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La novia del hereje/XXIII

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Capítulo XXIII : Método de aquel tiempo para alegar de bien probado

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Desde que nuestro doctor bachiller vio en calma los accesos de su señora, mediante el compromiso que había contraído de trabajar por arruinar el plan en que tanto había ayudado al padre Andrés, se retiró de nuevo a su estudio, porque la sorpresa y las aflicciones que acababa de pasar le había imposibilitado de pensar siquiera en dormir. Volviendo a tomar su lámpara se volvió a su bufete sin saber siquiera cómo iba a hacer para cumplir su oferta, ni qué camino había de tomar para salir airoso de la dificilísima empresa de hacer retroceder a un hombre tan fijo en sus ideas, tan tenaz en sus voluntades, y tan positivo en sus objetos como el padre Guardián de San Francisco. Era preciso sin embargo lograrlo: lo había prometido a su señora: era evidente que ésta tenía la voluntad de exigírselo y que estaba movida a ello por algún interés muy fuerte, y nuestro caro bachiller sabía que no había remedio, que era preciso servirla o doblar el cuello a los furores de una tempestad aterrante.

La incertidumbre acerca de los resortes que haría jugar, la falta de un pensamiento fijo, la falta de pretexto para cambiar de ideas de una hora a otra hora del mismo día, y la necesidad imprescindible de hacerlo, lo tenían en una desconsolante cavilación que bien se revelaba aun al través del paso de ganso con que se paseaba por su estudio bajo los trofeos de telarañas que flameaban sobre su cabeza.

-¡Y que todo esto se haga sin provecho, Señor! -decía él-. Estas mujeres tienen caprichos inconcebibles: nadie odiaba más a esa muchacha que mi Antuca: ¡y véala usted de repente interesándose por ella! Bien comprendo que nuestro amigo el señor administrador de correos se habrá empeñado con ella; pero ya que tomaba a pechos el servirlo ¿por qué no hablar antes conmigo?, ¡yo le hubiera indicado los medios de que este no fuese un trabajo tan estéril!... Pero, ¿para qué es romperse la cabeza? Las mujeres, señor, son puro capricho, puro sentimiento: no piensan, no se ocupan del porvenir; no consideran las situaciones ni las dificultades; y piden las cosas como los muchachos piden los juguetes, por la impresión del momento y por el gusto de que les hagan el gusto... ¡Pues sabe usted que voy a hacer un bonito papel con el padre Guardián!... Tras de que él le tiene una antipatía conocida a mi pobre Antuca, por su genio festivo y por su afición a los bailes, a los paseos y a las demás diversiones inocentes de que la pobre gusta tanto... ¡Ya me guardaré yo de dejarle sospechar siquiera la parte que ella ha tomado en esto!... Pero no puedo resignarme a hacerlo así no más... ¿Por qué no ha de pagar ese pícaro viejo avaro, que bastantes crímenes carga sobre su espalda, el servicio que tengo que hacerlo? No, señor voy a hacer llamar a Miguelito; es amigo leal de la casa y desempeñará bien su comisión.

-¡Guay!, ¡eres tú Miguelillo! -dijo el Fiscal todo sorprendido al tropezar con el maricón en la puerta de su estudio al mismo tiempo que salía para hacerlo llamar.

-El más humilde criado de su merced, señor Fiscal, ¡gloria y tupé de los sabios del Perú!

-¡Adulón! -le dijo el bachiller tironeándolo suavemente de una oreja.

-¿Adulón?, ¿pues hago yo otra cosa en todo el día más que amarlo a su merced, y reverenciarlo, y adorarlo, y quererlo?

-¡Basta, canalla!... Dios sabe si te acuerdas de rezar por mi salud espiritual y temporal, para ahora y después de mi muerte.

-Pues ahora le voy a probar a su merced que Miguelito nunca adula a nadie; que cuando dice que ama es porque ama; que bien puede ser un bruto sin que por eso mienta cuando dice y repite y grita, y proclama que V. S. es el sabio de los sabios; y que los que no lo dicen así en público es por envidia, y bien lo confiesan en sus adentros, como yo lo sé por testimonios irrefragables -dijo impávidamente el maricón, y entrándose al estudio dejó caer sobre la mesa del Fiscal dos bolsas de tucuyú bien llenas y pesadas, que al caer hicieron el ruido incitante de los metales preciosos.

-¿Qué es eso? -dijo el Fiscal sorprendido.

-¡Cómo qué es eso!, ¿que no distingue su merced el ruido del oro del de la plata?..., ¡son onzas!

-¿Onzas?, ¿onzas? -preguntó el doctor pestañeando.

-¡Onzas!, ¡onzas! Sí, señor; y las trae Miguelillo el Adulón, el canalla, el desagradecido, el que no quiere a su Fiscal, el que no busca recompensas para la sabiduría, el que...

-Pero estas onzas, ¿de dónde vienen y para qué son?

-Éstas son para su merced -dijo el maricón haciéndolas sonar de nuevo con mucha fuerza-, las otras son para la señora: y ahora mismo las está guardando en sus gavetas. ¿Pues qué le parece a V. S. que no hay gente sensible que se entusiasme con las buenas acciones, y que trabaje por recompensarlas?

-No entiendo jota, Miguelillo, de todo lo que me estáis diciendo -dijo el Fiscal acercándose con cariño al Maricón.

-Bien lo sabemos: todos lo proclaman: V. S. es modesto en su saber, recto en sus acciones, inocente y cándido en sus miras, severo en sus principios, inflexible en sus deberes, y enemigo de que se sepan sus beneficios. Pero lo presente era muy demasiado grande, demasiado bello, para que la gratitud pública no estallase con todo su entusiasmo por V. S.

-¡Explícate, por Dios, hijo! No comprendo todavía qué es lo que ha habido. ¿Qué significa este oro?

-Tío Serapio el físico lo proclama a esta hora, y a voz en cuello, a quienes quieran oír; y todos saben la bella acción de mi amita Antuca y de V. S. Sí, señor; tío Serapio anda de puerta en puerta anunciando que la María no será quemada mañana como decían y que lo debe a la...

-Pues, ¡qué! -decían que el auto de fe era mañana

-Todos lo aseguraban.

-¡Qué bárbaros! ¿Ubinan gentiun sumus?

-Eso mismo decía yo, porque como V. S. dice no es tan fácil cortar y beber las uvas.

-Sí, ¡eso es!..., ¡has traducido bien, Miguelillo!, ¡ha!, ¡ha!, ¡ha!, muy bien.

-¡Gracias!, ¡gracias!, señor Fiscal.

-A lo sólido, ¡maricón!..., ¿y estas onzas?

-Pues bien, estas onzas, como le decía a su merced, el tío Serapio ha dado la noticia de que su merced se ha puesto del lado de la Mariquita y la salvará de que la quemen como quiero el padre Andrés.

-¿Quién es el estúpido que anda diciendo semejante cosa? -dijo el doctor con la mayor consternación-, ¡que me llamen a ese pícaro al momento -agregó- para hacerle pagar su calumnia!... Yo en hostilidad con el señor Guardián... Pues, ¿qué no ve ese pícaro que me compromete, que me pierde, que me inutiliza hasta para dejarme airoso con Antuquita?

-Pero, señor Fiscal ¡por Dios!, tenga V. S. un poco de calma; tío Serapio no anda gritando la noticia por las calles; no es tan material lo que he dicho: se contenta con darla al oído a los amigos de la Mariquita que por cierto son bien pocos en Lima desde que la creen hereje, y crea su merced que son más los que se alegrarían de apiñarse para verla arder, que los que aplaudirán cuando la perdonen, porque nuestro pueblo es tan cristiano y tan moral, que nada le inspira más entusiasmo y regocijo que el patíbulo de los herejes, que tienen otra religión.

El bachiller entre tanto se paseaba deprisa por el cuarto con las manos tomadas por detrás y la frente inclinada al suelo.

-Así pues, continuaba el maricón, tío Serapio ha sido más prudente: proclamó el bello impulso de su merced al oído del señor Administrador de Correos, que es un amigo seguro, y nada más; y éste fue y se lo proclamó al oído de don Felipe Pérez.

-¡Avaro!, ¡miserable! -dijo el Bachiller como de paso.

-Y el pícaro avaro -agregó el Maricón-, recordando el afecto con que mi señorita Antuquita me protege, me hizo llamar inmediatamente; en dos minutos dejé el lecho en que dormía, y estuve en su casa: el viejo miserable me estaba esperando, y señalándome dos talegas que estaban sobre una mesa me dijo: lleva ese pequeño obsequio al señor Estaca.

-¡Al señor Estaca!..., ¿y nada más?

-Nada más..., ¿qué más había de decir?

-¿Y mi título de Fiscal?... ¿Y mi título de in utroque?

-¡Ah, sí, señor! -dijo el señor Fiscal doctor in bodoque.

-¡Mientes, pícaro!... No ha dicho semejante cosa: yo bien sé que ese insolente es de los que dicen que yo no soy doctor; pero al fin me las ha de pagar todas.

-Y en onzas, señor, como ha empezado ya, porque ¡ésa es la mejor paga!... El hecho es que ese insolente me dijo: lleva ese pequeño obsequio al señor doctor in bodoque.

-In... tu madre, ¡animal!

-¡Bueno!, ¿qué sé yo cómo se dice?, «llévalas allá, me dijo, y preséntalas a la bella doña Antuquita, como una pequeña muestra de mi gratitud en este momento.»

-¿En este momento, dijo?

-Sí, señor, en este momento: y aun creo que lo que dijo fue en «este primer momento», de donde yo inferí que su gratitud puede muy bien tener dos o más momentos. El hecho es, que yo, desconfiando de la avaricia del viejo, y pagándole con mi menosprecio, ahora que él está abajo, la antipatía y el odio con que me miraba cuando estaba arriba, me acerqué callado a las talegas y las desaté para ver de que eran, porque si hubieran sido de pesos, las tiro abajo de la mesa y me salgo. Pero confieso que cuando vi que eran de onzas quedé un poco más confortado, y saliéndome callado me vine aquí en derechura y se las di a mi amita; mas ésta le manda a V. S. una no como cosa de don Felipe, sino como cosa de ella, como muestra del amor y de la ternura con que ella mira a su célebre marido.

-¡Eso es otra cosa!... eso ya cambia de especie... Además, debemos tener presente que Antuquita no había recibido nada cuando interesó mi sensibilidad en esta causa y como la gratitud es un sentimiento noble y virtuoso que tanto el juez como la ley debe fomentar, es claro que sus efectos son nobles y virtuosos también; y por lo que me dices ya veo que ésta es la naturaleza legal del caso... Por lo demás, yo haré lo posible para que la muchacha no sufra la última prueba, y para que la causa no se lleve por el proceder magno, que es tan público cuanto aterrante. Pero en esta causa hay complicaciones de muchos crímenes: es indubitable que la muchacha esté contaminada con el pestífero amor de la herejía o del hereje, que es lo mismo; muchas declaraciones atestiguan que esta misma tarde en el conjuro que el Padre Cirilo hizo al borrico poseído por el demonio, a cuyo favor intentaban salvarla, ella se abrazó de uno de los enmascarados y lo nombró ¡Henderson! ¡Henderson! con todo el delirio de la pasión. ¡Esto es muy grave! ¡Hay necesariamente criminales de alta traición en Lima!, porque estos hechos se corroboran unos con otros así como corroboran las otras declaraciones que ya se habían tomado.

El Bachiller se detuvo aquí y como si una idea súbita le hubiera asaltado dijo de pronto al Maricón:

-¡Vete, Miguelillo!, ¡tengo que meditar cosas graves!, anúncialo a Antuquita que no tardaré en ir a besarle los pies con el amor y reconocimiento más profundo.

-Creo que no la encontrará ya su merced porque tengo que acompañarla a la primer misa.

-¿Acompañarla tú?... No me parece bien que una señorona como ella vaya acompañada de un Maricón.

-Es que yo no soy un Maricón, señor doctor, sino su Maricón, el Maricón de la señora..., y sobre todo, ella es la que ha dispuesto que yo la acompañe -dijo Miguelillo con enfado.

-¡Ah, si ella lo ha dispuesto, sea enhorabuena!..., pero desearía que fuese al menos tapada.

-Naturalmente que ha de ir con saya.

-Así, no digo nada.

-¡Y aunque digas! -dijo el Maricón entre dientes-, ¿qué se nos importa, cabeza de púlpito? -agregó retirándose del estudio.

El Bachiller no reparó en él, porque se paseaba preocupado visiblemente con alguna idea de importancia.

-¡Esto es!..., ¡esto es! -repetía hablando consigo mismo-: la causa de alta traición es la principal; debe empezarse por ella, porque si bien hay delación de herejía, ¡esa delación reposa sobre el dicho de un testigo interesado!.... ¡De un testigo interesado!, aquí está el golpe: Romea atestigua en causa propia en todo lo que es relativo a la muchacha, mientras que aquello que es relativo a la tapada y a las relaciones del avaro con el hereje se halla corroborado por Gómez; hay pues dos testigos como lo manda la escritura y nuestra ley... El Padre Guardián nada puede decir contra mí: sobre todo, no puede decir que me contradigo, porque yo nunca me contradigo, y bien claro le previne de que la naturaleza de la causa era muy dudosa y que la primacía de los sucesos era la regla a seguir. Sí, ¡señor!, me acuerdo que se lo dije, y esto me salva de toda contradicción... Mañana de madrugada le voy a ver; y le voy a decir que es preciso cambiarlas baterías: arruinemos primero al viejo, el árbol se corta por el tronco y después todo vendrá: el modo es suspender el procedimiento, pasar oficio al Virrey inmediatamente, revelándole los indicios de alta traición que contiene la causa, y comprometerlo a formar el tribunal mixto con los dos Oidores, para optar a la mitad de la confiscación: y así le cumplo mi promesa a Antuquita, de salvar a la muchacha... ¡Salvarla!... No es cosa fácil: el Padre Andrés tiene algunos otros motivos que me oculta para proceder contra ella; yo me he hecho el desentendido antes, es preciso que le haga entender ahora que lo alcanzo, y que lo obligue a ser sincero... Entretanto, ¿cómo hago, señor, para hacerle suspender sus procedimientos? ¿Ver al Virrey y lanzarlo a intervenir en la causa?... Es un medio muy violento y muy grosero: el Virrey no es mi amigo, y me dejaría en las astas del toro. ¡No, señor!, más bien quemar esa muchacha del demonio, ¡y que arda Troya!... ¡Estaca! ¡Estaca!, ¡tu cabeza se va poniendo ya muy estéril!, decía el Bachiller y se paseaba con violencia por su estudio... ¡Esto es!, ¡esto es! -decía después de un momento de reflexión-. El señor Administrador de Correos y Antuquita deberían arreglar este negocio: el Administrador puede ir a ver al señor Virrey y ponerlo en tren, y yo cumplo manteniéndome en reserva para apoyarlos con mi parecer y con mi voto en el acuerdo... No hay más: ¡éste es el golpe! -decía alegre el señor Fiscal, sin sospechar que en aquella hora misma eso era de lo que trataban mano a mano su señora y su amigo.