y juzga mal,
  que los mismos que he culpado.

LISARDO:

Mira, Otavio, a los jueces
toca.

OTAVIO:

Sí, mas muchas veces
el Argos más desvelado,
  con los ojos del pavón
que le pintó la poesía,
no ve lo que ver quería,
tantos los Mercurios son.
  Si un hombre de mal vivir
un ángel de guarda tiene,
¿qué hará el que a saberlo viene?

LISARDO:

Ya no te puedo sufrir;
  calla, enhorabuena, ya,
que ya de Bolonia llega
a quien nuestro duque entrega
este gobierno.

OTAVIO:

Sí hará,
  pero bastará si sabes
a su remedio.

LISARDO:

El dotor
tiene opinión superior
a los letrados más graves
  [-os]
que tiene Italia.

OTAVIO:

Otra cosa
es más fuerte y poderosa,
Lisardo, en tales sujetos.

LISARDO:

  ¿Cuál?

OTAVIO:

El ánimo y el valor
para ejecutar sin miedo.

LISARDO:

Cansado de oírte quedo,
habla otro poco en mi amor.

OTAVIO:

  ¿En tu amor, qué hay que decir
más de que Fabia es tu dama,
y que sé que no te ama,
ni aun lo procura fingir?
  Que es mujer de tal valor
que es lo menos ser sobrina
del Duque.

LISARDO:

Fabia es divina,
no es mujer.

OTAVIO:

Y sin amor,
  que aun esto bien puede ser.

LISARDO:

¿No la igualo?

OTAVIO:

Así lo creo.

LISARDO:

Para mujer la deseo.

OTAVIO:

Por fuerza, pues es mujer.

LISARDO:

  ¡Sobre necio, estás pesado!

OTAVIO:

Es su propia guarnición.
Gente siento en el balcón.

LISARDO:

¿Pues cantan?

OTAVIO:

Sí, está templado.

[MÚSICOS]:

(Canten.)
  «Recordad, ojuelos verdes,
que a la mañanica dormiredes.»

OTAVIO:

¡Necia letra!

LISARDO:

  ¡Que aun aquí
no hay cosa que disimules!

OTAVIO:

Si estotra los tiene azules,
y los llaman verdes, di
  como ha de salir a hablarte;
pues harás que alguna venga,
que acaso verdes los tenga,
a estorbarte, y a cansarte.

LISARDO:

  Alto, canten otra cosa
para que Otavio nos deje,
que aunque es discreto, es hereje
de su gusto en verso y prosa.

[MÚSICOS]:

(Canten.)
  «Mostradme esa mano
limpia, clara y bella,
y darame una mano
siquiera de vella.»

OTAVIO:

  ¿Hase oído desatino?
¿Semejante mano agora
a una acostada señora?

LISARDO:

Ya estoy, Otavio, mohíno.

OTAVIO:

  ¿La mano desde un balcón
que está seis picas en alto?
¿Estás de juicio falto,
que sufrís esta canción?
  ¿Mano limpia, clara y bella
a una doncella acostada,
que la tendrá toda untada
y con mil mudas en ella?
  ¿Limpia quieres apostar
que, si a mostrártela viene,
que con el lardo que tiene
la puedes poner a asar?
  ¿Limpia y clara?

LISARDO:

No cantéis,
porque no ha de haber canción
a que no ponga objeción.

OTAVIO:

Mejor es que os acostéis,
  que Fabia estará dormida.
Mañana mudad conceptos.

LISARDO:

¡No he de tratar con discretos
si puedo en toda mi vida!

(Salen el DUQUE DE FERRARA, con acompañamiento, POLIBIO, su secretario, LAUREANO, CELIO y MONGIL, y criados.)
DUQUE:

  No puedo encareceros el contento
de haberos conocido, Laureano.

LAUREANO:

No yo, señor, os digo lo que siento
de haber besado vuestra heroica mano.

DUQUE:

En vuestro talle estoy mirando atento
un divino Aristóteles greciano;
así debió de hablar y así tendría
aquella celestial fisonomía.

LAUREANO:

  Si como vos sois Alejandro en todo,
fuera yo quien decís, Grecia le diera
ventaja a Italia.

DUQUE:

De ese propio modo
mi corto entendimiento os considera,
y pienso que al bien público acomodo,
más que si el de Catón el vuestro fuera,
todo cuanto pintará su deseo,
con tales partes adornado os veo.

LAUREANO:

  Que eran del hombre, gran señor, decía,
imagen las palabras el maestro,
de la buena moral, filosofía,
sol, en prudente, ejercitado y diestro,
y que en ellas ánimo se vía
mejor que en el espejo el rostro nuestro;
tal por las vuestras, príncipe, contemplo
vuestro raro valor al mundo ejemplo.
  Honráis a vuestra hechura, porque en vano
tuviera yo de mí tan gran concepto,
puesto que de ese ingenio soberano
le tenga el mundo en evidente efeto.
Sócrates, que de todo el resto humano
fue llamado el más sabio y más discreto
del oráculo délfico, decía
que de inorancia el presumir nacía.
  Temístocles, de ciento y siete años,
dijo en el punto que a morir llegaba:
«Yo muero, ¡oh vida vil, llena de engaños!,
cuando aprender las letras comenzaba».
Tendréis de mi ignorancia desengaños,
aunque en Bolonia en la opinión estaba
que a traerme a Ferrara os hizo gusto
en mi poco gobierno, aunque no injusto.

DUQUE:

  No me puede mentir vuestra presencia,
que desempeño de la fama ha sido.

LAUREANO:

Preguntando a Zenón la diferencia
que hay de lo verdadero a lo fingido,
dijo con divinísima prudencia
que lo que hay de los ojos al oído,
pues nuestro oído lo fingido engaña,
y la verdad la vista desengaña:
  ya vos me veis, señor.

DUQUE:

Y tan pagado,
que os diera mil gobiernos que tuviera.
Nunca me pareció menor mi estado.

LAUREANO:

Con almas por palabras respondiera.

DUQUE:

Idos a descansar.

LAUREANO:

De mi obligado
pecho, y de lo que el vuestro considera
de mi opinión, oh príncipe excelente,
lo que Tales, respondo solamente:
  preguntáronle qué cosa
era más antigua, y dijo
que Dios, pues sabemos que es
increado y sin principio;
que la más hermosa, el mundo,
por su divino artificio;
la más capaz, el lugar,
cuyos términos y sitio
comprehenden cualquier cosa
que se ha imaginado y visto;
la de más comodidad,
la esperanza, y fue bien dicho,
porque esta sola nos queda
después de todo perdido;
la mejor cosa llamó
a la virtud, don divino,
y sin quien ninguna es buena
o no hay estremo sin vicio;
la más veloz dijo el sabio
que era el pensamiento altivo
en volar, y en decender
más humilde que el abismo;
la más fuerte, y con razón,
la necesidad, que a un indio
pájaro da lengua humana
y al hombre ignorante aviso;
la más fácil, dar consejo,
muchos le dan sin pedirlo;
y la más difícil siempre
el conocerse a sí mismo;
la más sabia dijo que era
el tiempo; este, oh duque invicto,
os dirá lo que hay en mí,
y así, señor, os suplico
que al tiempo solo, y no más,
le remitáis mis servicios,
mis letras y mi lealtad.
Con esto licencia os pido
para prevenir mis cosas,
y puesto que soy indigno,
os beso los pies mil veces.

DUQUE:

En mí tendréis un amigo.

LAUREANO:

Y vos un esclavo en mí.

(Vase.)
DUQUE:

Contento quedo, y corrido
de que Ferrara no sea
un reino, un imperio rico.

CELIO:

Deme a mí vuestra excelencia
los pies.

DUQUE:

¿Quién sois?

CELIO:

Quien ha sido
sustituto algunos años
de Laureano. Mal digo,
su hechura y criado soy;
Celio, señor, me apellido.

DUQUE:

Güélgome de conoceros.
Llegad, paseaos conmigo;
direisme de Laureano
las condiciones.

CELIO:

Estimo
de manera a mi señor,
que diré que no ha nacido
ingenio su igual, aunque entren
Oldrado, Jacobo, Dino,
Bártulo, Baldo y Jasón,
Decio, Alejando, Alberico,
Siliceto y Purpurato,
Paulo de Castro y Marsilio.

DUQUE:

No os pregunto de sus letras.
¿Es rico?

CELIO:

Señor, no es rico.
Tenemos allá una ley:
«Que a toda riqueza, dijo,
refieran buenas costumbres».

DUQUE:

Y fue con mucho juicio.
¿Es melancólico?

CELIO:

No,
y de la opinión me río
que el discreto ha de ser triste,
o que lo ha de andar consigo.

DUQUE:

En fin, ¿él es muy discreto?

CELIO:

Y tan prudente que afirmo
que pueden sus opiniones
ser en la corte aforismos.

DUQUE:

¿Juega? ¿Tiene vicio alguno?

CELIO:

¿No sabes el cuento antiguo
de aquel astrólogo?

DUQUE:

¿Cuál?

CELIO:

El que a Sócrates le dijo
que era ladrón por las líneas
de la frente, y reprehendido
de sus discípulos, él
dijo: «Discípulos míos,
así es verdad, que yo fuera
ladrón, pero he reprimido
el vicio con la virtud»,
y así en este hombre hay un vicio
que con la virtud reprime.

DUQUE:

¿Cuál, por mi vida?

CELIO:

Es delito
algo fácil de perdón.

DUQUE:

¿Cómo?

CELIO:

Es enamoradizo.

DUQUE:

Esa falta es de hombres sabios,
filósofos y entendidos,
porque la mucha blandura
del sujeto, en que el divino
ingenio suele fundarse,
los hace tiernos.

CELIO:

Ya digo
que se reprime con la virtud
fácilmente este enemigo.

DUQUE:

Yo quiero darle un remedio,
que no será mal arbitrio.

CELIO:

¿Y qué remedio?

DUQUE:

Casarle.

CELIO:

Pues que ya a servirte vino,
de tu mano ha de ser eso.

DUQUE:

Tengo aquí de un medio tío
una doncella, y es tal,
que si se la doy le obligo
con mi sangre por lo menos.

CELIO:

Hacer hombres es oficio
de los dioses de la tierra.

DUQUE:

Guárdete Dios, que yo fío
que habemos de ser los dos
el honor y ejemplo al siglo.

(MONGIL llega.)
MONGIL:

  Conozca vuestra excelencia
a Mongil.

DUQUE:

¿Quién sois?

MONGIL:

Un hombre
hasta aquí de poco nombre.

CELIO:

¡Qué graciosa impertinencia!
  ¡Quita, quita! ¿Estás en ti?

DUQUE:

Dejadle.

MONGIL:

Soy del dotor
criado, el dotor, señor,
lo es vuestro, y tócame a mí,
  como a segundo arcaduz
de noria de tal grandeza,
ofreceros mi pobreza.

DUQUE:

¿Sois español?

MONGIL:

Y andaluz.

DUQUE:

  A los españoles amo,
y a vos, por ser del dotor.
¿De qué le servís?

MONGIL:

Señor,
soy facistol de mi amo.

DUQUE:

  ¿Cómo facistol?

MONGIL:

Yo llevo
los libros en que a estudiar
se suele a veces mudar.

DUQUE:

¿Sois casado?

MONGIL:

Soy mancebo,
  aunque mi familia tengo,
que es dos mulas y un rocín,
a quien enseño latín
y a ser su maestro vengo,
  con cargo que cada día
les dé tres veces lición.

DUQUE:

Vuestro humor y condición
conozco.

MONGIL:

Vueseñoría,
  vuesa merced, vuesa alteza,
o lo que fuere servido,
me mande.

DUQUE:

Denle un vestido.

(Vase.)
MONGIL:

Veas presto en tu cabeza
  el laurel del alemán.

CELIO:

¿Estabas en ti, Mongil?

MONGIL:

Celio, no hay cosa más vil
que un vergonzoso galán,
  un criado temeroso,
un pleiteante atajado,
un aguado convidado
y un pretensor codicioso.
  Estos que saben latín
todo piensan que es hablar
en jerigonza y mirar
el principio, el medio, el fin,
  el pro y el contra a las cosas.
Yo me entiendo.

CELIO:

¡Loco estás!

(Salen LAUREANO, OTAVIO, LISARDO y otros.)
LAUREANO:

¿Quédame ya que hacer más?

LISARDO:

Con dos visitas forzosas
  está todo concluido.

LAUREANO:

Diome sus manos agora
la Duquesa, mi señora,
y estoy muy favorecido.

LISARDO:

  Besadlas a su sobrina
y después iréis a ver
una entendida mujer,
y en las letras peregrina,
  y en un monasterio está.

LAUREANO:

¿Hermana del Duque?

LISARDO:

Sí.

OTAVIO:

Fabia os viene a ver.

LAUREANO:

¿A mí?

OTAVIO:

Por vuestra fama será.

(Entra FABIA.)
FABIA:

  Cuando entrastes a besar
las manos a la Duquesa
no estaba yo allí, y me pesa
por no haberos visto hablar
  con tan entendida dama.

LAUREANO:

Quien os ve y os oye a vos
no envidiara de los dos
la hermosura ni la fama.

FABIA:

  Vos seáis muy bien venido.

LAUREANO:

¿Qué mejor? Pues he mirado
en vos del cielo un traslado,
y con haberos oído,
  el concierto, y armonía,
con que este mundo gobierna.

FABIA:

Vuestra fama será eterna
y inmortal la dicha mía
  si caigo en vuestra alabanza.
A mi tía voy a ver;
no me puedo detener,
mas quedo con esperanza
  de veros con mucho espacio,
que hoy, por cierta ocupación,
he perdido esta ocasión
y no he venido a palacio.
  Soy, aunque necia, estremada
en estimar un discreto.

LAUREANO:

Que no seré yo os prometo,
pero vos tan estimada
  por esa causa de mí,
como es el entendimiento
del alma.

FABIA:

Ese ofrecimiento
no puedo pagar aquí,
  mas, señor gobernador,
días para vernos quedan.

LAUREANO:

No serán tantos que puedan
contentar mi justo amor.

FABIA:

  ¿Amor tienen los letrados?

LAUREANO:

Si quien más sabe, más quiere,
desto piensa que se infiere
que son más enamorados.

FABIA:

  Quedaos aquí, que conmigo
irán estos caballeros.

LISARDO:

Aquí tenéis escuderos.

[Vanse.]
LAUREANO:

Oh Celio, Dios me es testigo
  que no vi más discreción
junta con tal hermosura.

CELIO:

¿Y Costancia?

LAUREANO:

Ya procura
la casa del corazón
  desocupar a esta dama.

CELIO:

Aun si lo supieses bien,
amor se hiciera desdén
y más que hielo tu llama.

LAUREANO:

  ¿Cómo?

CELIO:

Asiome a la partida
y requebrome.

LAUREANO:

¿A ti?

CELIO:

Sí.

LAUREANO:

¿Costancia?

CELIO:

La misma.

LAUREANO:

¡Di
la inconstancia más fingida!
  ¿No es bueno que no he servido
mujer constante?

CELIO:

Es verdad,
pero poca calidad
y poco ingenio han tenido.

LAUREANO:

  ¿Son todas desta manera?

CELIO:

No, por Dios, que hay mil constantes
con sus mudables amantes.

LAUREANO:

Ellas son de vidro y cera.
  No más Costancia de hoy más;
reine Fabia, esta señora
que acaba de hablar agora.

CELIO:

¿Cierto?

LAUREANO:

Cierto.

CELIO:

¿Qué darás
  por saber que es tu mujer?

LAUREANO:

¿Estás loco?

CELIO:

No ha un momento
que el Duque tu casamiento
concertaba.

LAUREANO:

Puede ser,
  según me muestra afición,
¿mas será bueno casarme?

CELIO:

¿Qué mejor?

LAUREANO:

Quiere obligarme
al yugo de la razón.
  Ve, Mongil; tráigase aquí
toda la ropa.

MONGIL:

Yo voy.

LAUREANO:

¿Qué dices? ¿Casado estoy?

CELIO:

El Duque lo dijo así.

LAUREANO:

  Pues vamos, que si en efeto
me da a Fabia por mujer,
me casaré, aunque es perder
esta opinión de discreto.