La obra de 1898

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La obra de 1898 (13 mar 1913)
de Ramiro de Maeztu
Nota: Ramiro de Maeztu «La obra de 1898» (13 de marzo de 1913) Nuevo Mundo, año XX, nº 1001, p. 4.
DESDE LONDRES


La obra de 1898


 Decíamos que la acción crítica de la generación de 1898 había creado un inmenso vacío en el alma española y preguntábamos si sería posible trocar esta nada, este vacío, en fundamento de futura creación. Hablar de una nada creadora es asomarse al problema central de la filosofía y de la historia. Pudiera afirmarse que la humanidad empezó á ser humana el día en que se le ocurrió á un hombre, fuese Thales, Anaximandro ó Anaximenes, lo que después nos repitió Bartrina cuando dijo:
 «Porque ese cielo azul que todos vemos, ni es cielo, ni es azul.»
 Negar que las cosas sean lo que parecen, es envolverlas en puntos suspensivos. Al cabo de esos puntos suspensivos—la nada creadora—surgen los signos de interrogación. Con los signos de interrogación, empieza la encuesta. Con la encuesta, el hombre. Ser hombre es preguntar. Pero antes de preguntar es preciso apartar de algún modo lo que se nos pone por delante. «Ni es cielo, ni es azul». Lo que parece no es lo que parece. Es otra cosa. ¿Qué otra cosa? ¿Qué sabor tiene la manzana del árbol de la Ciencia?
 Aún no hemos llegado á la pregunta. Estamos en 1898. Habíamos heredado una tienda de la que no nos ocupábamos gran cosa. Teníamos una vaga idea de que se trataba de un negocio inmemorial, fundado no se sabe si por Túbal ó por Macedonio y reformado después, mejor ó peor, por fenicios, griegos, romanos, godos, árabes y bereberes. No marchaba muy bien, En otro tiempo se habían fundado numerosas sucursales de la tienda en diversas regiones del planeta. Muchas de ellas, no se sabe por qué, probablemente por el mal carácter de los encargados, se habían negado á rendir cuentas á la casa matriz. Pero en 1898 nos quedaban todavía algunas sucursales productivas. Y aunque de cuando en cuando nos habíamos dicho en voz baja que el negocio no marchaba bien y hasta tratamos alguna vez de reformarlo por espontáneo impulso , como, por lo general, nuestras reformas se limitaban á derribar anaqueles y á cambiar los nombres de los géneros, no sentíamos en aquel tiempo con mayor urgencia la necesidad de ponernos á discurrir procedimientos de reforma.
 Precisamente por aquellos años se había hecho un esfuerzo supremo para persuadirnos de que el negocio era excelente. Los defectos que descubrían los descontentos no eran, en realidad, imputables al negocio ni á nuestra manera de llevarlo, sino á los malos tiempos. El negocio en sí era magnífico. ¿Cómo iba á ser malo si en la fachada de la tienda lucía un escudo las palabras de: «Proveedores de Su Divina Majestad»? Nosotros éramos siempre los fieles proveedores de la Providencia, como lo habíamos sido en otras épocas. Eran los tiempos, vueltos impíos, los que se revolvían contra nuestro negocio y, más aún que los tiempos, nuestros propios descontentos y nuestros propios críticos los que destruían la unidad de los servicios y perjudicaban el negocio común.
 Yo no digo que todos creyéramos en esta tesis halagüeña. Unos la creyeron y la creencia les volvió orgullosos. Otros se dijeron: «algo tendrá el agua cuando la bendicen», y la despreocupación les hizo frívolos. Surgió el desastre. Se perdieron las últimas sucursales de la tienda. Ello fué acaso lo de menos. Lo importante fué la manera de perderse. Lo importante es que fuimos á la guerra sin medir su gravedad, por orgullo y por frivolidad, y que el enemigo jugó al blanco con nuestros pobres barcos de madera. La humillación nos hirió primeramente en el orgullo. Pero se habló en el extranjero de razas agónicas y de países incompetentes. La repatriación nos fué revelando rápidamente las inmoralidades, las torpezas pasadas. Durante un año no se habló en Madrid sino de los militares y paisanos enriquecidos en las colonias perdidas. Y entonces nos sentimos heridos también en el honor. A la amargura del fracaso se añadió la hiel de la falta de mérito.
 Rápidamente se fué dibujando ante nuestros ojos el inventario de lo que nos faltaba. No hay escuelas, no hay justicia, no hay agua, no hay riqueza, no hay industrias, no hay clase media, no hay moralidad administrativa, no hay espíritu de trabajo, no hay, no hay, no hay... ¿Se acuerdan ustedes? Buscábamos una palabra en que se comprendieran todas estas cosas que echábamos de menos. «No hay un hombre», dijo Costa; «No hay voluntad», Azorin; «No hay valor», Burguete; «No hay bondad», Benavente; «No hay ideal», Baroja; «No hay religión», Unamuno; «No hay heroísmo», exclamaba yo, pero al siguiente día decía: «No hay dinero», y al otro: «No hay colaboración».
 Nuestras palabras se contradecían, se anulaban. A veces, nos dolíamos meramente de la falta de gloria, de fuerza, de bienes materiales, A veces, de la falta de méritos. La tierra no es rica; los hombres no son grandes. Unas veces nos rebelábamos contra la tienda hereditaria; otras, contra los tenderos. Faltaba un criterio de discernimiento. Faltaba la pregunta de: ¿qué es lo central, qué es lo primero, qué es lo más importante?
 Al cabo ha surgido la pregunta. Al cabo España no se nos aparece como una afirmación ni como una negación, sino como un problema. ¿El problema de España? Pues bien, el problema de España consistía en no haberse aparecido anteriormente como problema, sino como afirmación ó negación. El problema de España era el no preguntar.
 Ese es siempre el problema. Todavía los más de los españoles, políticos ó intelectuales inclusive, no quieren preguntar, unos dicen dogmáticamente que todo se arreglaría con arrojar á los descontentos de la tienda. Otros preferirían pegar fuego á la tienda, en la confianza de que espontáneamente se alzará de la tierra otra mejor. Los pocos hombres interrogativos que son en España suelen irrritarse con las soluciones tajantes de esos hombres, y desearían limpiar la tienda de dogmáticos, también de un solo tajo. Pero no, ¡no! Si la Solución al problema de España consiste en hacer subir la conciencia española á la región de las cosas problemáticas, los medios para realizar esta ascensión han de ser igualmente problemáticos. ¿Sabe alguno de ustedes la manera de conseguir que no se hallen tan seguros de sí mismos los españoles de buena voluntad?

     Ramiro de MAEZTU