La novia del hereje/VII

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Capítulo VII : Desde los tiempos de Homero y de Virgilio es costumbre entre los poetas servirse de las estrellas y de las tormentas para enredar los pleitos de amor[editar]

Doña Mencía, la buena mujer de don Felipe Pérez y Gonzalvo, estaba en una cruel alarma al verse separada de su marido. La imaginación le inspiraba los más ridículos temores; y no sabiendo como tener a raya su duelo, se abandonaba a los lamentos con tal extremo que traía no poco conturbado al pobre Henderson. Era en balde que el joven no cesase de hacerle las más solemnes protestas de quietud: le aseguraba con su vida que don Felipe estaba perfectamente bueno y tranquilo en el Pelícano, pero nada conseguía porque doña Mencía lloraba a su marido como muerto: su hija creía en las palabras de Henderson; mas como veía tan afligida a su madre, lloraba también sin consuelo.

El estado del mar no permitía echar bote al agua. Había además cierta prisa intencional en la marcha del almirante; y las ocurrencias futuras van a justificar, según creo, la sagacidad que él probaba al conducirse así.

Henderson pasó en una grande mortificación la primera noche de este crucero; así es que al día siguiente decidió ponerse al habla con el Pelícano para que doña Mencía viese a su marido y pudiese así resignarse a esta separación accidental.

Como Henderson estaba ya profundamente picado de su joven prisionera, nada deseaba menos que la ocasión de separarse de ella. Las auras del mar son como las de los campos, y avivan de una manera extraordinaria las impresiones del amor. El joven inglés no podía resignarse a la idea de volver a verse solo dentro de su buque después de haberlo tenido alumbrado por el bellísimo rostro de la limeña. Seguro de que el mar no permitía trasbordos, y resuelto a mantenerse a diestras distancias en lo sucesivo para detentar su adquisición, creyó que lo mejor era aprovechar del momento para tranquilizar a las damas: y con esa mira mandó hacer señales, que luego fueron comprendidas de su jefe.

El Pelícano manejó su marcha en consecuencia, para que la Isabel pudiese pasar a diez varas de su popa.

Doña Mencía y su hija vieron pues a don Felipe parado en el alcázar del Pelícano con un semblante tranquilo y libre de toda preocupación. Drake, a quien el cielo había adornado de una galantería exquisita, puso afablemente una de sus manos sobre el hombro del viejo, y saludando con la otra a las señoras, les gritó con una voz sólida y vigorosa,

-¡Ya somos buenos amigos!

El viejo español inclinó la cabeza en señal de asentimiento, pero era clara la soberbia reserva en que dejaba sus verdaderas simpatías por el nuevo amigo.

Los dos buques entretanto, pasada esta breve cercanía, apartaban ya su marcha, y alzados o hundidos alternativamente por las continuas olas del mar, volvían a tomar sus respectivas líneas como dos ballenas que hacen silenciosas su camino.

Un momento bastó para que la reacción se produjera en el alma candorosa de la buena vieja. A pesar del marco que la aquejaba, el gozo de haber visto contento y libre a su marido se sobrepuso a todo, y hasta sintió apetito de comer, por primera vez después que se había embarcado. Henderson tuvo para con ella tantas y tan delicadas atenciones, que la buena señora (que al fin era mujer e inclinada como lo son todas a la fe y a la benevolencia) empezó a dejarse ganar de cierta especie de afecto por aquel inglés tan caballero.

Don Felipe tenía en efecto grandes motivos para estar satisfecho de Drake. No solo el hereje lo había documentado en regla por toda la partida de barras que le había tomado, sino que le había asegurado el reembolso de las que a él le correspondían. Le había hecho también la oferta formal de ponerlo en tierra en la primera ocasión, o de trasbordarlo cuando menos al primer buque español que apresasen, dándole un salvo conducto que pudiera servirlo de garantía en caso de un nuevo encuentro con la Escuna que cruzaba separada del almirante. Don Felipe no se había hecho repetir dos veces estas ofertas, y tenía ya en su cartera todos los documentos relativos a su realización.

Drake le había dicho que si la ocasión del trasbordo era oportuna le entregaría los metales que le debían ser devueltos para que los llevase consigo. Pero el viejo era demasiado astuto para aceptar sin maduro examen semejante liberalidad; si la aceptaba, observó, quedaría un tanto comprometido con su rey y sus comitentes, pues era de inspirar dudas, y tal vez era más que peligroso, regresar con lo suyo salvado, y lo ajeno perdido. Convinieron pues, en que Drake pondría reservadamente en Cádiz esos fondos sobre la casa genovesa Domingo Jordán Oneto y Compañía, que como se verá más adelante jugaba un rol extraordinario en los negocios de América.

Don Felipe pensaba que con toda libertad de conciencia podía entrar en esta intriga cuyo único objeto era recibir lo restituido; pero no podía al mismo tiempo arrojar de su espíritu las vagas tribulaciones que se le venían de que si era descubierto el negocio, fuese desnaturalizado por la calumnia, y le trajese malas consecuencias. Preocupado y temeroso con estas dudas, las consultaba a cada instante con Drake, estableciéndose así una verdadera confidencia entre ambos. Drake lo dejaba libre siempre para que eligiera lo que le pareciese mejor asegurándole que podía contar con la lealtad de sus amigos de Cádiz. Don Felipe se ratificaba con esto en el arreglo, pero volvía a cavilar sobre las consecuencias, y volvía a necesitar, para tranquilizarse, del consejo y de las palabras aquietantes de Drake; por cuya causa estaba más satisfecho de ir con él, que lejos de él.

Tres a cuatro días pasaron sin que hubiese habido variación visible en el orden de cosas que hemos pintado dentro de cada uno de los dos buques ingleses.

Mas no había sido lo mismo para el corazón de doña María. Desde los primeros instantes de su conocimiento con Henderson, había notado ella la pertinacia de las miradas con que este la perseguía. Esas miradas venían sobre ella con una fuerza inexplicable: la herían, la penetraban, la hacían enrojecer como si tocasen ardientes la delicada niña de sus ojos. En el principio ella las había esquivado bajando tímida y modestamente sus bellísimos párpados; pero aguijoneada por la curiosidad, movida por una emoción interna más fuerte que su voluntad, había cedido a cada instante al deseo de sondar aquel misterio, y había encontrado siempre el ojo estático y fascinante del inglés, clavado sobre sus pupilas vacilantes. Era así como habían concluido por mirarse uno y otro a cada instante.

Era suma la turbación que este drama mudo causaba en doña María. No podía ella negarse que estaba dominada e inquieta; mil cavilaciones vagas y singulares la asaltaban sin cesar, y las horas mismas del sueño habían venido a ceder su imperio a las agitaciones de aquella persecución tan tenaz y tan tierna al mismo tiempo. Sin que lo hubiese podido remediar había venido a establecerse entre ella y Henderson una especie de inteligencia acordada por el lenguaje supremo de los ojos.

Juana se había apercibido muy pronto con su sagacidad ordinaria, de esta nueva situación de su señorita; y espiaba con anhelo un momento en que la madre durmiera para promover conversación sobre el asunto. No tardó en tenerla, y acercándose al camarote en que doña María cavilaba, le dio un beso en las mejillas, y le dijo a media voz:

-¿Con qué tenemos grandes cosas?

-¿Grandes cosas? ¿Cuáles?

-¿Le parece que soy tonta?

-Bien sé que no lo eres, Juana.

-¿Y por qué me lo quiere usted negar entonces?

-¿Y qué te quiero yo negar, mujer?

-¡Bien lo sabe usted!... ¡No está enamorado de usted el inglesito?

-¿Te ha parecido así de veras? -preguntó doña María con interés.

-¡Vaya si me ha parecido!... y tenga usted cuidado, porque don Antonio lo ha notado mejor que yo.

-¡Qué me importa a mí de don Antonio!

-¿Cómo?... ¡eso quiere decir mucho! a decirle la verdad: me ha parecido que usted estaba tan enamorada de don Roberto, como don Roberto de usted, y de veras que los dos son un par de ángeles, agregó la zamba dando un nuevo beso a su señorita.

-¡Calla, mujer! me dejas fría hablando así; respondió la niña un tanto confundida.

-¡Mire eso! ¿y qué tiene?

-Tiene mucho, Juana. ¿Te parece que el señor Henderson se había de poner a quererme a mí?

-¿Y qué más puede querer?... muy honrado se hallaría en eso; apuesto a que en su vida ha visto una niña más linda que su merced; le decía la zamba pasándole la mano sobre el cabello.

-¡No delires, Juana!... ¡Me parece que tiene más orgullo!...

-¡Qué!... ¡cuándo el pobre está allí todo el día como un tonto por mirarla a usted un momento!

-Querrá divertirse, hija. Ya ves que aquí no es extraño que se fije en mí desde que no tiene otras en quienes fijarse.

-Usted misma no lo cree así; y estoy cierta que gusta usted de él; se le conoce a usted por encima de la ropa: ya le he dicho a usted que no soy tonta: déjese usted de gazmoñerías conmigo, ¡ingrata!

-Mira, Juana, no te lo quiero negar. Estoy pensativa y muy inquieta con ese tesón que el señor Henderson tiene para buscar mis ojos. Hace días que no duermo, porque tengo dentro de mi alma un vacío, una cosa inexplicable. ¡Tiene una figura tan bella! ¡unos modales tan delicados!... ¡De veras, hija, no sé lo que me pasa! y estoy en una cruel ansiedad sin que sepa por qué ni lo que quiero.

-¡Pero todo eso no es más que amor, niña!

-¡No seas mala, Juana!... en vez de consolarme me matas: dijo la niña con tristeza.

-¿Y por qué, señorita?... ya verá usted cuando él se explique. Estoy tan cierta de que está loco por usted como de que estoy aquí.

Doña María se quedó en silencio, y como cavilosa: después de un rato, dijo:

-Suponte que sea cierto ¿qué harías tú?

-¡Pues es buena la pregunta!... Eso se lo debe preguntar usted a este corazón; -respondió la zamba poniendo su palma de la mano en el pecho de la niña. ¡Vamos, corazón! -dijo con donaire-, ¿gustas de que te quiera? ¿sí o no?... Dice que sí, señorita.

-¡Déjame, loca!... te juro que cuando pienso en esto con calma me lleno de tristeza. ¡Es imposible que me quiera! Querrá divertirse o pasar el tiempo.

-Es cierto que pensándolo bien (dijo Juana reflexionando) no puede ser de otro modo. Pero a su merced, ¿qué le importa eso?... Es sabido que él, al fin, se ha de ir a su tierra y nosotros a Lima; pero mientras tanto, habrá tenido usted a sus órdenes un Lord de Inglaterra; y después habrá siempre tiempo para casarse con don Antonio.

-¡Eso no, Juana! -dijo con viveza doña María-; ¡más bien me haría monja!

-¿Y por qué? No hace mucho que usted me decía que don Antonio no le inspiraba a usted repugnancia.

-¡Pero ahora me la inspira invencible! y no me casaré nunca con él; te lo juro.

-No tiene usted necesidad de jurarlo. Bien sé que usted es hija de su padre cuando quiere.

-¡No me hables más de eso, Juana!

-Sí, hablemos del señor Henderson.

-¡Mira, que eres porfiada!... solo en tu aprensión puede caber ese interés, que según tú, tiene él por mí.

-No, niña... no es aprensión, está enamorado de su merced.

-¿Y qué harías tú en mi caso?

-¡Si yo fuese su merced (dijo Juana con un candor lleno de lealtad) no podría menos que amar a ese hermoso caballero!... ¡Es tan lindo y tan gallardo!

Doña María le apretó la mano con una sonrisa celestial, y pareció absorta en una profunda cavilación; después de un rato, dijo:

-¡Juana! si te dijera que no lo quería, mi corazón me diría que mentía; pero mis labios se niegan al mismo tiempo a asegurarte que lo quiero.

-¡Pues es curioso! Ahí tiene usted un enredo que no comprendo.

-Y sin embargo, es la verdad.

-¿Y por qué no dice usted lo que el corazón le dicta?

-Porque no puedo; no puedo, ni sé si me dice la verdad.

-¡Qué! el corazón nunca miente.

-¡Te engañas! a mí ya me ha mentido varias veces.

-¡Picarona! Don Manuelito ¿eh?

-¡No me pongas triste, Juana!... Mira, si el Henderson me quisiera... por lo que hace a mí no puedo negarte que no he conocido un hombre que me guste más.

-Se le conoce a usted a leguas.

Estaban a esta altura de su conferencia, cuando saliendo un tanto doña Mencía del letargo que la postraba, pidió un vaso de agua. Juana se la alcanzó con presteza; y luego que la buena señora hubo bebido dijo con un profundo desfallecimiento:

-¡Qué horrible es esto! tengo unas ansias de muerte.

-¡Ah, mamita, por Dios! -le dijo la hija con un veraz y tierno interés. ¿Por qué no sube usted un poco al aire? ¡Haga usted un esfuerzo! dicen que la cama debilita, y que el aire libre es lo mejor para restablecerse. ¡Yo también me siento muy mal aquí, tan encerrada!

Juana, que estaba de pie delante del camarote de doña Mencía, le hizo una picaresca guiñada a la señorita al oírle esta indicación. Pero doña María se puso seria como si se hubiese ofendido con esta interpretación escéptica, de sus sinceras palabras.

-¡Es imposible, hija! -dijo doña Mencía-; no puedo moverme. Cada vez es más fuerte el movimiento... ¡Vamos de mal en peor!

-Voy a ver, mamita, si pueden sacarla a usted un poco en un sillón... Un poco de aire la va a sanar.

Y la niña, ligera como una cierva salió al piso de la cámara y subió a la cubierta.

Henderson se paseaba en este momento sobre su buque con el aplomo de un marino. Doña María que al salir prendida por la escalera de la cámara lo vio, le dijo con viveza:

-¡Señor Henderson! ¡Señor Henderson! mi mamita...

Pero sin poder calcular bien las oscilaciones de la nave, había soltado su apoyo al salir, y un balance fuerte vino a hacerle perder todo su equilibrio. Henderson, que la había visto llamándolo, venía lleno de gozo a recibirla; pero al verla en riesgo de caer tuvo tiempo apenas para dar dos brincos y tomarla por la cintura entre sus brazos, en el momento mismo en que la bella niña, arrojada por el movimiento que causaban las olas del mar, iba a golpearse horriblemente sobre la borda del buque.

Algo de muy tierno y expresivo debió tener el apoyo que ella encontró entre los brazos del joven inglés, pues se puso encendida como una grana: quiso esquivarse con presteza, pero viendo que no podía sostenerse; retrocedió apoyada siempre en el hombro de Henderson hasta el banco de popa donde se sentó confundida.

Un aire singular de satisfacción y contento iluminaba en aquel momento el semblante del marino; y con una sonrisa llena de gracia, dijo al dejar sentada en el banco a doña María.

-Pensaba hace un momento en usted, señorita, sin creer que el cielo había de colmar tan pronto mis esperanzas.

-No comprendo, señor Henderson, lo que usted quiere decirme... Le agradecería a usted infinito que me dejase retirarme.

-Sé muy bien, Mariquita, que tienen que ser muy breves estos instantes de dicha suprema para mí... Pero permítame usted que los aproveche por lo mismo. Mi corazón se rasgaría si me viese condenado por más tiempo a amar a usted en silencio.

-¡Ah, señor!... yo quiero bajarme al lado de mi mamita; (dijo doña María agitada por una viva emoción)... ¡No puedo dar oído a esas palabras! Hizo la niña ademán de levantarse; pero el movimiento del buque le impidió realizarlo.

-Sin embargo (dijo Henderson tomando un aire lleno de lealtad) le juro a usted por Dios, que amo a usted con toda la pureza de mi alma, y que mi vida sería un desierto si estuviese condenado a verla correr sin usted...

Doña María se quedó callada.

-¿Nada me responde usted? -le dijo Henderson.

-¡Si usted supiera lo que sufro! -le respondió la niña con una mirada angelical-, me libraría usted de este martirio.

-¡Señorita! lo sé: no puede prolongarse por más tiempo este momento celestial. ¡Pero no puedo consentir en perderlo sin jurarle a usted un amor eterno! Y al decírselo puso los labios sobre la mano de la joven.

-¡Es usted un atrevido! -le dijo esta con enfado; al mismo tiempo que la lindísima lágrima del pudor empezaba a pender de sus párpados.

-¡No! soy franco, soy sincero: obedezco a los impulsos de mi alma como los siento; y le juro a usted que por nada en este mundo cambiaría la verdad de la pasión con que amo a usted: ella es mi bien y mi porvenir. Crea usted lo que quiera; pero esté usted cierta de que ha de venir un día en que ha de reconocer usted que cuando yo juro algo por mi honor, lo cumplo: por mi honor le juro a usted ahora que amo a usted con toda la lealtad de un corazón que no ha mentido nunca. Mire usted, ahí está el abismo, señalando al mar: sobre que paso mi vida. ¡Bien, pues! a dos pasos de la muerte, y en la flor de la edad, le juro a usted que no miento: que la amo a usted con delirio... ¿Quiere usted, retirarse, señorita? -agregó Henderson tomando una actitud tranquila y triste.

-Temo que mamita extrañe mi ausencia... Tenga usted la bondad de ayudarme hasta la escala.

-Tome usted mi brazo, Mariquita: al lado de él hay un corazón que latirá siempre por usted: ¡hay impresiones que jamás se pierden, y las que usted me deja serán eternas!

Llegaban con esto a la escalera; y haciendo Henderson un leve esfuerzo para contener la prisa que la niña ponía en descender, le dijo con una mirada de profunda ternura:

-¡Las que usted me deja serán eternas!... ¿No lo olvidará usted?

Doña María con los ojos en el suelo tendía a separarse para bajar, pero Henderson sin retenerla la retenía y le repetía: ¿No lo olvidará usted?

La niña medio confusa le dijo entre dientes: ¡no!

-¡Bien pues! mire usted esa estrella que empieza a brillar a la caída de la tarde: vea usted los nubarrones que pasan sobre ella arrastrados por el viento de la borrasca, un momento después queda limpia y brillante como antes: es el planeta Venus; es la estrella de los amantes: que jamás la vuelva usted a mirar sin que sea para usted un testigo de mi amor. Mil accidentes pueden alejarme de usted; pero piense usted siempre que en cualquier parte del mundo en que me halle; ¡he de buscar en el horizonte esa estrella para unir sobre su luz mis miradas a las miradas de usted! -y Henderson le soltó la mano que hasta entonces había estrechado con ternura.

Doña María bajó con rapidez. Como su madre estaba en un ansiosísimo letargo, no pudo reparar que la hija traía encendida la cara y los ojos tan brillantes como si estuvieran para caer lágrimas de ellos. Juana bien lo notó; pero siguió seria y callada delante del camarote de la señora.

Un rato después apareció en la cámara el stewart de Henderson diciendo que su señor pedía permiso a la señora para verla. Le fue acordado. Cuando el joven Lord entró, doña María se había recogido a su camarote y había corrido las cortinas porque se sentía incapaz de sostener la presencia de su pretendiente.

Henderson se acercó al camarote de la madre con una exquisita urbanidad.

-Señora mía, le dijo, tenga usted la bondad de ceder a mis súplicas: lo que yo quiero dar a usted no es remedio; es una bebida simple, de un gusto excelente, y que estoy cierto dará a usted una mejoría muy notable.

-Yo lo haría, señor; pero... me parece imposible que pueda tomar nada... estoy muerta...

-Señora: bastaría que usted quisiera, tengo experiencia de la eficacia del remedio que ofrezco a usted. Lo voy a preparar: después que usted lo tome se va usted a encontrar tan mejor que ha de decir que es brujería de herejes; agregó el joven riendo con amabilidad.

La señora correspondió con una leve sonrisa.

Henderson sacó entonces dos frasquitos, y de uno de ellos llenó la mitad de una copa.

-Tome usted la copa, señora; téngala usted pronta para beber, porque luego que yo agregue un poco de este otro frasquito, va a levantarse como espuma, y es el momento de que usted beba con presteza: ¿lo hará usted?

-Sí, señor: respondió la señora.

En efecto: luego que Henderson agregó el líquido que tenía en la mano al agua cristalina que se veía en la copa que tenía la señora, bulló esta como si hirviera; y doña Mencía la bebió.

-¡Estoy tranquilo! ahora va usted a mejorarse.

Un momento después convenía la señora en que las ansias del estómago habían desaparecido; y como Henderson le hubiera dicho que podía repetir por dos o tres veces la bebida, lo había hecho reponiéndose de más en más.

-Siento, la dijo Henderson, que el viento haya arreciado, y que sea de noche; porque a no ser eso, le rogaría a usted que diese algunos pasos al aire para completar su mejoría.

Después de haberle hablado sobre otras cosas con el mismo tono de urbanidad y respeto, de haberle dicho que era de esperar que pronto pudiesen bajar a tierra, según lo había oído al almirante, y de haberla consolado sobre las contrariedades de la situación a que las forzaba la suerte, el joven inglés se retiró protestándole a la señora una constante amistad; y diciéndole que le hacía recordar a su madre, una santa y digna mujer que había dejado ya de existir.

Estas astucias inocentes del buen trato, habían captado a Henderson los simpáticos sentimientos de la señora. No cesaba ella de lamentarse de que aquel cumplido caballero fuera un hereje, y rogaba fervorosamente a Dios que lo convirtiera al buen camino antes de llamarlo a su excelsa presencia.

Don Antonio venía una vez por día a la cámara de las señoras. Oía, veía y callaba, con una impasibilidad ejemplar.