La novia del hereje/III

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Capítulo III : ¡Ha salido!... God Damn!!![editar]

Como era de esperarse, la salida del San Juan de Orton no se había mirado en Lima como un suceso digno de atención. Pero días hacía que ya nuestro buque corría el mar, cuando se celebraba en la fastuosa catedral de Lima una gran misa con Tedeum en festividad del natalicio de don Francisco de Toledo, segundo Virrey del Perú, a la sazón reinante. El concurso que atestaba la plaza y el templo era escogido e inmenso.

Óyese de repente un terrible alboroto de gritos desesperados y alarmantes en la plaza. El tumulto se hacía por momentos más grueso y aterrante; y entre las voces que el estruendo de la multitud dejaba percibir, se dejaban de cuando en cuando oír estas palabras: -¡Un chasqui! -¡Arequipa! -¡Los Herejes! -¡Francisco! y se veía un agitado pelotón de hombres blancos y negros, y niños que empujándose en masa unos a otros rodaban por la plaza hacia la casa o palacio del Virrey.

El bullicio era tal, que la gente del templo cayó en la más frenética agitación. Los altares fueron atropellados; las señoras y los hombres se revolvieron con una gran masa de plebeyos que había invadido el templo; y pocas fueron las que no se vieron holladas y destrozados sus vestidos en aquella escena de pánico universal. Fue preciso cerrar las puertas de la Iglesia, dejando dentro de ella un gran concurso de familias tanto más lleno de espanto y de terror, cuanto que todos ignoraban allí completamente lo que ocasionaba aquel inmenso bullicio.

Las mujeres lloraban y se acogían a los altares. Los hombres permanecían indecisos. Los más intrépidos querían salir a saber lo que sucedía mientras que los menos valientes se reunían en la sacristía y los patios de la iglesia al rededor de veinte o más sacerdotes que se preguntaban unos a otros ¿qué había? sin poderse responder. El peligro, aunque ignorado, parecía ser grande.

La gente de la plaza se había parado ya en las puertas del palacio del Virrey esperando alguna noticia segura y auténtica. De repente salió a toda prisa del palacio un hombre montado a caballo, y atropellando a la multitud la hizo abrirse como dos olas que se chocan y que al separarse muestran el fondo del abismo: tras de éste salió otro, y otro; gritando todos ¡los herejes están en la costa! ¡vienen sobre nosotros!

Poco después salió del palacio un fraile franciscano: llevaba como una cera el semblante, pálido y desencajado; los ojos parecían sumidos en el centro del cráneo; tenía la boca contraída y seca. Todos le dieron paso con respeto, y así que se vio en la plaza se soltó a correr hacia la catedral. Una gran parte de la gente, parada en la puerta del palacio, lo siguió también corriendo tras de él sin saber por qué ni para qué. Mas él luego que llegó a una puerta chica que daba a un patio del edificio, la abrió, entró y la volvió a cerrar.

Al presentarse a la sacristía, los demás sacerdotes gritaron: ¡El confesor del Virrey! ¡El Padre Andrés! y todos se agolparon sobre él para preguntarle la causa de aquel horrible alboroto; pero él nada podía responderles sino palabras cortadas, porque la falta de alientos le impedía hablar -¡Los herejes! ¡de Arequipa! ¡sobre el Callao! ¡Drake!... y nada más.

Poco a poco se fue serenando, y pudo al fin referirles en sustancia que Drake con tres buques de guerra había entrado en Arequipa, saqueado los buquecillos que estaban en el puerto y había salido inmediatamente, con dirección al Callao; y que según todos creían, marcharía de sorpresa sobre Lima para saquearla. Tan asustados se pusieron todos con semejante noticia, incluso el Señor Virrey, que nadie creyó imposible la realización de semejante empresa, y querían todos huir a las sierras abandonando la ciudad.

Sabido el caso de toda la población subió de punto el terror y el conflicto. Por todas partes se veían carruajes, mulas, caballos, y gentes con atados de ropa que se salían al campo. Todo estaba en el mayor desorden; y con el ruido que hacía la multitud, era de oírse, para mayor espanto, el frenético tocar de las campanas y el redoble de los tambores que se rajaban para reunir gente de armas al rededor del señor Virrey.

Los negros esclavos, al verse sueltos por el terror de sus amos, cruzaban las calles por pandillas; y con una bárbara algazara de alegría invocaban a Francisco y sus herejes como a salvadores, amenazando turbar el orden de un modo espantable.

Alguno de los que por allí andaban gritó que los buques ingleses se verían desde el Puente. Fue este grito como una chispa eléctrica que tocó y puso en movimiento a todos los cuerpos. Todos desaparecieron de la plaza, y se agolparon al lugar donde hoy se ve el magnífico puente del Rimac.

No había entre aquella multitud quien no creyese distinguir las sombras de los ingleses en el fondo del horizonte: uno señalaba allí, otro aquí; aquel más lejos, este más cerca; y el hecho era que nadie veía cosa alguna sino los vapores de su propio espanto y ansiedad.

El Virrey, con todos sus empleados corrían a caballo la ciudad, mostrando grande ahínco por reunir gente, dar órdenes y mandar chasques por todo el país. Pero, al mismo tiempo, los sacerdotes reunidos en la sacristía de la Catedral, habían resuelto una medida de defensa más acertada, alcanzando del Reverendo Padre Andrés que predicara un sermón al pueblo reunido en el puente a fin de infundirle el valor y el odio necesario para resistir y escarmentar a los herejes. Entretanto, nadie se había acordado del Callao; nadie se atrevía a ir allá; y había quien creía que ya estaba en poder de los herejes.

El Padre Andrés, jefe de la Inquisición de Lima, haciéndose seguir de cuatro hombres que cargaban una enorme y altísima mesa, se dirigió al puente: llegó, la hizo poner en el centro del concurso, y subió a ella. Todo quedó en el más solemne silencio, ni más ni menos que cuando Eneas en presencia de la corte de Dido y de su hueste de troyanos, empezó su «infandum, Regina, jubes renovare dolorem.» La majestuosa y solemne figura del fraile, dominaba en aquel momento de terror el ánimo de todos sus agentes.

Su palabra fue digna de la situación; y cuando después de haber pasado los fríos preliminares de toda arenga, entró con furia y con violencia en las cuestiones del momento; cuando despertó todas las preocupaciones populares para hacerlas servir a su intento; su figura respiraba un no sé qué de inspirado y de sublime que conmovió profundamente a su auditorio. No quedó uno que no alcanzara a ver aún más allá del horizonte; que no distinguiera en el centro del mar los buques ingleses, y dentro de ellos bailando la sabática ronda mil espíritus del infierno, dirigidos por el más horrible y facineroso de todos ellos, el feo y atroz Francisco Drake, sacudiendo con su enorme y peluda cola los rojos costados de su buque.

Acababa el Padre Andrés su violenta arenga, cuando se avistaron en el horizonte tres puntos perfectamente blancos. ¡Un grito universal se alzó! ¡Los herejes! El padre se quedó frío, su rostro empalideció de nuevo, y como no tenía ya que hacer sobre su mesa, se bajó y desapareció entre el concurso general. Quizás se dijo para su coleto lo que un célebre ministro moderno al empezar una grande revolución: «Concluida la obra de la inteligencia, no me queda ya papel y lo mejor es alejarse.» El hecho es que al grito de ¡los herejes! que arrojó la multitud, el padre miró, vio y huyó.

Efectivamente Drake con sus tres buques estaba sobre el Callao.

Había sabido en Arequipa por noticias tomadas de los indios y de los negros, que en el Callao estaba ya cargado y pronto para salir el San Juan de Orton y se había dirigido a toda prisa para sorprenderlo en el puerto y hacer sin estorbo la rica presa de las barras con que este buque iba lleno.

Mientras que la gente lo veía desde Lima, él caía sobre el Callao y abordando todos los buques que allí había los saqueaba y los quemaba. Como la costa y la población del Callao había quedado desierta, Drake hacía en el puerto lo que quería. Furioso de que el San Juan hubiese escapado de su ataque, y creyendo que lo hubiesen engañado en el aviso que le habían dado, resolvió bajar a tierra para saquear y destruir la población. Esta era su empresa favorita; porque el odio a la España era su pasión dominante.

Verdad es, que tenía grandes motivos para ello: había sido una de las muchas víctimas que había hecho en Inglaterra la influencia española en el poco tiempo en que la Reina María Tudor estuvo casada con don Felipe de España. No olvidaba jamás Drake las ofensas que había recibido como protestante, ni las humillaciones que había impuesto a su raza el orgullo de un príncipe extranjero y déspota que jamás se saciaba de poder y de persecución. En una bella biografía de este célebre marino, que tengo a la mano, leo que en el tiempo de la persecución de María, el padre de Drake tuvo que huir de Inglaterra con su familia. Vuelto a la patria el hijo en el tiempo de Isabel; hizo una expedición de comercio para una de las colonias españolas, donde acusado de contrabando le fueron decomisados sus bienes quedando en la más completa miseria. Lleno de rabia y de despecho volvió a su isla, y consultó a un célebre teólogo de entonces si estaba autorizado para piratear sobre los españoles vista la injusticia que le habían hecho. El teólogo le contestó que con toda seguridad de conciencia podía hacerlo, atacando y saqueando los buques y las costas, cuantas veces pudiere y lo quisiere. Drake obtuvo entonces de Isabel una patente de corso para entregarse a la pasión favorita que había nutrido desde su niñez; y sin más poder que el de su inmenso odio enrostró al Potentado más fuerte de su siglo, al que hacía temblar toda la Europa.

Este era el hombre que acababa de entrar en el puerto del Callao.

No encontrando en él al San Juan de Orton, se disponía a bajar a tierra, cuando vio venir hacia sus buques una especie de lancha angosta y pequeña, manejada por un hombre. La mandó reconocer con uno de los oficiales que traía a su bordo y que habiendo estado en España en tiempo de María Tudor, hablaba bien en idioma castellano, como lo hablaban entonces todos los hombres de buena educación. El lanchón inglés se acercó a la embarcacioncilla y vio sobre ella un negro joven, y despierto al parecer.

-¿Adónde ibas? -preguntó el joven inglés al negro.

-A buscar a su merced.

-¿Quién eres?

-Un esclavo, señor: mi amo acaba de huir del puerto, y yo me escondí para tomar partido a bordo de los buques ingleses; hace dos días, señor, que salió un navío que llevaba mucha plata, vaya su merced a alcanzarlo: va con poca gente y no es ligero.

-¿Un navío? -dices. ¿Cómo se llamaba?

-No sé como se llamaba; pero, como mi amo es empleado en el puerto, yo estuve cargándolo también, y vi que llevaba mucha plata: hace dos días que salió.

-Ven acá, dijo el joven inglés, pasa a mi bote. Mandó a los marineros que virasen, se dirigió a toda prisa hacia el buque que montaba Drake, y subiendo a él, le dijo: -¡Almirante! ¡el buque está en la mar! ha salido cargado de oro: he aquí un hombre que lo ha visto.

Drake que no había perdido la esperanza de encontrar almacenadas en tierra las barras de oro y de plata que tanto había saboreado, al oír que el buque había partido, sin poderse saber su rumbo ni su destino, lleno de rabia exclamó:

¡Ha salido!... God damn!!!