La pasionaria
LEYENDA QUINTA de Cantos del Trovador
LA PASIONARIA.
[editar](cuento fantástico)
Nota de introducción
[editar]Un día en que mi mujer leía los cuentos fantásticos de Hoffmann, y escribía yo a su lado los míos, se entabló entre nosotros el siguiente diálogo:
Mi mujer.— ¿Por qué no escribes un cuento fantástico, como los de Hoffmann?
Yo.— Porque considero ese género inoportuno en España.
Mi mujer.— No alcanzo la razón.
Yo.— Yo te la diré. En un país como el nuestro, lleno de luz y de vida, cuyos moradores vivimos en brazos de la más íntima pereza, sin tomarnos el trabajo de penar en procurarnos más dicha que la inapreciable de haber nacido españoles, ¿quién se lanza por esos espacios tras de los fantasmas, apariciones, enanos y gitanas de ese bienaventurado alemán? Nuestro brillante sol daría a los contornos de sus medrosos espíritus tornasolados colores que aclararían el ridículo misterio en que las nieblas de Alemania envuelven tan exageradas fantasías.
Mi mujer (interrumpiéndome).— Esa teoría será muy buena, pero en este caso ¿a qué género pertenece tu leyenda Margarita la tornera?
Yo.— Al género fantástico, sin duda.
Mi mujer.— Luego la teoría y la práctica están en contradicción.
Yo.— Entendámonos. Margarita la tornera es una fantasía religiosa, es una tradición popular, y este género fantástico no lo repugna nuestro país, que ha sido siempre religioso hasta el fanatismo. Las fantasías de Hoffmann, sin embargo, no serán en España leídas ni apreciadas sino como locuras y sueños de una imaginación descarriada; tengo experiencia de ello.
Mi mujer.— Acaso tendrás razón: pero yo quisiera que hicieras la prueba.
Yo.— Enhorabuena: mas con una condición. Que sobre ti vaya la responsabilidad del éxito.
Mi mujer.— Acepto.
Yo.— Tú me darás el argumento de la composición.
Mi mujer.— Y tú le tratarás con imparcialidad.
Yo.— Prometo escribírtele como Dios mejor me dé a entender.
Mi mujer.— Pues escucha.
He aquí, amigo lector, la historia de mi Pasionaria, que está dedicada a mi mujer, de quien es original. Tú la juzgarás. Pero te suplico que no la leas tan sin cuidado que desfigures la belleza del argumento con la torpeza y desaliño de la ejecución.
INTRODUCCIÓN
[editar]
En un fresco valle ameno
de flores y árboles lleno
que a un jardín se parecía
un buen hidalgo vivía
de pesadumbres ajeno.
De aquel albergue escondido
la soledad deleitosa
había un santuario sido
donde pasó guarecido
su larga vejez dichosa.
Soldado fue mientras pudo
con el lanzón y el escudo,
mas su buen tiempo pasado
volvió a su valle ignorado
a ser campesino rudo.
Allí dejó a su partida
para la empeñada guerra
en una esposa querida,
y una hija de ella tenida
cuanto adoraba en la tierra.
Mas de la guerra al volver
con sus heridas ufano,
echó el buen hombre de ver
que honrado volvía en vano,
faltábale su mujer.
El pobre hidalgo la enviaba
nuevas suyas cada día
que una ocasión encontraba,
pero siempre se perdía
el mensaje, y no llegaba.
Murió pues la triste esposa
sin noticias de su suerte,
pues en lid tan azarosa
dar era difícil cosa
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más noticias que la muerte.
Lloró su mala ventura
por largo tiempo el soldado,
mas todo el tiempo lo apura,
y el deleite y la amargura
tienen su fin señalado.
Vivo trasunto de aquella
perdida ya dulce esposa
quedábale una doncella
como su madre amorosa,
y más que su madre bella.
¿Y quién ¡Vive Dios! no olvida
los desastres más prolijos
cuando la luz de su vida
llega a ver reproducida
en el amor de sus hijos.
La vejez desencantada
tal vez no goza con nada,
pero la más cruel historia
se borra de su memoria
si de hijos se ve cercada.
Así el valiente Robleda
todo su amor atesora
en la hija que le queda.
¡Ojala Dios le conceda
larga vejez con su Aurora!
Aurora, sí, se llamaba
porque en la aurora de un día
conque un abril empezaba
nació, y el sol que apuntaba
con ella a la par nacía.
¿Y quién sabe si al prever
su hermosura venidera,
quiso el sol su estrella ser
y vino la primavera
su más bella flor a ver?
Así suceder debió
porque en aquella espesura
la bella Aurora creció
y diola doble hermosura
cada aurora que pasó.
Rosa del valle frondoso
que del cierzo la guarece
su cáliz abre oloroso,
bálsamo esparce precioso
en el desierto que crece.
Sus primorosos colores
y su fragancia exquisita
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vergüenza son de las flores
que aquellos alrededores
dan entre yerba marchita.
Y orgulloso y satisfecho
de guardar tan linda flor,
Robleda pide a su pecho
ámbito menos estrecho
para su ambicioso amor.
Toda su triste existencia
de Auroras desventuradas
y de sangrientas jornadas
de aquella aurora en presencia
sueño es de cuitas pasadas.
Y así en su albergue escondido
y en soledad deleitosa,
contra el pesar guarecido
para su vejez dichosa
el soldado encanecido.
I
[editar]En una de abril fecundo
deliciosísima tarde,
y en la orilla de un arroyo
que cruza el ameno valle,
bajo la sombra sentada
de unos juncos desiguales,
una hermosísima niña
sola y distraída yace.
Del manso arroyo contempla
los fugitivos cristales
que en las arenas del fondo
reflejan su bella imagen.
Y hállase linda sin duda
según lo que se complace,
ya sonriendo con ella,
o ya, con ella enojándose.
A veces turbando el agua,
la borra por un instante,
volviendo curiosa luego
a ver como se rehace,
y asoma sobre sus labios
de purísimos corales
vaga e infantil sonrisa
de nuevo al verla formarse.
Mírala atenta esperando
a que las aguas se aclaren,
y a solas con su reflejo
plática entabla muy grave.
¿Por qué me miras, le dice,
cuando me inclino a mirarte,
y si me aparto te apartas,
y si salgo a verte sales?
¿No sabes que es mucho orgullo
para una sombra tan frágil
hasta quien la da la vida
osar subir arrogante?
¿No sabes que con un soplo
romper y manchar me es fácil
los ojos con que te atreves
en los míos a mirarte?
¿Quien eres tú, necia sombra,
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para salir a encontrarme
tras el quebradizo muro
de tu transparente cárcel?
Tú, pobre ilusión sin vida,
sombra sin cuerpo palpable
que solo a la sombra de otro
puedes vivir arrastrándote.
Tú, que a mi solo capricho
debes no más cuanto vales,
puesto que nunca nacieras
si yo a ti no me acercase.
¿Y todavía me miras?
Y te me ríes infame.
¿Y me provocas sirviéndote
de mis mismos ademanes?
Para insolencia tamaña
ya no hay paciencia que baste.
Toma, descarada, y sea
cada granito un ultraje.
Y así la hermosa diciendo
por castigar a su imagen,
tiraba al fondo del agua
las arenas de la margen.
Al ver la espuma que elevan,
al ver los innumerables
circulillos que producen
y unos y otros quebrándose
fugitivos de su centro,
y en tumulto interminable,
los unos van a perderse
adonde los otros nacen,
y entre la confusa tela
de sus líneas vacilantes,
al ver en el fondo turbio
inquieta siempre su imagen,
con inocente sonrisa
y con infantil donaire,
eso es - decía, ya vuelves,
necia sombra, a tus desmanes;
mas veremos por quién queda,
tú a salir, yo a borrarte.
Y arena tiraba al agua
con caprichoso coraje.
En tal entretenimiento
se la pasaba la tarde,
luchando contra su sombra
que parecía constante,
Cuando un mancebo qué estaba
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tras ella, con voz suave
y afectuosísimo tono,
díjola: Aurora, ¿qué haces?
Tornose al punto la niña,
y ruborizada alzándose
dijo bajando los ojos:
¿Qué he de hacer más que esperarte?
—Tan entretenida estabas
con el arroyo...
—Tirábale
las arenillas que cría
por venganza.
— ¿En qué es culpable
para que así le castigues?
- Detesto sus falsedades,
y él me engaña.
-¿Qué te dice?
— Me copia todo el semblante,
y miente sin duda alguna.
— ¿Por qué?
— Porque a ser iguales
yo y el reflejo que pinta
más en verdad te agradase.
— ¿Pues quién te ha dicho, alma mía,
que yo no te le idolatre?
— Más a menudo vinieras
si así fuera a contemplarle.
—¿Acaso tardé?
—Lo ignoro.
Cuando vienes nunca es tarde,
pero cuando pasa un día
y otro y otro y aguardándote
paso horas y horas sentada,
mirando por todas partes,
sin que por ninguna lleguen
mis ojos a tropezarte,
¡Ay, Félix, qué de recelos
me atormentan!
— ¿Pues no sabes
que tengo yo, Aurora mía,
ayo, maestros y padre
que me acechan de continuo
y que me es fuerza robarles
los minutos para verte
si no para idolatrarte?
Cuando el castillo abandona
ya por caza ya por viaje,
es solo cuando evadirme
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de mi preceptor es fácil;
y solo con mil pretextos
logro entonces engañarle
y no oír sus importunos
consejos inagotables.
Con el del noble ejercicio
de las armas salgo al parque,
el caballo se desboca,
salta la zanja y al valle.
Tanto bien mío, me cuesta
verte unos cortos instantes,
mas no hay azar que no arrostre
por oírte y contemplarte.
—¡Ay, Félix!, siempre palabras
consoladoras me traes,
mas no sé qué falta en ellas
que nunca me satisfacen.
— ¿Dudas acaso ?...
— No en ti,
que no me atreviera amándote.
— ¿Pues, en quién?
— En la fortuna.
Tú tan noble...
—Y es bastante
garantía la nobleza
de mi encumbrado linaje
para cumplir mis palabras.
Y esto Aurora mía baste,
que me ofenden esas dudas.
—¡Siempre ese altivo lenguaje,
Félix, siempre te me enojas!
¿Yo, Aurora mía, enojarme?
Contigo, mi bien, mi gloria,
jamás.
—Pues tu mano dame,
júrame que me amas mucho
y hagamos las amistades.
—Las manos no, el corazón.
—No puedo yo tanto darte.
— ¿Pues qué, corazón no tienes?
— No, que ha venido a robármele
un mancebo muy gallardo.
— ¿De veras?
— Sí, como un ángel.
— ¿Y se le llevó?
— Sin duda.
— Como yo llegue a encontrarle...
— ¿Se le pedirás?
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—No, a fe.
—¿Pues qué has de hacer?
—Arrancársele.
Y aquí cayendo la niña
en los brazos de su amante
sonó un regalado beso
que devoró ansioso el aire.
— Aurora, dijo el mancebo,
mira al sol.
— Félix, ¿te partes?
— ¿Qué he de hacer? Expira el día.
— Es verdad, Félix, mi padre
también estará impaciente.
—¿Volverás pronto?
— Cuanto antes.
— ¿Te acordarás de mí?
— Siempre.
Mi existencia es solo amarte;
no tengo en mi corazón
más que un altar con tu imagen.
— ¿Se borrará?
— Nunca Aurora.
Pintada está con mi sangre
y por el crisol pasada
del fuego que en ella arde.
Y al dulce beso tornaron
en punto tal separándose
y mientras verse pudieron
no dejaron de mirarse.
Subía aprisa don Félix
y con pasos desiguales
por la tortuosa vereda
que lleva fuera del valle;
y lentamente cruzaba
Aurora la opuesta parte
por la olorosa pradera
de que es su casa el remate.
Y a cada paso volviéndose
y de lejos saludándose,
ambos a dos se juraban
como quien eran amarse.
¡Pobres niños que insensatos
juzgaban interminable
lo que era con solo un soplo
interrumpirles muy fácil!
II
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Tendía sobre la tierra
su oscuro manto la noche,
de estrellas poblando el cielo
en magnífico desorden.
Lanzaba apenas la luna
sus tímidos resplandores,
como enamorada que abre
recelosa sus balcones,
por ver al galán que espera
y que las sombras la esconden;
mas cuyo contorno vago
en la oscuridad conoce.
Todo en el valle reposa
y con murmullos acordes
entre las hojas susurran,
los céfiros juguetones,
el manso rumor del agua
que entre los céspedes corre
mezclado con sus murmullos,
incesantemente se oye.
Perfuma el ambiente puro
de las campesinas flores
el grato y sencillo aroma
que ávida el aura recoge.
Brotan del húmedo césped
imperceptibles vapores,
que de las ráfagas vuelan
sobre las alas veloces.
Y la frescura se aspira,
y los sentidos absorbe
vaga languidez dulcísima,
que hace su deleite doble.
El pensamiento perdido
el ancho espacio recorre
en pos de mil imposibles
encantadas ilusiones.
Los ojos alucinados,
con mil falsos resplandores
realidades imaginan,
sus increadas ficciones.
Y en el azul transparente
cuya extensión desconocen
sus errantes fantasías
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en su desvarío ponen.
Y un vapor que le atraviesa,
un insectillo que indócil
le cruza inquieto sonando
sus alillas uniformes,
una hoja que va en el aire,
sin hallar en qué se apoye
y desprendida de un tronco
acaso de savia pobre,
por una visión la toman,
que pasa ante ellos informe
Suspiro tal vez de un hada
Plegaria acaso de un monje.
Noche azul, limpia y serena
tras la cual se reconoce
lo infinito del espíritu
que con un soplo hizo el orbe.
En esta noche tranquila
y en este valle fue donde
delante de una ventana
de su alquería sentose
el bueno de Juan Robleda
en un gran sillón de roble,
asegurando los codos
en sus brazales enormes.
Los ojos en tierra fijos,
mohíno el semblante noble,
sumido el ánimo muestra
en graves meditaciones.
Jamás se le vio tan triste;
sin duda su pecho esconde
algún secreto funesto
que el corazón le corroe.
Secreto que en el silencio
es fuerza que le devore,
que en su corazón se entierre
y en su corazón se ahogue.
Mas él desea sin duda
que fuera de él se desborde
reduciendo sus tormentos
a sentidas expresiones.
Que otro las oiga y las sienta
como él las siente y las oye,
ya porque él lo necesite,
o ya porque a otro le importen.
Y esto sin duda resuelve
porque dejando su inmóvil
posición, por la ventana
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llamó a Aurora, y levantose.
Entró la hechicera niña,
volvió a su sillón de roble
el padre, y entre los dos
plática tal entablose.
ROBLEDA.
¿Dónde has estado?
AURORA.
En el soto.
ROBLEDA.
¿Qué has hecho allí?
AURORA.
Coger flores.
ROBLEDA.
¿Y has cogido muchas?
AURORA.
Muchas.
ROBLEDA.
Ten cuenta con las que coges,
y no vayas a buscarlas
al parque de los señores
de Aracena, porque tiene
muy malos alrededores.
AURORA.
Yo señor...
ROBLEDA.
¿Me has entendido?
No están mis ojos tan torpes
todavía que no alcancen
hasta el lindero del bosque
AURORA.
Duéleme padre y señor
que mi conducta os enoje.
Mas yo prometo...
ROBLEDA.
Hija mía
no hay desdicha que no arrostre
tu padre por tu ventura,
ni mal que por ti no afronte.
Mas no hay tampoco desdicha
que me desvele ni asombre,
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como el temor de perderte.
AURORA.
-¿Y a qué padre, esos temores?
Aquí hemos siempre vivido
retirados, nuestra pobre
posesión respetan siempre,
los bandidos y los nobles.
Mil veces me habéis contado
que allá detrás de esos montes
está la tierra turbada
con guerra y desolaciones.
Que todo el mundo esta henchido
de desventuras y horrores,
pero jamás han llegado
a nuestro valle sus voces.
ROBLEDA.
¡Ah! que no es Aurora mía
tan peligroso el redoble
del atambor que convoca
para matarse los hombres
como la voz engañosa
de esas mágicas pasiones
que viven en nuestro pecho
como huéspedes traidores.
Lides se vencen lidiando,
y al fin ya que no se logre
salir de una guerra siempre
felices o vencedores,
la fuga salva aunque manche.
¿Mas cómo de las traiciones
defenderse de enemigos,
que a par con nosotros corren?
Bajas Aurora los ojos,
la faz ruborosa escondes.
¡Ay de ti, luz de mi vida!,
si freno al amor no pones.
AURORA.
¡Callad por Dios padre mío!
ROBLEDA.
Fuerza es decírtelo, óyeme.
Todo lo sé, pobre niña,
esas desdichadas flores
que vas a coger al campo,
son las falsas expresiones
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los juramentos de amor
de un mozo a quien no conoces,
y de quien tú no has nacido
más que sierva. Y si no rompes
tan torpes lazos, si no echas
en olvido hasta su nombre...
AURORA.
Padre, imposible. Se mezcla
en mis mismas oraciones.
No se aparta de mi mente
ni de día ni de noche
ROBLEDA.
Pues bien Aurora es forzoso
que desprendértele logres
del corazón: es preciso
que huyamos lejos de ese hombre.
Tú no naciste condesa,
no heredaste mas blasones
que tu honor, y esa no es prenda
para perdida de un golpe.
Venderé nuestra alquería
Aurora, a partir disponte.
La distancia es el olvido,
y el tiempo allana los montes.
AURORA.
Pues bien padre partiremos.
Conozco vuestras razones,
iremos donde gustareis;
será un sacrificio enorme,
tal vez me cueste la vida,
el alma tal vez indócil
se resista de tal modo
que el aliento me sofoque,
pero primero es mi padre.
Vuestros caprichos son órdenes
Para mi; sí, padre mío,
mas dejadme que le llore.
No extrañéis no, que a los párpados
las lágrimas se me agolpen.
No me preguntéis la causa
que será mentar su nombre.
Y aquí de hinojos Aurora
ante su padre se pone
Diciendo: — Padre partamos
antes que don Félix torne.
III
[editar]
Catorce días después
de su alquería a la puerta
iba a montar a caballo
el bravo Juan de Robleda.
Ya estaba a su lado Aurora
sobre una jaquilla negra,
y un criado conducía
sobre una mula su hacienda.
Las crines tenía asidas
el soldado y el pie cerca
del estribo, cuando a ellos
vio con extraña sorpresa,
venir un hombre en un potro
desbocado por la cuesta,
y a pique de despeñarse
por la tortuosa vereda.
Las compasivas miradas
clavó en él con ansia extrema
de que descendiera vivo,
lo que a la verdad no espera.
Mas gracias a su fortuna
mucho mas que a su destreza ,
por la orilla del arroyo
siguió su rauda carrera.
Pasó el lindero del soto
tan veloz como una flecha,.
saltó la zanja del bosque,
cruzó el puente de madera
y pasó por medio de ellos
sin ser dueño en su violencia
de contener de su potro
el impulso y la fiereza.
Era don Félix. Aurora
palideció a su presencia,
y el viejo esperó pregunta
para concebir respuesta.
¿Partís? — Preguntó don Félix
con tez pálida y colérica.
Y con altiva mesura,
partimos, dijo Robleda.
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DON FÉLIX
¿Por mucho tiempo?
ROBLEDA.
Por mucho,
si es mucho la vida entera.
DON FÉLIX.
Los vasallos de mi padre
no pueden sin su licencia
abandonar sus estados.
ROBLEDA.
Por eso fui yo a obtenerla
de él mismo no ha muchas horas.
DON FÉLIX
¿Y os la dio?
ROBLEDA
Y gracias con ella.
Conque así, señor don Félix,
mire si paso nos deja,
porque la jornada es larga
y la mañana esta fresca.
DON FÉLIX.
No será mientras yo viva,
buen viejo, y tened paciencia,
que no ha de salir mi esposa
de donde su esposo queda.
ROBLEDA.
¿Qué estáis hablando, don Félix?
¿Qué esposa o qué rayo es esa,
ni qué tengo yo que ver
con quien vuestra esposa sea?
DON FÉLIX.
Más de lo que vos pensáis
mi mujer os interesa,
que os vengo a pedir a Aurora
para mi esposa, Robleda.
ROBLEDA.
¡Esta su merced sin juicio
por Cristo vivo!
DON FÉLIX.
—Ello es fuerza.
Yo la adoro, la idolatro;
todo el poder de la tierra
no me arrancará del pecho
esta pasión violenta.
ROBLEDA.
– Teneos, señor, teneos,
que se os desboca la lengua;
y aunque os amargue es preciso
que oigáis la verdad sincera.
Don Félix, doy por supuesto
que ella os ama, doy que es cierta,
profunda vuestra pasión,
decidida y verdadera,
mas ella nació villana,
y vos en estirpe regia,
sí, porque sangre de reyes
circula por vuestras venas.
Ved pues si podéis bajaros
hasta humillaros con ella,
o si ella puede subir
a vuestra altitud excelsa.
DON FÉLIX.
—Sí puede ¡Viven los cielos!,
que en la mujer no hay nobleza,
y en alas de la hermosura
se encumbra hasta las estrellas.
Cuando yo herede el condado
aunque segadora fuera
la esposa que yo tomare
fuera siempre la condesa.
Que si soy de sangre noble
soy también....
ROBLEDA.
— Un calavera
que os cansaréis en dos meses
de una zafia lugareña,
y la encerraréis tirano
en alguna fortaleza,
para gastar en la corte
vuestro oro con las ajenas.
Creedme, señor don Félix,
yo tengo mucha experiencia
pag.230
y sé la que son las cosas;
dejaos pues de quimeras.
Cada oveja, ya sabéis
el refrán, con su pareja.
DON FÉLIX.
—Pues buen viejo testarudo,
ya que me provocas, guerra
te haré desde hoy, de tus brazos
la arrancaré
ROBLEDA.
Y eso prueba
bien claro que sois un vil,
porque tan villana idea
le ocurre solo a un menguado
que contra la ley atenta.
DON FÉLIX.
—Nada me importa tu cólera,
me olvido de tu insolencia.
Y tú, Aurora de mi vida...
ROBLEDA.
—Don Félix, su merced vea
que si da un paso hacia Aurora,
la vida al punto le cuesta.
La justicia de mi causa
ha defendido mi lengua,
con honor; de vuestro arrojo
mis pistolas me defiendan.
Así Robleda diciendo
metiose con faz resuelta
entre don Félix y Aurora,
la mano en las armas puesta.
Postrose a sus pies la niña
de miedo en llanto deshecha,
volvió en su acuerdo don Félix,
y a punto tal por la cuesta
aparecieron jinetes
del conde con la librea,
él mismo delante de ellos
avanzando a toda rienda.
EL CONDE.
¡Voto a San Dimas! ¿Qué es esto?
¿El siervo contra el Señor?
pag.231
ROBLEDA
No busco de tal rigor
para excusarme pretexto.
Mas yo mi honor defendía
y antes de volver atrás
poco es de él, de Satanás
señor le defendería.
EL CONDE.
¿Mi hijo a tu honor atentó?
Robleda en verdad responde.
ROBLEDA.
Al vuestro atentaba, conde,
a no impedírselo yo.
Pidiome loco la mano
de mi hija y se la negué.
EL CONDE.
¿Eso pensó? ¡Por mi fe
que eres, un villano!
ROBLEDA.
Yo se lo dije también
mas a fuerza, dijo airado,
Que obtendría de contado
Lo que no de bien a bien.
DON FÉLIX
Pues bien, padre...
EL CONDE.
Calle el necio.
Robleda, tú has peleado
en otro tiempo a mi lado
y siempre te tuve aprecio.
No, por mi vida, no es justo
que pagues solo la pena
de culpa que ha sido ajena.
No has de partir, es mi gusto.
La posesión te concedo
de todo el valle que habitas;
y ve si más necesitas
que agradecido te quedo.
Y tú niña olvida a ese hombre
que no es en verdad razón
que tenga tu corazón
quien no ha de darte su nombre.
Otro encontraras mejor
pag.232
Pues la dueña de este valle
marido es fácil que halle
si no conde, con honor.
ROBLEDA.
La protección agradezco
Señor, mas es castigarme
a que me quede obligarme
en un lugar que aborrezco.
EL CONDE.
Entiendo tu repugnancia
Robleda, mas he curado
de que vivas descuidado;
Enviaré a Félix a Francia.
Y aquí el conde de Aracena
volviendo el rostro a su hijo,
frunciendo el ceño le dijo
con voz decidida y llena:
Y ahora vos caballero
de hinojos ante ese anciano
pedidle a besar la mano
.
ROBLEDA
¡A mi, señor!
EL CONDE.
Yo lo quiero.
DON FÉLIX.
Padre y señor, si esto es
para vos buen desagravio
con gusto pondré mi labio
no en sus manos, en sus pies.
Mas ved que mi corazón…
EL CONDE (interrumpiéndole.)
No hay más en ello que hablar,
yo dél os sabré arrancar
tan indigna inclinación.
¡Hincaos, besad, muy bien!
Ahora montad e id delante,
mas id por mejor talante
por la estrella de Belén.
Y si queréis desde ahora
que mi cólera no estalle,
olvidaos de este valle
y no penséis en Aurora.
pag.233
Dios sea contigo, Robleda,
y ahora a escape, señores,
que estarán mis cazadores
esperando en la alameda.
Salió la gente del conde
tras él a escape resuelto
pero no sin haber vuelto
los ojos, Félix, a donde
su Aurora en llanto desecha
recoge aquella mirada,
que acaso la desdichada
como la última aprovecha.
Mientras los pudo alcanzar
la vista sobre ellos tuvo,
cuando perdido los hubo
no pudo con su pesar.
Huyó de su alma el valor
que hasta allí había asistido
y al fin cayó sin sentido.
¡Tan tirano era su amor!
IV
[editar]
Cumplió su palabra el conde
y envió a don Félix a Francia,
porque son tiempo y distancia
grandes contrarios de amor.
El conde esta satisfecho
y estalo también Robleda;
Aurora es solo quien queda
abismada en su dolor.
Don Félix va caminando
apesarado y mohín,
aliviando su camino
con las memorias de ayer.
Mas mozo ilustre que al mundo
hoy sale por vez primera
¿Quién sabe si allí le espera
felicidad y placer?
Siempre en el negro castillo
de su familia encerrado,
más fortuna no ha llegado
ni más gloria a concebir;
toda su ambición silvestre
se redujo a sus vasallos,
sus perros y sus caballos.
Eso fue su porvenir.
Mas si dichoso en la corte
y afortunado en la guerra,
fama se conquista y tierra
con bien merecida prez;
si el hidalgo de provincia
allá en país extranjero
venturoso aventurero
medra en el mundo a su vez;
si envuelto en el torbellino
del lujo y de la grandeza
altivo con su nobleza
y fiero con su favor
avasalla a la fortuna,
¿Quien de que viva responde
en el corazón del conde
del campesino el amor?
La juventud es la fuerza,
pag.235
la imprevisión la osadía,
la juventud con un día
de suerte amiga no más.
Al golfo de la fortuna
sin brújula y sin estrella
se lanza; y boga tras ella
sin volver cara jamás.
La felicidad no existe,
la gloria es una mentira,
mas solo la gloria inspira
hazañas de gran valer.
La dicha es la incertidumbre
en que estriba la esperanza,
y porque nunca se alcanza
damos tras ella en correr.
En pos de esa lumbre falsa
afanado siempre el hombre
acrecienta su renombre
y acrecienta su ambición.
Y así fue grande Alejandro,
y así inmortal vive Homero
por su fortuna primero,
después por su corazón.
Eso es el hombre, deseos,
ambición, fortuna, gloria,
eso es su vida su historia,
del hombre es siempre el valer.
Mas la mujer.... ¡Desdichada!
Débil y hermosa nacida,
el amor solo es su vida,
su porvenir el amor.
Mientras el hombre combate
con la fortuna contraria,
ella triste y solitaria
orando por él está.
El hombre egoísta, avaro
piensa en si mismo primero,
y el corazón todo entero
ella entre tanto le da.
¡Pobre Aurora! en vano tiendes
los ojos desencajados
por los peñascos quebrados
que fuera del valle dan.
En vano pasas tus días
de silencio y pesadumbre,
de tu escasa incertidumbre
acrecentando el afán.
« ¿Si volverá?» — Se pregunta
Pag. 236
todos los días Aurora.
«Qué hará don Félix ahora? »
En eso piensa no más.
Verle venir a lo lejos
a cada instante imagina,
mas la ilusión peregrina
no se realiza jamás.
En vano el viejo Robleda
consuelo estéril la ofrece.
Su duelo no desvanece
la verdad ni la razón.
Si acaso muestra en sus labios
al buen viejo una sonrisa,
una lágrima le avisa
de que pena el corazón.
Y pasa día tras día,
consúmese hora tras hora,
mas no consuelan a Aurora
la razón ni la verdad.
Los días pasa en silencio,
pasa las noches llorando,
continuamente arraigando
su amor en la soledad.
«No llores, mi bien, la dice
»desolado el pobre viejo.
» Al fin es mejor consejo
» lo que se pierde olvidar.»
Y ella responde: — «Perderle
» ¿Por qué ocultar que me pesa?
»Ya sé que mi suerte es esa,
»mas dejádmela llorar.
»Yo os prometí, padre mío,
»no verle mas, no buscarle,
»mas no prometí olvidarle,
»que fuera imposible a fe.
»Su imagen está con fuego
»en mi corazón grabada,
»y eternamente guardada
»en él la conservaré.»
—«¡Y piensas, pobre inocente,
»que él conservará la tuya?»
—« Padre, quien quiera le arguya
» por la palabra que dio.
»El será mi pensamiento
» mientras me dure la vida,
»si él, padre mío, me olvida
»no he de culpárselo yo.
»Solo su bien es mi anhelo
Pag.237
»y si a mi costa ha de hallarle,
»quiera logrársela el cielo
»si es venturoso sin mí. »
Así a su padre llorando
dice la infeliz Aurora,
y el viejo oyéndolo llora
porque él triste lo cree así.
Y en esta penosa calma,
en esta intensa amargura,
sin menguar su desventura
pasaba el tiempo veloz.
Afanábase Robleda
en consolar a su hija,
mas ella en don Félix fija
desatendía su voz.
Pasaba el día, la triste,
al pie del cerro vecino,
siempre mirando al camino
con insensata avidez.
Continuamente sentada
en la pradera florida
donde le vio a su partida
por la postrimera vez.
Y el desdichado Robleda
que ciego la idolatraba,
veía bien que la ahogaba
su inextinguible dolor.
¡Pobre viejo! ¡Con qué gusto
toda su sangre vertiera
para sofocar la hoguera
de aquel insensato amor!
V
[editar]
En una tarde de julio
que los nublados embozan
del sol cubriendo los rayos
tras de su cortina lóbrega,
del arroyuelo a la margen
está la infeliz Aurora
embebecida la mente
en lisonjeras memorias.
Pálida y desencajada
aunque atractiva y hermosa
piensa en que el año se cumple
y su don Félix no torna.
¡Un año! Y la pobre niña
aún siente devoradora
de su amor la eterna llama
que el tiempo apagar no logra.
Un año va a hacer que ausente
del dulce sueño que adora,
aún de su vuelta conserva
una ilusión mentirosa.
Aún sale todas las tardes
a contemplar a sus solas
la senda por do solía
bajar por entre las rocas.
Aún vuelve los tristes ojos
con esperanza engañosa
creyendo verle a lo lejos
doblar la empinada loma.
Mas nunca llega don Félix.
Jamás amiga persona
trae carta o noticia suya
a la enamorada Aurora.
Y ella sin embargo espera,
mas ¡Ay!, esperanza loca,
el año entero se cumple
y su don Félix no torna.
Y estaba pensando en ello
meditabunda y llorosa,
cuando en el fin del camino
distinguir creyó una sombra,
pag.239
Que se deslizaba rápida
por la vereda tortuosa,
aclarando sus contornos
según la distancia acorta.
No es ilusión esta vez;
un bulto de humana forma
es la aparición. Los ojos
se la saltan de las órbitas.
¡Con cuánta ansiedad y ahínco
en el que viene los posa!
Sondear quisiera con verle
su nombre, su ser, su historia.
Y en tanto desciende al valle
la aparición venturosa
que es un viejo peregrino
con su bordón y sus conchas.
Ágil y recio de miembros,
su larga edad no le estorba
para caminar, y apenas
sobre su bastón se apoya.
Cana la barba y crecida,
talante y faz majestuosa,
vaga sonrisa en los labios,
mirada escudriñadora.
Tal era aquel extranjero
de cuya agradable boca,
oyó Aurora un «Dios te guarde.»
Tras de sonrisa amistosa.
Y ella atenta contemplándole
por si tal vez le conozca,
volviole la cortesía
con un «vengáis en buenhora. »
Quedaron ambos un punto
en actitud silenciosa
trabando entrambos a poco,
un diálogo en esta forma.
EL PEREGRINO.
-¿Qué haces en medio del campo
con la tormenta tan próxima
pobre niña?
AURORA.
Ya lo veis, Llorar.
EL PEREGRINO.
¿Y qué es lo que lloras?
pag.240
AURORA.
Mis desventuras, señor.
EL PEREGRINO.
Tan joven y ya te acosan
el corazón las desdichas?
AURORA.
Cada día se redoblan.
Mas perdonadme extranjero
si mi pregunta os enoja,
y a vuestra edad sin respeto
os interrumpo curiosa.
¿Venís de Francia?
EL PEREGRINO.
Es mi patria.
AURORA.
¿Y la habéis andado toda?
EL PEREGRINO.
Toda la conozco a palmos
desde una punta a la otra.
¿Mas que te suspende niña?
¿Qué empacho pueril te estorba
finalizar tu pregunta?
Nada me has dicho hasta ahora
si acaso en Francia se hallare
alguna madre amorosa...
AURORA.
No la tengo.
EL PEREGRINO.
Algún hermano...
AURORA.
Tampoco.
EL PEREGRINO.
Alguna persona
querida... Tal vez la misma
ocasión de tus congojas.
AURORA.
Pues bien, anciano, es muy cierto.
Hay una cuya memoria
de mi no se aparta nunca.
pag. 241
EL PEREGRINO:
¿Un hombre?
AURORA.
Sí.
EL PEREGRINO
¿De española
sangre nacido?
AURORA.
En sus reyes
origen su sangre toma.
EL PEREGRINO:
¿Pasó a Francia?
AURORA
Por mi culpa
EL PEREGRINO.
¿Le amabas?
AURORA:
Mucho
EL PEREGRINO.
¿Y se nombra?
AURORA.
Don Félix es, de Aracena.
EL PEREGRINO
¿Altivo?
AURORA.
Y galán
EL PEREGRINO
¡Dichosa
la mujer que para suya
tan buen caballero escoja!
AURORA:
¿Le conocéis?
EL PEREGRINÓ:
Si por cierto,
que es conocerle gran honra.
AURORA.
¡Hablad por Dios!
EL PEREGRINO.
La fortuna
le acude con mano pródiga.
Mas liberal cada día,
de dicha y de honor le colma
pag.242
la Francia entera le aplaude,
y va su nave orgullosa
por el mar de los favores
navegando viento en popa.
El sabio rey Luís Onceno
con ciega pasión le adora;
y el príncipe sin empacho
le admite en su misma alcoba;
con ellos a caza sale,
gran fama con ellos goza
de entendido y de valiente.
Y aunque parezca lisonja,
no fue mejor caballero
con el rey Luís a Borgoña.
AURORA.
¡Callad, buen viejo, callad!,
que la ventura me agobia
al oír tan gratas nuevas.
Mas decidme, ¿tanta gloria,
buen peregrino, del alma
le habrá arrancado ambiciosa
el amoroso recuerdo
de su abandonada Aurora?
EL PEREGRINO.
¡Ay todo el tiempo, hija mía,
lo confunde y lo trastorna
el curso a los ríos tuerce
y las montañas desploma.
AURORA.
Basta, peregrino, basta,
que siento que sangre brotan
las mal cerradas heridas
que mi corazón destrozan
¿Con que me olvida?
EL PEREGRINO
Lo ignoro.
AURORA
¿Mas no sabéis?...
EL PEREGRINO.
Que ama a otra.
AURORA.
¡Triste de mí ¡Si él me falta
pag.243
todo lo demás me sobra.
Ya estas palabras sintiendo
que las fuerzas la abandonan
el extranjero los brazos
tendió a la infeliz Aurora.
Cayó sin sentido en ellos
y él blandamente dejola
en la florecida yerba,
sobre la mullida alfombra.
________________
Cuando tras breve desmayo
la niña a vida volvió,
tendió desatalentada
los ojos en derredor
y del arroyo a la margen
cuando sola se encontró,
«Sin duda, dijo, he soñado,
»así sea, ¡Plegue a Dios!
»que a ser realidad, con ella
»no pudiera el corazón.
»Sí, sueño fue: el peregrino
»que tales nuevas me dio,
»de mi loca fantasía
»fue no mas una ilusión.
»Sí, todo ha sido un ensueño.
» ¡Mas cuanto me atormentó!»
En tanto avanzaba el lóbrego
nublado amenazador,
y ya a lo lejos se oía
del trueno el cóncavo son,
zumbaba el viento arrastrándose
en torbellino veloz,
mas sin templar de la atmósfera
el hálito abrasador.
Caían de cuando en cuando
precursoras del turbión
anchas y redondas gotas
que se tornaban vapor.
Y amedrentadas las aves
de abrigo preciso en pos
cruzaban el aire denso
sin segura dirección.
Solo el salvaje milano
con vuelo fascinador
pag.244
suspendido se cernía
en la azulada región,
y a la impetuosa tormenta
precediendo sin temor,
giraba en círculos sesgos
graznado en áspero son.
La senda con lento paso
de su alquería tomó
Aurora, saliendo apenas
de su honda enajenación,
y por la arenosa margen
del arroyo saltador
hasta el umbral de su puerta
meditabunda llegó.
Allí arrancando un suspiro
del fondo del corazón,
¡Qué hará don Félix! — Se dijo,
y a su aposento subió.
VI
[editar]
Y yendo días y viniendo días,
y Aurora sin ceder en sus manías,
un año se pasaba y otro año,
sin que entendiera nunca el desengaño.
Sueño no mas creyendo al peregrino
creía sin embargo en la firmeza
de don Félix, agüero sospechándolo,
mas feliz esperando su destino
cuanto cierta su dicha y su riqueza.
¡Tal es nuestra locura!
Nunca creemos más de los agüeros
que la parte de bien y de ventura.
Si allá en noche afanosa
negro, espantoso, aterrador ensueño
con tenaz pesadilla nos acosa,
su memoria azarosa
olvidar procuramos con empeño
cual creación del alma vaporosa.
Mas si dulce ilusión blanca y risueña
nuestro reposo encanta,
al punto la juzgamos
de grato porvenir ilusión santa.
Así pensaba Aurora
la vuelta de don Félix esperando
fiada en su palabra engañadora.
Siempre en su cierta ingratitud dudaba,
mas siempre en la fortuna,
la fama y los honores que adquiría
creía sin cesar, sin ver que fuesen
visiones de su amante fantasía.
Y siempre en la ladera
del manso arroyo con afán sentada
por la senda tendía.
La vista enamorada
creyendo que don Félix volvería.
Embebida en tan dulces pensamientos
una tarde de julio calurosa
descansaba la niña fatigada
del arroyo a la margen arenosa.
Los ojos en el cielo
pag. 246
en lagrimas de amor humedecidos
distraída fijaba
sin fe ni objeto por su azul perdidos.
La imagen de don Félix
más que nunca amoroso,
más que nunca galán veía acaso
que a su valle volvía
con ciego amor y presuroso paso.
Y ella ufana a su vez con su hermosura
los brazos le tendía
¡Mas ay que la ilusión nunca venía!
Siempre, sí, de sus bellos pensamientos
la efímera ventura
deshacía de un soplo
su secreta y fatídica amargura.
Siempre se hundían sus dorados sueños
en el mar de sus lagrimas, y al cabo
sus delirios no más siendo la suerte
que aguardaba dichosa,
miraba al porvenir... y no veía
más esperanza que la tarda muerte,
¡Pesadilla fatal que la oprimía!
Y aquella bienandanza
en que soñó a don Félix, la privanza
que en Francia con el príncipe gozaba,
todo cuanto la dijo el peregrino
la idea de otro amor la emponzoñaba.
Todo era en su opinión sueño y mentira,
todo ilusión de su alma enamorada
mas ¡Cuánta fe, cuanto placer la inspira
su esperanza infundada
y al par con cuan fundada incertidumbre
su dichosa ilusión tenaz conspira
de su amor a que dude despechada!
¡Ay, desdichada Aurora,
cuán arraigada la memoria guardas
del ingrato amador a quien aguardas!
¡Con cuanta fe tu corazón le adora!
Y así sin claro objeto
y sin clara razón la pobre niña
presa infeliz de su dolor secreto
enamorada llora,
y del límpido arroyo en la ladera
siempre en su amor sin esperanza espera.
_________
Y en él estaba pensando
meditabunda y llorosa,
pag.247
Cuando en el fin del camino
distinguir creyó una sombra
que deslizándose rápida
por la vereda tortuosa
se aclara y se patentiza
según la distancia acorta.
Tembló de pavor al verla,
que no es ilusión ahora
de su ardiente fantasía
sino realidad odiosa.
Es el mismo peregrino
que ha vivido en su memoria
dos largos años, imagen
de un sueño amedrentadora.
Él es, con su blanca barba,
su paso y faz majestuosa
su indefinible sonrisa,
su mirada escrutadora,
con su sayo penitente
y su bordón, y sus conchas.
Él es, sí: y su presencia
todo lo comprende Aurora.
Toda la verdad del sueño
a su mente se la agolpa
con el certero puñal,
de una exactitud diabólica.
Don Félix rico y dichoso
cuya nave va orgullosa
por el mar de los favores
navegando viento en popa.
Heredero del condado
que muerto su padre goza,
querido del rey de Francia,
celebrado en toda Europa
por entendido y valiente,
sin ayos que se interpongan…
Mas de su amor olvidado
y enamorado de otra.
todo esto en su mente bulle,
todo esto el alma la acosa,
como horrible desencanto
de esperanza engañadora.
Y ella... ¡Necia sin ventura
que de firmeza blasona
conserva de quien la olvida
la ingrata imagen que adora!
Si aún era sueño dudaba
cuando a sus oídos próxima
pag.248
Oyó una voz que decía
« Dios sea contigo Aurora.»
Rompió a llorar escuchándola
la muchacha, y su congoja
respetando el peregrino,
tras larga pausa así hablola.
—¿Aun vives niña y aún amas?
¿Y aún el raudal no se agota
de tu llanto y de tu vida?
¡Fortuna infeliz te toca!
AURORA.
¿Con que es verdad que a don Félix
protege fortuna pródiga,
y en honores y riquezas
consigue cuanto ambiciona?
¿Con que es verdad y no sueño
que ha dos años vuestra boca
en esta misma ladera
me dijo que amaba a otra?
Hombre, quien quiera que seáis
hombre, visión ilusoria
que desde Francia venís
no más que a apagar la antorcha
de mi esperanza, volveos,
tornar a esa Francia odiosa
de donde venir no pueden
más que sierpes ponzoñosas.
Idos, buen viejo, y dejadme
con mis pesares a solas,
dos años ha que os conozco
y en vos no creí hasta ahora.
EL PEREGRINO.
¿Y no me preguntas nada?
AURORA.
Cuanto me digáis me sobra
si Félix no vuelve.
EL PEREGRINO.
Nunca.
AURORA.
¿Con que es ella tan dichosa
que en las redes de su amor
para siempre le aprisiona?
pag.249
EL PEREGRINO.
Para siempre.
AURORA.
¿Tanto le ama?
EL PEREGRINO.
Ambos con furor se adoran.
AURORA.
¡Fortunado de él!
EL PEREGRINO.
Sin duda
pues cuanto apetece logra.
AURORA.
¿Y ella es muy noble?
EL PEREGRINO.
Duquesa.
AURORA.
¿Joven?
EL PEREGRINO.
Mucho.
AURORA.
¿Y muy hermosa?
EL PEREGRINO.
Toda alabanza es escasa.
AURORA.
¡Ojala Dios les dé toda
la dicha que les desea
quien por sus venturas llora!
EL PEREGRINO.
¿No le amas ya pues tan fácil
su ingratitud le perdonas?
AURORA.
Cual nunca de sus recuerdos
el fuego ¡Ay Dios! me devora.
Sí, mas yo solo a quien amo
deseo fortuna y gloria.
EL PEREGRINO
¡ Mas si él te ultraja!...
pag.250
AURORA.
En amarle
yo pago una deuda propia,
si me olvida, cuenta es suya.
EL PEREGRINO.
¿Mas no de otro amor celosa...?
AURORA.
No, si él es feliz con ella,
el no serlo yo, ¿qué importa?
¿Por qué la ventura ajena
querré turbar envidiosa?
No, que gocen y que nunca
les enoje mi memoria.
Y aquí el raudal enjugando
de sus lagrimas Aurora
quedó al parecer tranquila.
Mas ¡Ay! calma mentirosa,
porque dentro de su pecho
fermenta devoradora
la llama de sus pesares,
que ni extingue ni sofoca
la virtud que la consuela
pero que su amor no doma.
Absorto ante esta sublime
abnegación generosa
al fin el viejo extranjero
dejó correr turbia sola
por su tostada mejilla
de amargo llanto una gota.
Y Aurora tornando el rostro
en cuya faz amorosa
distinto aspecto sus rasgos
y extraño carácter toman,
dijo así con voz dulcísima,
mas firme y fascinadora,
a la que Aurora no pudo
permanecer silenciosa.
¿Ningún deseo te resta
que se te pueda lograr?
AURORA
Solo imaginarlo es dar
en necedad manifiesta.
EL PEREGRINO.
¿Quisieras volverle a ver?
pag.251.
AURORA.
Si, siempre verle quisiera
mas sin que él verme pudiera
que fuera aguar su placer.
En ser eterno testigo
de su ventura me holgara
pero sin que él sospechara
que estaba siempre conmigo.
Verle, oírle, noche y día,
poder cual ángel de Dios
ser continuo entre ellos dos,
espíritu de armonía.
Inspirarle siempre fe,
siempre amor, siempre ventura
y encontrar mi sepultura
de su sepultura al pie.
Mas esto, buen peregrino,
ya veis que es delirio necio...
La voluntad os aprecio
mas seguid vuestro camino.
EL PEREGRINO.
No hay cosa que alguien no pueda
y nadie en la tierra sabe.
Lo que en lo posible cabe,
lo que en lo imposible queda.
Esto contestó aquel viejo
a la propuesta de Aurora
a punto que por la tierra
se derramaban las sombras.
Cerraba la noche oscura,
tan negra y tan tenebrosa,
que no alcanzaban los ojos
a la distancia más corta.
El viento lánguidamente
suspiraba entre las rocas
y alzaban triste murmullo
las casi agostadas hojas.
Con grande inquietud Robleda
de gran pesar precursora,
de los elementos vía
la revolución medrosa.
Pavor sentían su alma,
de noche tan densa y lóbrega,
pag.252
En que imagina su suerte
tan negra como la atmósfera.
Y ante una ventana abierta
enterrado en su poltrona
al cielo sin luz miraba
con faz y con vista torva.
¿Qué espera allí? Lo que nunca
volverá a ver más; su Aurora.
su amor, la luz de sus ojos,
el aliento de su boca.
¡Ay padre infeliz! bien haces
en llorarla: llora, llora,
que no has de volver a verla
porque el amor te la roba.
En vano al ver que se pasan
de la noche horas tras horas,
por todo el valle la busca
con ansiedad congojosa.
En vano de los peñascos
por las quebradas recónditas
con tristes voces la llamas,
cuando a tu voz está sorda.
En vano vas al castillo
donde los restos reposan
del viejo conde, y preguntas
a sus gentes lo que ignoran.
En vano sí, al pie del busto
que su sepulcro corona
con superstición sencilla
humildemente te postras.
En vano sus pies besando
de piedra insensible y tosca
le ruegas que como en vida
vele por él y su honra.
En vano le dices—» Conde
mira que es mi única joya.
Y aun vive tu hijo...! Levántate
entre el seductor y Aurora! »
La estatua no te responde.
Ni dentro la huesa cóncava
aunque tus ayes retumben
encontrarán quien los oiga.
No, no. La buscas en vano;
ve, ya en el Oriente asoma
la Aurora del nuevo día,
mas no volverá tu Aurora.
Grande misterio la esconde,
grande voluntad la estorba
pag.253
a tus fatigados brazos
volver bella y cariñosa.
Solo te quedan, buen viejo,
los ojos y la memoria,
para llorarla perdida.
Llora, desdichado, llora.
VII
[editar]
En una selva del Garona a orillas,
de antiquísimos robles rodeado,
de recios chopos y hayas amarillas,
de almenas y de torres coronado
un enorme castillo se levanta;
Y el viajero mirando se amedrenta
tanto artificio y fortaleza tanta;
que es por demás su fábrica opulenta.
Profundos y anchos fosos le circundan,
cuyos cóncavos senos
las turbias aguas del Garona inundan;
y dos seguros y macizos puentes
de gruesas barras y cadenas llenos
dos caminos franquean diferentes,
que a poco de la oscura fortaleza
se pierden de la selva en la maleza.
Por cima de los árboles copudos,
afrenta audaz de su estatura enana
y sus silvestres pabellones rudos,
la gigantesca torre
de los vigías se levanta ufana
ceñida de exquisita filigrana
que al encaje sutil parejas corre.
Allí a merced del ábrego tendida
de remate sirviéndola tremola
una bandera sola:
y esa bandera sobre el bosque erguida
de aquella tierra protectora ejida
es bandera feudal, y es española.
Sí, española; que entonces nuestra España
no era menguada y voluntaria presa
de la ambición y la doblez francesa;
y a la extranjera posesión extraña
para lavar con sangre una mancilla
podía en solo un sol con justa saña
Tercios y buques aprontar Castilla,
y su fiero León pronto a la guerra
con un rugido amedrentar la tierra.
Era española; sí, su lienzo rojo
mostraba de un blasón en los cuarteles
de Aragón y Navarra los laureles
pag.255
los timbres de León y Andalucía
que siempre con acérrima hidalguía
a su Dios fueron y a su patria fieles.
En esta solitaria fortaleza
cansado de las cuitas cortesanas
y de sus necias ceremonias vanas
en los brazos del ocio y la pereza
un conde joven y español vivía,
en bailes y festines repartiendo
las horas de la noche, y eligiendo
para la caza o la sortija el día.
Con él iba a la par su bella esposa,
y a celebrar sus bodas les seguía
comitiva de amigos numerosa,
llenando sus efímeros deseos
los más alambicados devaneos.
Séquito de escuderos y vasallos
y sumas de dinero nunca escasas,
proporcionaban cañas y torneos,
luchas de fieras, puestas de caballos;
y zambras de cristianos y de moros
ricamente dispuestas y vestidas,
y aún con gasto excesivo prevenidas
corridas hubo de navarros toros.
Admirados quedando los franceses
de ver un español que con destreza
rendía audaz de las pujantes reses
a un trapo y un estoque la fiereza.
Y así el señor don Félix de Aracena
gozaba en su castillo del Garona
de su reciente unión la enhorabuena,
de conde y duque doble la corona.
Y orgulloso además, (que al cabo era
en España nacido)
de continua fortuna lisonjera
por demás protegido.
Mozo, rico, y feliz con la que amaba,
de su ventura y juventud gozaba.
¿Y quién su antojo reprochar podría?
¿Quién su suerte ¡Pardiez! no envidiaría?
Era una noche azul, serena y clara;
resplandecía en el cenit la luna
sin que perdida nube la manchara
ante su faz cruzando inoportuna.
Lánguida brisa de campestre aroma
bullir entre los árboles se oía
y allá del monte en la encumbrada loma
el manantial de la fecunda fuente
pag.256
brillar al lejos con su luz se vía,
por un peñasco al resbalar pendiente.
El desigual murmullo campesino
del bosque espeso, su raudal vecino
ensordecía el rápido Garona
hirviendo sin cesar allá en la hondura,
y su rugiente voz lanzando osado
del monte enmarañado
por la frondosa y lóbrega espesura.
Ya dentro del castillo no sonaba
el son de los alegres instrumentos
que el oído a sus dueños regalaba
hartos de fiesta y de pesar exentos.
Mas se veían aun por las ventanas
cruzar las luces y la sombra errante
de atentas camareras cortesanas
viejo escudero, o pajecillo amante
que de la estancia oculta retiraban
donde ya sus señores reposaban,
y aunque ya no se oían de contado
las váquicas canciones
aún se veía el servicio descuidado,
las mesas del festín en los salones.
Y ya a su fin tocaba la carrera
de la noche apacible
y la luna a su hora postrimera
cuando en su rica y silenciosa estancia
bajo el dorado pabellón del lecho
la duquesa Clotilde con su esposo
a impulso del amor que arde en su pecho
en el lenguaje de la culta Francia
así seguía diálogo amoroso.
CLOTILDE.
No es feliz adorado
mostrar que mancha en tu pasión sospecho
tu historia demandar: te has engañado.
Solo intentaba pues rebelde el sueño
nos niega su benéfico beleño
entretener nuestra tenaz vigilia
con divertida historia;
y sin pensar me vino a la memoria
recuerdos demandar de tu familia.
DON FéLIX.
Aleja de ella, mi Clotilde hermosa
toda sospecha ruin; y no te crea
por ignorarla sin razón celosa;
pag.257
Yo te la contaré tal como sea,
aunque por muy vulgar es fastidiosa:
CLOTILDE.
Y yo la escucharé grata y atenta
celebrando sus lances,
sintiendo sus percances
y teniendo a la par tus travesuras
de tu inexperta juventud en cuento
DON FELIX.
Pues escúchame ya Clotilde mía
juveniles locuras y un momento
de sonrisa que logren arrancarte,
será mi recompensa y mi contento.
Y si el cuento monótono te auxilia
en brazos a caer de manso sueño
ese favor demás ¡Oh, dulce dueño!
Deberemos los dos a mi familia.
CLOTILDE.
Empieza, Félix mío, que te escucho,
y estoy por tu relato
mucho antojada, y cuidadosa mucho.
DON FELIX
Nací español; lo sabes por mi trato
franco y leal, y por mis nobles hechos;
que no hay en mi país doblez ni engaños
en palabras de nobles, ni en sus pechos
miras serviles, cábalas, ni amaños.
Era mi padre conde de Aracena.
Para avaro heredero corto estado
mas posesión muy buena
y herencia suficiente
para heredero joven y valiente,
con humos y esperanzas de soldado.
Pasé mi juventud en un castillo
de Aracena, entregado
a un preceptor escueto y amarillo
cuya cabeza vana
de lógica encerraba más cuestiones
que jirones y puntos su sotana.
Este me hacía leer la antigua historia,
mucho inútil latín y mucho griego
de fárrago atestando mi memoria
que, lo aprendía y lo olvidaba luego.
Este viejo Fermín que habita ahora
pag. 288
con nosotros aquí, franco soldado
como niño a tratarme acostumbrado,
ducho en caballos y en combates diestro
cuando a próvida edad hube llegado
de armas y equitación fue mi maestro.
Y puedes colegir, Clotilde mía,
por tan ilustre y célebre colegio
lo que la suerte de mi hogar sería.
Aunque en Dios y en verdad que tengo oído
que mi padre vivía en aquel tiempo,
por la corte y el rey muy mal querido
por no sé que opiniones de partido.
Y aquí, bella Clotilde,
tu indulgencia reclamo
ya que a tal confesión me avengo humilde.
CLOTILDE.
¿Hay algún pecadillo
de amor?
DON FÉLIX.
Precisamente
la ocasión de salir de mi castillo,
que fue de esta manera.
CLOTILDE.
¡Bravamente! Pláceme el cuento así, franco y sencillo.
DON FELIX
Tenía entonces yo veinte y dos años,
fieros con mi selvática nobleza,
los riesgos del amor me eran extraños,
y con mil esperanzas deseos
tenía, de una vez y sin rodeos,
fuego en el alma y aire en la cabeza,
allá en mi mente un mundo comprendía
que no era el mundo real, con largo trecho,
pero era un mundo como ser debía
de mis ideas miserables hecho.
Yo, reducido al círculo mezquino
de mi desmantelado castillejo
de un valle a él vecino,
y un pueblecillo viejo.
Sin más ocupación que los sermones
del preceptor, católico latino,
los perros, los caballos, los halcones,
sin más servicios que correr la sierra
pag.259
al jabalí y al ciervo haciendo guerra,
era un mozo en verdad muy decidido
de quien con una dirección juiciosa
se podía sacar muy buen partido.
En este estado pues cruzando un día
el valle ameno a mi mansión cercano,
en una aislada casa o alquería
encontré una doncella
como los sueños de un muchacho bella.
CLOTILDE
¿Bella?
DON FÉLIX.
Menos que tú ¡Clotilde mía!
Mas de tu claro sol, vívida estrella,
hija de un militar viejo y lisiado,
que había con mi padre en sus niñeces
como valiente con honor lidiado,
y aún salvado su vida varias veces.
Yo mozo y tan travieso,
ella hermosa y tan pura,
yo rico de alma y ella de hermosura...
Vine al fin a perder mi poco seso.
La amé y me amó: con infantil locura
de la pasión en brazos nos lanzamos,
y dos años vivimos
viéndonos siempre que ocasión hallamos,
fieles al par cuanto mejor supimos.
CLOTILDE.
¿Y la amabas?
DON FÉLIX.
La pobre zagaleja
sin duda por su padre sorprendida
me iba a huir sin razón, ni despedida.
Me opuse a tiempo, mas mi padre atento
me espiaba a su vez, y en un momento
nuestro amor se rompió y nuestra constancia,
enviándome mi padre a hacer fortuna
a las campiñas de la alegre Francia;
donde guerrero injerto en cortesano
la suerte amiga me tendió su mano,
y la memoria del amor primero
se borró con el tiempo y la distancia ,
aunque no mi deber de caballero.
CLOTILDE.
¿La amas pues todavía?
pag.260
DON FÉLIX.
¿A quién después de ti, Clotilde mía?
Mas ella la infeliz allí encerrada
con las aves no más del valle oculto
acaso vivirá muy desdichada
por culpa de un mancebo, que insensato
la juraba un amor que era imposible,
y que era fuerza que olvidara ingrato.
CLOTILDE.
¡Y aun guardas su memoria inextinguible!
De su diálogo aquí los dos esposos
dulcemente, llegaban
cuando la bella historia les turbaron
alaridos y gritos misteriosos
que a la reja del cuarto en que se hallaban
en repentina música estallaron.
Oíase a lo lejos
rodar la tempestad, arrebatada
en alas del revuelto torbellino;
Y en pos de los vivísimos reflejos
del rápido relámpago rugía
la poderosa voz del ronco trueno,
que la nube sombría
dentro guardaba del preñado seno,
del viento proceloso
al vaivén vigoroso
crujir se oían los tronchados robles,
y de los puentes las cadenas dobles
rechinar en los goznes sacudidos
por el recio huracán estremecidos.
» ¿Oyes, Clotilde? preguntó don Félix
a su aterrada esposa
Sin duda se ha formado de repente
tempestad horrorosa.
CLOTILDE.
Yo no sé qué temor me sobrecoge,
Félix, a ese rumor.
DON FÉLIX.
Hace un momento.
que en la enramada de la selva hojosa
tranquilamente suspiraba el viento.
CLOTILDE.
¡Mas escucha!... parece,
pag.261
Félix, que esa ventana se estremece.
DON FÉLIX
El viento que se estrella
con estrépito en ella.
CLOTILDE.
Eso será.
DON FÉLIX
Si a fe.
CLOTILDE.
Mas parecía
que alguna voz humana...
DON FÉLIX
Pura imaginación, Clotilde mía,
solo las aves pueden
llegar a esa ventana.
Mas la sangre de horror se heló en las venas
de los esposos nobles,
y paso hallaban al aliento apenas
al oír el diabólico ruido
con que en aquella reja se efectuaba
un misterio a los dos desconocido,
mas cuya inmediación amedrentaba.
Tras aquella ventana parecía
que el espíritu negro de la noche
la tempestad horrenda dirigía.
Allí agitado el viento
en las caladas piedras estrellándose
bramaba airado con salvaje acento
en las molduras góticas rasgándose.
Ya remedaba el suspirar doliente
de angustiada mujer; ya murmuraba
como escondida fuente,
y a veces parecía
oírse en realidad, no en apariencia
diabólico concierto que auguraba
de seres invisibles
la cercana presencia.
y entonces se mezclaba
en desacorde son y grita horrible
detrás de aquella reja
el graznido fatal de la corneja,
de la hiena irascible
el áspero gruñido,
pag.262
de la tímida tórtola él arrullo,
del pardo lobo el prolongado aullido,
y el agudo silbido
de la sutil culebra,
y el trémulo relincho del caballo,
y el canto triunfador con que celebra
su victoria o su amor el ronco gallo.
De este tumulto a par se percibían
palabras cuyo bárbaro sonido
ofendía el oído,
y que mucho a conjuros parecían.
Ya era un susurro sordo y soñoliento
al son de las abejas parecido,
ya era penado e íntimo lamento
arrancado a un dolor fiero y profundo,
ya el son ahogado del escaso aliento
del último estertor de un moribundo.
Y acaso entre tan varios alaridos
se perciben dulcísimos quejidos
de voz enamorada,
voz de mujer que trémula suspira.
Amorosas canciones
que ciego amor a su pesar la inspira.
Y esta voz mujeril tierna y amante
de hondo misterio incomprensible henchida
halagaba tal vez por un instante,
pero dejaba luego
de pena el alma y de pavor transida,
ya remedando interesante ruego
ya congojosa y triste despedida.
Y estos aterradores
fatídicos clamores,
estas mil voces sin compás mezcladas,
formaban tan fantástico conjunto,
tan extraña y confusa bataola
que el mas bizarro corazón si oyola
olvidó su valor de todo punto.
Don Félix, aunque asaz supersticioso
y mucho a tal rumor amedrentado,
saltó por fin del lecho
y a la ventana se arrojó brioso,
de santa fe fortalecido el pecho
y de agudo puñal el brazo armado.
Abrió y en el instante
repentino relámpago
el aire opaco iluminó brillante;
bocanada de viento revoltoso
al aposento penetró ostentoso;
pag.263
las gotas de la lluvia desiguales
botaron de través en los cristales
desparramadas resbalando al suelo;
sin que se viera en la extensión lejana
de la nublada cavidad del cielo,
mas que las nubes que en tropel seguían
de la tormenta el fugitivo vuelo.
—Ya la tormenta pasa
(Dijo don Félix en redor mirando)
Y por Oriente el horizonte arrasa.
CLOTILDE
¿Qué ves?
DON FÉLIX.
La lluvia, que en verdad no escasa
en pantano cambió toda la tierra;
mas cesa ya.
CLOTILDE.
Pues cierra Félix, que ese aire mata.
DON FÉLIX.
Cierro y durmamos, que se acerca el día,
y si el aire las nubes arrebata
mañana haremos a mis ciervos guerra
y otra vez tendrá fin la historia mía.
VIII
[editar]
Amaneció el siguiente
limpio, sereno y luminoso día
coronado de sol resplandeciente,
y dispuesta al placer la noble gente
que en el castillo a la sazón había
se aprestó diligente
para pronta y alegre cacería.
Ordenaron los pródigos barones
a escuderos y pajes y vasallos
sus perros aprontar y sus caballos
y las demás precisas provisiones.
El rumor de la fiesta en un momento
retumbó de aposento en aposento,
y atronaron los largos corredores
con apodos, con trompas y con gritos
guías, palafreneros y ojeadores.
Por los patios cundieron
con gran tumulto y bataola fiera
voces de mando y ruidos de quimera,
y tumulto de gente aglomerada,
y relinchos y silbos, y ladridos
en que rompió azuzada
toda impaciente la trabilla entera.
Al repentino estrépito
don Félix y Clotilde despertaron
y al ver del sol los vivos resplandores
dorar de las ventanas las junturas
al punto adivinaron
la prisa de sus bravos cazadores.
Ya del lecho a saltar iba don Félix
cuando Fermín su viejo camarero
leal aragonés encanecido
en servicio del conde, el primero
que a empuñar le enseñó tajante acero
y a domeñar un potro embravecido,
entró en el aposento alegremente
con franqueza exclamando aragonesa:
« ¡Voto a Cribas! ¿Aún duerme aquí la gente?
Levantaos, señor, y daos prisa
que no quiero que os llame negligente
pag. 265
esa orgullosa multitud francesa.»
Lo cual Clotilde oyendo,
díjole sonriendo;
«Fermín, ¿qué audacia es esa?»
Y él contestó la frase corrigiendo.
«Perdone mi señora la condesa,
francesa fue cuando doncella y sola
mas unida a mi amo es ya española.»
Con lo cual las cortinas apartando
el buen Fermín a su señor sirviendo
pronto si no muy bien fuele ataviando.
Y díjole don Félix:
«A esos señores di que nos esperan
que partan cuando quieran.
— ¿Como, señor, y estando en vuestra casa...?
— Obedece, Fermín, que el día pasa
y nosotros al punto montaremos
y a encontrarles iremos.»
Salió el viejo, y don Félix
ya vestida su esposa,
abriendo la ventana, exclamó al cielo
mirando: «¡Qué mañana tan hermosa!
—Mas con lo que ha llovido, dijo aquella,
debe de ser un cenagal el suelo.»
A cuya reflexión bajando el conde
los ojos, tropezó con un objeto
del que no osaba mudo de sorpresa
volverlos a apartar... y la condesa
viendo que ni se mueve ni responde
llegose apoyándose en su hombro,
siguió su vista y el objeto hallando
que contemplaba, enmudeció de asombro,
pura, olorosa, fresca y solitaria
en una grieta que en el muro había
vegetaba una hermosa PASIONARIA
que a los besos del aura se mecía.
Ocultas en el hueco sus raíces,
solo en el aire al parecer segura,
mostraba sus riquísimos matices
de la pared sobre la piedra oscura.
_______________
Nacida en el dintel de su ventana,
y en medio de sus góticas labores
dijeran que la flor salta ufana
a ser vista no más de sus señores.
Para ellos es la esencia soberana
que exhalan sus purísimos olores;
pag.266
solo su mano alcanza a su guarida,
y en su mano no más tiene la vida.
En un capricho de la esposa bella,
en un deseo del galán esposo
puso Dios el influjo de su estrella,
y estriba en él su porvenir dudoso.
Acaso adorne su beldad con ella
si halla Clotilde su valor precioso,
y él acaso la arranque y se la ofrezca
como oportuno adorno le parezca.
Mirábanla los dos y no podían
dejarla de admirar. ¡Qué hermosa era!
Al sol sus verdes hojas se tendían
la flor de su capullo echando fuera,
y una encantada tienda parecía,
cuyos lienzos plegando una hechicera
el primoroso encanto que guardaba
bajo su rico pabellón mostraba.
__________________
Y al mágico poder de sus conjuros
sometida la flor por el encanto
los tornasoles de la luz más puros
reverberaba su oloroso manto.
Los del iris radiante eran oscuros,
y no brillaban los del alba tanto
como los que la flor mostraba en ella
ante los ojos de la esposa bella.
_____________
Sí a fe: los de Clotilde parecían
el espíritu y la luz de sus colores;
con más lujo y valor resplandecían
cuanto más la miraban sus primores:
de su cáliz así se desprendían
más suaves y mas puros sus olores,
y a do Clotilde en rededor miraba
girasol de sus ojos se tornaban.
______________
Si tendía su mano hasta cogerla
oscilaba a su tacto estremecida;
si acercaba sus ojos para verla
se esponjaba al favor agradecida:
si llegaba con su hálito a mecerla
cobraba al recibirle doble vida,
y era en fin de su antojo tributaria
la encantada y silvestre PASIONARIA.
___________________
pag.267
«¿Cuando ha nacido esa flor?»
Dijo el conde a la condesa.
«¿No has sido de esta sorpresa
tú el autor?»
DON FÉLIX.
¡No, a fe mía!
CLOTILDE.
Yo pensaba
que tú la hubieras traído.
DON FÉLIX.
No por cierto, ahí ha nacido.
CLOTILDE.
Artificio la juzgaba,
¿Pues cómo en piedra tan dura
flor de tal delicadeza?
DON FELIX
¡Extraña naturaleza!
CLOTILDE.
¡Y más extraña hermosura!
¿Mas la tormenta pasada
cómo de ahí no la arrancó?
DON FÉLIX.
Antes creo que brotó
con ella fecundizada.
CLOTILDE.
¡Raro portento!
DON FÉLIX.
Sí, a fe.
CLOTILDE.
Y que olorosa y que bella.
DON FÉLIX (alargando la mano para cogerla.)
Orna tu frente con ella.
CLOTILDE (deteniéndole.)
No la cortes no.
DON FÉLIX.
¿Por qué?
pag.268
CLOTILDE
Es que viva privilegio
que la quiero conceder,
paréceme que ha de ser
arrancarla un sacrilegio.
Pues ha venido a adornar
mi ventana flor tan bella
ha de mantenerse en ella
y en ella se ha de agostar.
Sea un secreto su vida
velado a todo importuno,
no quiero que por ninguno
pueda ser apetecida.
DON FÉLIX.
Sea, pues, como tu quieres.
CLOTILDE.
Secreto es mío, lo he dicho;
ya sabes que en un capricho
se esclavizan las mujeres.
DON FÉLIX.
No quiera Dios, alma mía,
que ese capricho te estorbe
quien corriera todo el orbe
por tu sola fantasía.
Viva esa flor hechicera
cuanto así pueda vivir;
y... ¡Ha de pesarla morir
siendo tú su jardinera!
Y así hablando los esposos
al viejo Fermín llamaron
y ambos a dos afanosos
cuidados muy oficiosos
por la flor le encomendaron.
y viendo en el encinar
correr ya los ojeadores
para irlos luego a encontrar
se mandaron ensillar
sus dos caballos mejores.
IX
[editar]
Tres jornadas duró la cacería,
fecunda en reses y en azares varia,
y al volver la condesa al otro día
a visitar su linda Pasionaria
encontrola en la grieta todavía
pura, olorosa, bella y solitaria,
más frescos y brillantes sus matices,
más a la piedra asidas sus raíces.
Las hojas de su verde enredadera
profusamente en su redor brotaban,
y muchas ya de la ventana fuera
en sus ricas labores se enlazaban;
pero entre ellas la flor única era,
mas capullos en ellas no apuntaban
ni anunciaban sus galas exquisitas
próximo el tiempo de ceder marchitas.
Y un día se iba tras otro,
y más fresca y más lozana
abría cada mañana
su tienda de hojas la flor,
como amante cuidadosa
que con el alba despierta
abre en silencio su puerta
a la señal de su amor.
La condesa que hechizada
con su hermosa flor vivía,
pasábase todo el día
contemplándola crecer;
y cada vez el ramaje
de su libre enredadera
más rico y sombrío era
más lujurioso doquier.
Por do en el muro encontraban
o en la prolija moldura
sus tallos una hendidura
prendían una raíz,
Y de ella brotando pródiga
rama fecunda y lozana
entoldaba la ventana
fresco y silvestre tapiz.
A par que se iba cerrando
pag.270
su enmarañado tejido,
el tallo a la flor asido
iba creciendo a la par,
y del ameno follaje
la flor colgada en el centro
del arco quedaba dentro
entre uno y otro pilar.
Allí del sol y del viento
y del turbión guarecida
se prolongaba la vida
de la misteriosa flor;
y allí conforme pasando
iban los días por ella
amanecía más bella
y con hechizo mayor.
Y allí gozar dulcemente
larga existencia esperaba,
pues ella misma plantaba
donde vivir un vergel;
y allí sin duda orgullosa
a reinar sola venía,
pues ella se suspendía
su primoroso dosel.
Ufanos de poseerla
los dos amantes esposos
guardábanla cuidadosos
de todo extraño desmán,
y a fe que no se pasaba
un día en que veces ciento
no entraran en su aposento
de la flor con el afán.
para velarla a las aves
de la ventana por fuera
tendieron una ligera
y sutilísima red,
y nadie entraba en su estancia
ni de noche ni de día
pues solo a Fermín se hacía
tan señalada merced.
Allí pasaban las horas
los condes enamorados
con su flor embelesados
en sabrosa soledad;
e íbanse mientras sus huéspedes
del castillo despidiendo
enojosa comprendiendo
o inútil su sociedad.
Así olvidados y ajenos
pag.271
de amistades e intereses,
iban pasando los meses
en su castillo feudal,
sin ver que pronto vendría
lluvioso el invierno y crudo,
y de su pompa desnudo
sería el campo un erial.
Acostumbrados sus ojos
a encontrar cada mañana
vegetando en su ventana
con nueva vida su flor,
tal vez identificola
Clotilde con su existencia,
divinizando en su esencia
su porvenir o su amor.
Tal vez simpático afecto
hacia la flor la arrastraba,
y un ser oculto adoraba
en su capullo gentil,
y acaso algún amoroso
espíritu desterrado
creía en ella encerrado
con sencillez infantil.
Le saludaba gozosa
cuando el capullo se abría
y al plegar le despedía
su nocturno pabellón
como si en verdad pudiera
el que aquella pasionaria
algún alma solitaria
recibir su estimación.
El inocente capricho
su amante esposo reía
a su loca fantasía
crédito dando tal vez,
pues era el amor su vida,
y en el amor hay instantes
en que vuelven los amantes
del niño a la candidez.
Mas ya el abrasado agosto
tras julio ardiente pasaba,
y nunca se marchitaba
ni envejecía la flor.
Plegaba todas las tardes
su capullo al caer el día,
y siempre a abrirle volvía
con más hechizo y primor.
Nunca brotaron sus ramas
pag.272
otros capullos, y nunca
ni la tormenta la trunca
ni la arrebata el turbión,
ni el crudo cierzo la hiela,
ni la consume el rocío,
y el invierno y el estío
benignos al par la son.
_________________
«Señor, (a don Félix dijo
el viejo Fermín un día)
a no ser vuestra diría
que hay hechizo en esa flor.
— ¡Hechizo Fermín! ¿Qué dices?
— Cosa de encanto parece
porque ni mengua ni crece
ni muere nunca, señor.
Mi señora la condesa
con ella esta enloquecida,
como a vos mismo la cuida
y quiérela como a vos.
No tiene empeño mas grave,
ni cosa que más la importe,
y hacer a una flor la corte
no es cosa que manda Dios.
Honores, fausto y nobleza
por ella habéis olvidado,
por ella habéis enojado
a vuestros deudos también,
pues su amistad concibiendo
que os era enojo importuno
desfilaron uno a uno
y ojala que pare en bien!
— ¿Qué quieres decir?
— Ya nada,
mas mucho el vulgo murmura,
y dan por cosa segura
que a la nigromancia os dais;
que no sois francés recuerdan
y corren aunque en secreto
sospechas sobre el objeto
que en vuestro encierro lleváis.
Dicen que habéis sometido
por medio de un sabio o brujo
de los astros al influjo
el horóscopo del rey;
y si va por donde quema
del vulgo la vil malicia
pag.273
me temo que la justicia
nos encare con la ley.
Y en fin señor, yo que embustes
no puedo sufrir en calma
un día me rompo el alma,
con el mejor del país,
y con tres zaragozanos
que meta entre esos franceses
hay una de aragoneses
que se estremece París.
—¡Bah! Buen Fermín, no desbarres
soñando con tus paisanos.
—¿Y los tres zaragozanos
que os sirven?
— ¿Y qué son tres?
— Como el más imberbe de ellos
en un callejón se aposte
ya sé yo que el gran Prevoste
con su ronda vuelve pies.
—Fermín, replicó don Félix,
decididos y tenaces
ya se yo que sois capaces
de eso y más los de Aragón,
mas si metéis algún día
quimera con los paisanos
os mando cortar las manos
sin otra averiguación.»
Y esto escuchando a una seña
de su señor, el camino
de la escalera mohíno
tomó y humilde Fermín.
Quedose a solas don Félix
con su flor y con su esposa,
y en su posición dudosa
empezó a pensar al fin.
Extranjero y largo tiempo
de la corte retraído,
y acaso el rey prevenido
estando ya contra él;
por bizarro y opulento,
con muchos enemistado;
y de muchos envidiado...
era algo ruin su papel.
Audaz por naturaleza,
por español altanero,
valiente y buen caballero
sufriera un desaire mal.
Y en su honor y antigua fama
pag.274
a mantenerse resuelto
hubiérasele devuelto
al mismo rey por igual.
Mas existía otra causa,
otra razón, otro objeto,
otro escondido secreto
que le impedía partir;
secreto, sí que hasta entonces
dentro de su alma escondido
había tal vez vivido
sin dejarse percibir.
Aquella flor que gozando
de una frescura infinita
jamás doblaba marchita
su primoroso botón.
Aquella flor misteriosa
cuya inmediata presencia
tenía oculta influencia
en su propio corazón.
Aquella flor cuya vista
era el placer de su esposa,
de cuya esencia olorosa
gozaba con tanto afán,
vio él triste que allá en el fondo
de su pecho enamorado
había el poder cobrado
de un dañoso talismán.
De aquella flor peregrina
la hermosura le hechizaba,
en su presencia gozaba
incomprensible placer,
y al percibir de su cáliz
el mágico aroma apenas
sentía dentro sus venas
la sangre inquieta correr.
De aquella flor a la vista
sentía que en su memoria
se renovaba una historia
de mucho olvidada ya,
y en ella ardía un recuerdo
triste, eterno y solitario,
como luz que en un santuario
ardiendo perenne está.
Jamás entibiado habíase
con su esposa su cariño,
pero su historia de niño
jamás se le recordó
hasta aquella horrible noche
pag.275
de repentina tormenta
en que de su historia cuenta
Clotilde le demandó.
Indiferente y tranquilo,
en la siguiente mañana
abrió el mismo su ventana,
mas la Pasionaria al ver
sintió por la vez primera
con amargo sentimiento
aquel fatal pensamiento
en su mente aparecer.
vago y sin fuerza hasta entonces
y allá en el alma escondido
recuerdo tal había sido
un imperceptible imán,
de cuya robusta fuerza
jamás llegó a recelarse
hasta que quiso apartarse
del funesto talismán.
Él, de si mismo con miedo
juzgolo aprensión, capricho
y él no se lo había dicho
ni aún a si mismo jamás;
mas el buen zaragozano
Fermín la ruda franqueza
corroboró la certeza
de sus sospechas en más.
Entonces con claros ojos
la realidad contemplando
fue don Félix empezando
la verdad a comprender.
Por una parte alarmada
la suspicacia francesa,
por otra víctima y presa
de unos hechizos su ser.
De tantos ojos voraces
atentos a sorprenderle,
ocultarle y defenderle
fue cosa imposible al fin,
y de la flor el secreto
por último divulgado
por doquier fue interpretado
con la malicia más ruin.
Ya con amistad fingida
y con pretextos capciosos
llegaron varios curiosos
el castillo a penetrar
del español envidiado
pag.276
en la mansión o el semblante
buscando del nigromante
señales que denunciar.
Y algunos sabios fanáticos
con curiosidad sencilla
quisieron la maravilla
de la Pasionaria ver,
mas enojado don Félix
de su impertinente audacia
negose con pertinacia
su permiso a conceder.
Arrastrolos sin embargo
la fe de su ciencia vana
hasta acechar la ventana
donde existía la flor,
y viendo a los dos esposos
en ella continuamente
tuvieron por evidente
un ser maleficiador.
Dieron al conde don Félix
por enemigo de Francia,
y adquirió tal importancia
esta opinión, que hasta el rey
llegó a recelar acaso
de aquel hechizo el influjo
teniendo al supuesto brujo
vigilado por la ley.
Don Félix que idolatraba
con toda su alma a su esposa,
sintiendo otra poderosa
llama en su pecho brotar
airado contra sí mismo,
loca tentación juzgándola,
quiso de su alma arrancándola
la fe de su amor salvar.
Y un día que ambos gozaban
la bella flor contemplando,
conversación entablando
dijo don Félix así:
— ¿No te parece, Clotilde,
que hay en esa Pasionaria
una magia extraordinaria
que nos alucina?
CLOTILDE
Sí,
yo cerca de ella un deleite
tan soberano percibo
pag.277
que me parece que vivo
donde ella vive, mejor.
Nada con ella echo menos
y en su presencia me place,
sentir, Félix, que renace
más tierno por ti mi amor.
DON FÉLIX
No es tal mi dicha, Clotilde;
yo siento una incertidumbre,
una extraña pesadumbre
al contemplarla no más.
Paréceme que a su vista
nuestro amor se disminuye,
y la ventura nos huye
para no volver jamás.
CLOTILDE
Félix, ¡Tú pierdes el juicio!
¿Qué puede en nuestra ventura
intervenir la hermosura
de esa solitaria flor?
DON FÉLIX
No acierto, Clotilde mía,
de tal misterio el origen
mas mil temores me afligen
y... destruirla es mejor.
CLOTILDE.
Eso no; cuando la vimos
la acogí bajo mi amparo
y quien la toque declaro
que atenta a darme un pesar,
aquí esa flor ha nacido
y es mi deleite, mi encanto;
y aquí, Félix, por lo tanto
cuanto pueda ha de durar.
DON FÉLIX
Sea, y no quieran los cielos
que ese capricho te estorbe
quien corriera todo el orbe
para buscarte un placer.
CLOTILDE.
Ah, Félix mío, perdóname
si mi amor te la defiende
pag.278
¿Mas en qué mi flor te ofende?
¿Qué puede en tu mal tener?
Mis ojos gozan mirándola
tan pura siempre y tan bella
tengo mi capricho en ella
como mi amor tengo en ti,
tan poderoso es el mío
como es el otro constante
¿Piensas que menos amante
la flor ha de hacerme. Di?
No; los gustos peligrosos
de la necia corte olvido;
helos ya sustituido
con su inocente primor,
y aquí en soledad tranquila,
en pura y campestre calma
más no apetece mi alma
que su Félix y su flor.
Y así diciendo, en los brazos
cae Clotilde del conde;
y este el semblante la esconde
alterado de placer.
Y así su enojo ahuyentando
con dulcísimas caricias
tornaron a las delicias
del amor que les da el ser.
Y uno tras otro así fueron
los bellos días pasándose,
su dulce vida llevándose
de soledad y de amor.
Y al asomar por Oriente
la Aurora cada mañana
fresca, olorosa y lozana
se abría siempre la flor.
X
[editar]
¡Ay del que necio en la fortuna fía!
¡Ay del que espera en el poder mundano!
El que vive feliz un solo día,
Otro tal vez igual espera en vano.
Si, todo al fin el tiempo lo trastorna,
todo en la tierra por su mano pasa,
y el monte que hoy adorna
con espeso amenísimo follaje
en breve espacio con furor le arrasa,
sin que halle en él la yerba más escasa
el pájaro más ruin por hospedaje.
Y su golpe no quita
casco ferrado ni áurea corona,
ni su arbitraria enemistad se evita
con fuertes torres o tendida lona,
porque salva la mar con solo un paso,
y a su soplo se hienden las murallas
como en el fuego se quebranta un vaso.
No hay para el tiempo ni exención ni vallas.
Diez meses no serían
tal vez cumplidos, y en dolor trocadas
las dichas de don Félix se veían,
su esperanza y sus glorias trastornadas.
Era un día de niebla húmedo y frío,
todo era soledad, silencio todo
el castillo sombrío.
No por sus anchas bóvedas sonaba
rumor alegre de placer y vida,
no clamorosa multitud se hallaba
en sus largos salones reunida.
No, no; todo es ahora
duelo y quietud, que el tiempo y la fortuna
sientan allí su mano asoladora,
y quien le habita llora
sin esperanza alguna.
En un largo aposento
do medio roble humea
tendido en una antigua chimenea,
el rostro macilento,
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y de pesar el corazón transido
yace don Félix en el hondo asiento
de una poltrona hundido.
Las lagrimas que brotan de sus ojos
indicios son de su dolor; estrecho
paso sus labios dan a los gemidos
que arranca de su pecho,
y claros de la suerte los enojos
se muestran en sus ayes doloridos.
Fermín, el buen soldado,
mustio también y pálido el semblante,
del fuego está delante
junto al conde sentado.
Y acreditar sus pesadumbres puede
la igualdad del señor con el vasallo,
pues solo el infortunio la concede.
—No hay remedio, Fermín, dijo don Félix,
los doctores así me lo aseguran.
—Los doctores, señor, por si la yerran
casi siempre desgracias nos auguran.
—¡No, Fermín, es inútil esperanza!
ellos mismos confiesan
que su ciencia no alcanza
la muerte a detener.»
Y aquí callando
tornó al llanto don Félix
y el anciano Fermín siguió llorando
y era razón llorar por la condesa,
pues de dolencia inextinguible presa
aunque de tres doctores asistida,
se hallaba en tal momento
a las manos de un mal íntimo y lento.
Próxima a despedirse de la vida.
y en aquel aposento
del esfuerzo postrero de la ciencia
esperaban el fallo
con dudosa impaciencia
el mejor conde y el mejor vasallo.
Abriose al fin la puerta
que de la esposa al aposento daba.
Y la mirada incierta
ninguno a ella dirigir osaba.
Tuviéronse en silencio los doctores
al dintel con respeto
al intenso dolor del noble esposo
en su gesto turbado y lastimoso
mal ocultando su fatal secreto.
«Acercaos, señores,
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don Félix dijo al fin, dárame ayuda
para arrostrar en calma mis dolores
el Dios a quien suplico que me acuda
en mis cuitas mayores.
¿Hay esperanza aún?
»—La ciencia vana
»de los hombres, señor, no encuentra alguna.
»Solo de Dios la ciencia soberana
»sabe qué sol alumbrara mañana,
»y ve de todos el sepulcro y cuna.
»Fuera de esa esperanza no hay ninguna.»
Cayó en su silla el conde desplomado,
y ocultando en las manos el semblante
en su propio dolor quedó abismado.
y aprovechando al punto aquel instante
del cuarto los empíricos salieron
y del castillo a do jamás volvieron.
Su fin tocaba el día
y más densa la niebla encapotaba
la atmósfera; la noche que avanzaba
fría, lluviosa y lóbrega venía;
Y sin fuerzas el viento no sonaba
en la enramada umbría.
En apartada alcoba
que alumbra escasa lámpara, se queja
Clotilde hermosa a quien la vida deja,
y a quien la muerte para el mundo roba.
Desencajado el rostro y amarilla
la tez rosada y pura
en sus radiantes ojos ya no brilla
la luz de la hermosura.
Sus labios sin color no se desplegan
con amorosa y celestial sonrisa
y sus ebúrneas manos ya no juegan
con sus espesos rizos,
que no mecerá más la mansa brisa
descubriendo los mágicos hechizos
del torneado cuello,
del pecho virginal y el hombro bello.
Aún tiene amante con su mano asida
de don Félix la mano,
y aún con escaso aliento
murmura su postrera despedida.
Y aun buscan en el lóbrego aposento
sus turbios ojos el objeto amado
de su alma enamorada aún no borrado.
El amoroso conde que la adora
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junto a su lecho desolado llora,
y a las palabras de su amor responde
con palabras mentidas de consuelo,
porque no se le esconde
que a ver no volverá la luz del cielo.
— ¿Por qué lloras, mi bien? le preguntaba
la moribunda esposa.
Y con voz cariñosa
—«No lloro» el infeliz la contestaba,
y así plática entre ambos se entablaba:
CLOTILDE.
Sí, sollozar te escucho.
DON FÉLIX
Tu mente débil te lo finge acaso.
CLOTILDE.
No, no me engaño, te amo mucho,
y esta mano en tus lágrimas me abraso.
Leo en tu corazón.
DON FÉLIX
Clotilde mía
del pensamiento aleja
tan tristes ilusiones.
CLOTILDE.
¡Ay! , es en vano tu porfía ,
excusa ya ficciones,
falsas palabras deja,
ya sé que llega mi postrero día.
¿Me amas aún?
DON FÉLIX
Mis lágrimas te dicen
cuanto es mi amor; la eternidad entera
escaso tiempo para amarte fuera.
CLOTILDE
Dime, ¿y mi flor? ¿Extiende todavía
sus hojas ante el sol? ¿Han decaído
Sus brillantes colores?
DON FÉLIX
No, Clotilde, sus ramas han crecido.
CLOTILDE
¿Pero y la flor?
DON FÉLIX
Aun sola permanece
y otro capullo en derredor no crece.
CLOTILDÉ
¿Cuanto tiempo hace ya que no la veo?
DON FÉLIX
Pocos días no más.
CLOTILDE.
Años perdidos
sin contemplarla que pasaron creo.
¿Se alcanza desde aquí?
DON FÉLIX
Tal vez corriendo
tus cortinas, y abriendo
la puerta de esa cámara vecina
se alcance a ver.
CLOTILDE.
Pues abre y que mis ojos
la vuelvan a mirar, antes que lleguen
de la muerte implacable al ser despojos.
Abrió en esto don Félix
la puerta de la cámara en que estaba
la flor maravillosa,
y al gótico balcón donde brotaba
tendió los ojos la doliente esposa.
Oscura estaba la noche,
los ojos más perspicaces
no hubieran sido capaces
su lobreguez de sondear.
Tendió a la ventana el conde
en las tinieblas la mano
mas abrió con ansia en vano
sus hojas de par en par.
El más escaso reflejo
no vio penetrar por ella
que no alumbraba una estrella
del cielo la inmensidad.
Su negro manto en los aires
las nieblas habían tendido
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y de la luna sorbido
la trémula claridad.
Aun fresca olorosa y pura
la encantada pasionaria
vegetaba solitaria
en su enramado vergel.
Y aunque no pueden los ojos,
percibirla en la distancia
revela bien su fragancia,
su eterna presencia en él.
¿Dónde estás, dijo Clotilde,
Flor mía que no te veo?
Si comprendes mi deseo
déjate ver, linda flor.
Siento ¡Ay de mi! que al buscarte
los ojos se me oscurecen;
muéstrate flor si merecen
mis ojos ver tu color.
A estas palabras del lecho
de la moribunda enfrente
se iluminó de repente
tenue y fosfórica luz
producida en las tinieblas
de la culta Pasionaria
por la esencia extraordinaria
y la mágica virtud.
Retrocedió amedrentado
la luz fantástica viendo
D. Félix, y no sabiendo
los ojos de ella apartar
ni a respirar se atrevía,
cuando en el otro aposento
con desfallecido acento
oyó a Clotilde llamar.
Acudió él triste solicito
al pie de su cabecera
y allí de aquesta manera
decir a su esposa oyó
« Escucha, Félix, sentada
» la muerte a mi lado veo
» mas un extraño deseo
» al sentirla me asaltó,
» y dulcemente la vida
» mi espíritu abandonara
» si este deseo lograra.»
— ¿Cómo logrártele? Di.
—De ti tan solo depende.
Mas que te cueste no es justo
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Este capricho un disgusto.
—Acaba
—¿Consientes?
—Sí.
—«Pues mira, esa Pasionaria
que fue mi encanto viviendo,
pluguiérame que muriendo
fuera mi último placer.
De nuestro mal compañera
cual de nuestro amor testigo,
que muera esa flor conmigo
pues que me debe su ser.
Sí, apenas contaba un día
cuando quisiste ofrecérmela,
sea su suerte la mía
Félix, arráncala hoy;
ese es el favor postrero
que ya de tu mano espero,
cúmplemele y al sepulcro
tranquila y contenta voy.»
Quedó aterrado don Félix
propuesta tal escuchando.
La mano tener no osando
a la misteriosa flor,
los desencajados ojos
fijos en ella teniendo,
y en las pupilas sintiendo
su mágico resplandor.
A comprender esta idea
su mente no se atrevía,
su voluntad resistía
su ejecución a emprender.
Y aquel pensamiento solo
le tiene en duda tan fiera
como si a su impulso fuera
un crimen a cometer.
Sí, sometido al influjo
de un vértigo incomprensible
sentía en sí una terrible
desusada conmoción:
De un ser incógnito, oculto
secreto terror le asalta,
y conoce que le falta
valor en el corazón.
Que aquella flor que fue un tiempo
las delicias de su esposa,
cuya existencia preciosa
quiere hoy romper con afán,
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ve el triste que allá en el fondo
de su pecho enamorado
todo el poder ha cobrado
de un dañoso talismán.
De aquella flor a la vista,
siente que allá en su memoria
se le renueva una historia
de mucho olvidada ya,
y en ella vive un recuerdo
triste, eterno y solitario,
como luz que en su santuario
ardiendo perenne esta.
¡Oh! no, imposible que él sea
quien aquella flor destruya.
Su vida es la vida suya,
el suyo tal vez su ser.
No, imposible; sin su esposa,
él como ella necesita
aquella flor inmarchita
por compañera tener.
Será de su amor pasado
cuando ella falte un objeto,
será un místico amuleto
que aliviara su dolor
y de Clotilde el espíritu
identificado en ella
siempre pura y siempre bella
será ella misma la flor.
En sus brillantes colores,
en su inmarchita frescura
él hallara su hermosura,
su perdida sociedad.
Y en su castillo encerrado
para siempre noche y día
no tendrá más compañía
en su larga soledad.
Mas ¡Ay! que a la par Clotilde
desea arrancarla ahora
y el buen Don Félix la adora
con toda su alma y su ser,
y es imposible que al cabo
su afán postrimero estorbe
quien corriera todo el orbe
para buscarla un placer.
Acostumbrada de antiguo
a encontrar cada mañana
al ir a abrir su ventana
con nueva vida su flor,
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también identificola
Clotilde con su existencia,
divinizando en su esencia
su porvenir o su amor.
Y aún en la misma ventana
su enredadera ceñida,
aún vegetaba prendida
la Pasionaria al dintel.
Mas ya crecidos los tallos
de sus ramas parecía
que desprenderse quería,
a su verde cuna infiel.
Y en la más larga pendiente
ya dentro del aposento
yacía en el pavimento
sin arrimo y sin sostén,
como si el fin contemplando
avanzar de su señora,
al suyo en la misma hora
quisiera llegar también.
Dijeran que, adivinando
el término de su vida,
la postrera despedida
quería a Clotilde dar,
y que, hasta su mismo lecho
subir intentando en vano,
tomó el lugar más cercano
a donde pudo arribar.
Y él la contemplaba trémulo,
y ella su flor le pedía,
y Don Félix no sabía
en verdad qué resolver.
La flor seguía en la sombra
ante sus ojos brillando
y él la seguía mirando
en acuerdo sin volver.
Al fin, la voz de su esposa
oyendo desfallecida
que adiós decía a su vida
clamándole por su flor,
sobre ella dio de repente
en la oscuridad asiéndola.
— ¡Sea pues! dijo, rompiéndola
con insensato furor.
A tal momento Clotilde
lanzó el último gemido.
El conde, de horror transido,
en las tinieblas quedó
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al escuchar que su nombre
dentro del mismo aposento
otro conocido acento
tiernamente pronunció.
¡Cielos! exclamó espantado
¿Es realidad ó deliro?
¿De quién era ese suspiro
que en las tinieblas oí?
Repuso en la sombra
aquella voz dolorida
¿y no me conoces, mi vida?
Yo soy, acércate a mí.
Desatinado y atónito
tomó una lámpara el conde
y al sitio volviendo donde
la Pasionaria arrancó
vio con estúpido asombro
el desconocido objeto
que el miedo y amor secreto
hacia la flor le inspiró.
Pálida, fría, y sin aliento apenas
enamorada aún y encantadora
en lugar de la flor yacía AURORA
en medio del oculto camarín.
Contemplábala atónito don Félix,
el misterio fatal no comprendiendo,
y tendíale Aurora sonriendo
los yertos brazos, próxima a su fin.
Y aun amoroso el rostro moribundo
díjole así con voz desfallecida:
- He estado junto a ti toda mi vida,
y muero con mi amor cerca de ti.
Velada a vuestra vista entre las hojas
de una hermosa y silvestre Pasionaria
fui huésped de esa reja solitaria,
y os vi felices y dichosa fui.»
Siempre te amé; más siempre cuidadosa
miré más que a mi amor a tu ventura.
Tú no fueras feliz con mi hermosura,
y en mi encerré mi generoso amor.
Dios hizo que a este amor triste y sin premio
fuera el amor de tu Clotilde unido,
mas nuestro tiempo le pedí medido
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Por el tiempo no más de aquella flor.
No nos fue dado nunca conocernos,
mas a la par vivimos y te amamos.
Ambas unidas a la tumba vamos,
y te perdemos a la par las dos.
Juntas morir nos otorgó el destino
y tú mismo al cortar mi Pasionaria
cumpliste mi recóndita plegaria.
Recibe pues, mi postrimer adiós.
Y a estas palabras la cerviz doblando
voló al cielo su alma enamorada,
y en medio de la atmósfera nublada
repentino relámpago brotó.
Las ramas de la verde enredadera
en la estrecha ventana se inflamaron,
y sus hojas ceniza se tornaron
que el agitado viento arrebató.
Tendió don Félix las convulsas manos
ciego a su vista y de dolor transido,
y privado de aliento y de sentido
de la ventana al pie se desplomó.
Y diz que en su castillo de Aracena
pocos años después triste vivía,
y que a Aurora buscaba todavía
por el ameno valle en que vivió.
________________
Aun de su viejo castillo
en una capilla oscura
se encuentra la sepultura
de su postrero señor,
y en vez del busto de mármol
y de inscripción funeraria
hay solo una Pasionaria
de mano de un escultor.
FIN DE LA LEYENDA QUINTA.