La patrona de huéspedes

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Escenas y tipos matritenses de Ramón de Mesonero Romanos
La patrona de huéspedes

El origen de las casas de huéspedes (estilo coronista), se pierde en la noche de los tiempos. Los libros sagrados nos hablan ya de esta costumbre generalizada entre los primeros patriarcas, por lo que hay que decretar, cuando menos, al padre Abraham los honores de la invención.

Verdad es que en aquellos siglos primitivos, todavía este uso venerando se resentía de la sencillez evangélica, y no estaba tan refinado como lo vemos hoy, los que aguardamos a nacer tres o cuatro mil años después. Entonces todo su mecanismo se reducía a tener siempre abiertas las puertas de la choza paternal (si es que ésta tenía puertas) al fatigado peregrino que, sin más maleta ni silla de posta que el bordón y la calabaza, acertaba a atravesar a deshora por aquellos andurriales; hacerle un ladito en la estera que servía de blando sofá y de mullido lecho; ponerle delante un cenacho de bellotas, o cosa tal, y su botijo de agua pura y serenada; y si lo quería comer, bueno, y si no, tan amigos como antes. Luego de sobremesa, era de rigor el cruzarse de brazos la familia, y rodear al huésped, para escuchar de su boca la narración de las extrañas aventuras de sus peregrinaciones, durante la cual no dejaba el papá de enternecerse, la madre de compungirse, el hijo de entusiasmarse, y la señorita, si la había, de echar al forastero unas ojeadas, que déjelo usted estar.

No hay duda que, considerada esta simplicidad bajo el aspecto poético, no deja de tener su aquél; y si no léanse por lo religioso los libros bíblicos, que tan admirables recursos supieron hallar en este sencillo argumento: y viniendo a lo profano, ahí están Virgilio y Fenelón, que no eran ningunas ranas, los cuales hallando que esto de la hospitalidad era la fuente de toda poesía, y cosa buena para ponerse en libros, cogieron por su cuenta a las semidiosas Dido y Calipso (dos honradas señoras por otra parte, que no consta pagasen patente de hospedaje público ni secreto) hiciéronlas poner sendos papelitos laterales en los balcones (como es uso y costumbre de Madrid en casos tales) y hágote viuda de circunstancias, o doncella cuarentañona, y «Aquí se alquilan salas y alcobas con asistencia o sin ella, a gusto del parroquiano, etc.»; viendo lo cual los mancebos Eneas y Telémaco, que eran hombres que lo entendían, subieron bonitamente las escaleras, llamaron a la puerta, y... lo demás por sabido se calla.

Era, pues, otra Calipso que no podía consolarse de la partida de otro Ulises; y que en el exceso de su dolor, (como hubieran traducido más de cuatro literatos) se encontraba desgraciada de ser inmortal: quiero decir, de hallarse viva todavía, porque lo que es inmortales ya no se usan desde los tiempos de Calipso, en cuya isla no debía haber médicos ni boticarios. Pero volviendo a nuestro poema contemporáneo y a su lastimosa heroína, cuya gruta (o sea cuarto piso) no resonaba ya con los acentos de su voz, proseguiremos nuestra indirecta imitación o sea arreglo a la escena española, diciendo que las ninfas que la servían no osaban decirla «esta boca es mía». -(Estas ninfas eran una moza gallega, fresca y reluciente como tarja de remolacha, y una náyade del Manzanares, de las que acuden todas las tardes por bajo de la Virgen del Puerto a sumergir en las ondas sus flotantes túnicas, o sean pañales, y los de sus parroquianos, nada inmaculados por cierto.

Paseábase, pues, nuestra anónima Ariadna a largos pasos y con visibles señales de agitación todo a lo largo de su palacio que podría tener hasta unos quince pies en cuadro; y de vez en cuando solía pararse a contemplar el solitario y mal pergeñado lecho, que solía regar con sus lágrimas; pero esta bella perspectiva, lejos de moderar su dolor, la traía a la memoria la fementida estampa de su ingrato huésped, el fugitivo Teseo, que no era otro que D. Ponciano Pasacalle, nombrado administrador de correos de S. Esteban de Gormaz.

A veces asomábase a la ventana, que ofrecía a sus miradas la risueña perspectiva de un tejadillo, renovando su dolor los episódicos lances amatorios de los zapirones de la vecindad; y todo se la volvía alargar la gaita por entre un canalón y dos chimeneas, por ver si acertaba a divisar a lo lejos el camino real de Castilla, por donde D. Ponciano había desaparecido, conducido por arrobas en alas de un maragato.

De pronto se oye ruido de tacones de botas que suben la escalera; páranse luego, porque no había más que subir; llaman tres golpecitos a la puerta; abre la gallega, y dos hombres, de los cuales el uno parecía a D. Ponciano como un huevo a otro, se presentan delante de la viuda. -Por supuesto que ésta conoció a la legua que el tal no podía ser otro que el primo hermano de su ausente, que éste le había anunciado como que debía venir un día de éstos a Madrid para revalidarse de cirujano en el colegio de S. Carlos. -No pudo, sin embargo, conocer quién era el vejete que le acompañaba, y es que el tal vejete era un escribiente memorialista de detrás de Correos, que cuidaba de acomodar a los forasteros que se apeaban de la rotonda de la diligencia y servirles de Mentor en sus primeros pasos en la heroica capital.

Por supuesto que nuestra patrona (a quien ya relevaremos del incógnito, y llamaremos por el nombre de Dª. Tadea de Rivadeneyra) tuvo allá en sus adentros un ratito de jolgorio al contemplar las facciones del recién venido mancebo, tan acordes y paralelas con las del eclipsado administrador; pero no queriendo dar, como quien dice, su brazo a torcer, ni confesarse vencida a las primeras de cambio, frunció algún tanto el entrecejo, ahuecó la voz, y dirigiéndola a los dos personajes anónimos, les apostrofó preguntándoles por quién o cómo habían sabido su ignorada habitación y qué ocasión les traía a sus altas y elevadas regiones.-Entonces el mancebo (que tenía una voz de barítono acostumbrada a modularse al compás de la jota y de la guaracha) se quitó cortésmente su gorrilla de viajero, sacó del bolsillo un papelito si es no es mugriento y arrugado, dióselo a leer a Dª. Tadea, por donde ésta vino en conocimiento de lo que ya su corazón la había predicho, a saber: que el tal individuo no era otro que el sospechado primo del supradicho Pasacalle. Con lo cual, más en su equilibrio la viuda, acudió amorosa a tomar el saco del colegial, le instó en su aposento, y marchó a dar una vuelta a la cocina para disponer unas tortillas con sendos golpes de patatas y jamón.

Este ligero articulejo habría de aspirar a las formidables dimensiones del poema de Fenelón, si hubiéramos de seguir uno por uno los gratos episodios que formaron, hicieron crecer y morir aquella intriga, o sea drama, entre el joven Pedro Correa, natural de Olmedo, cirujano sangrador y barbero latino, y la honrada y excelente dueña Dª. Tadea de Rivadeneyra, viuda in partibus infidelium; la cual desde aquel primer almuerzo dio al traste con sus memorias, eclipsó su entendimiento, y subyugó su voluntad al nuevo huésped. Éste por su parte, que no era lerdo, bien echó luego de ver el efecto que sus ojos y compostura habían hecho en la huéspeda; y como ella no era todavía ningún vestiglo que digamos, y más para impuesta sin censo, y como por otro lado, la bolsa del colegial no estaba para pedir cotufas en el golfo, ni para hacer ascos de ninguna económica caridad, dio en seguirla la corriente, y en hacer como que si tal; de suerte que a las veces narrando en familia, al amor de la lumbre, sus aventuras estudiantiles, o rascando otras en su mal templada vihuela por el tono del Salerito y del ¡ay, ay, ay! acertó a encender en aquel blanco pecho una hoguera que ni todas las mangas de la villa acertaran a apagar.

Por supuesto que a todo esto nada se había tratado de cuenta de gasto ni de cosa tal; sino que el bienaventurado mancebo podía hacerse la ilusión poética de que nacían por ensalmo al fuego de sus miradas, el rico chocolate de Cruzada, el sabroso jamón gallego, la excitante morcilla extremeña, el delicado queso montañés. Todo se reducía por su parte a un regular consumo de suspiros y ternezas, a tal coplilla simbólica improvisada a la guitarra, o cual otro juramento en prosa hecho a la manera jesuítica, con la debida restricción mental.

La viuda, sin embargo, no estaba en el pleno goce de aquella celeste beatitud que era de suponer; porque amaestrada en el mundo (¡y quién no lo está a las cuarenta navidades!) bien echaba de ver que todos aquellos rendimientos del muchacho pudieran tal vez ser más calculados que espontáneos, y que dando rienda suelta a sus pasiones, corría inminente peligro de ver convertidos en espuma sus ahorros en el yelmo barberil.

Acabó de fijarla más y más en estos temores una sospecha que, aunque nacida a oscuras, vino a iluminar su razón, y fue el caso que cierta noche, regresando del sermón de los Dolores, halló que el huésped, cansado sin duda del de la Soledad, se hallaba mano a mano, y a oscuras, con la moza gallega; que, nueva Eucharis podría tal vez haber hallado favor en el pecho del forastero, y contribuir con su traición a hacer más interesante el argumento del drama. (La viuda había leído el Telémaco traducido por R... lo cual es lo mismo que decir que no lo había leído de modo alguno.)

Desde aquel día, o mejor sea dicho, desde aquella noche, la agitada Dª. Tadea no tenía, como suele decirse, el alma en su almario; y todo era soñar traiciones, y vislumbrar complots, y temblar pronunciamientos; y ora se figuraba a su cruel Vireno, número dos, huyendo con la otra maula, ora creía ver a ésta reírse en sus barbas de las angustias y temores que la hacía experimentar. Ni en paseo, ni en misa, ni en visita, podía sosegar un punto, ni dejaba tampoco reposar al amartelado galán, el cual, sea agradecimiento a los favores recibidos, sea esperanza de los que aún confiaba recibir, todo se resolvía en protestas y manifiestos del más sincero y cordial rendimiento, y aun habló de «coronar su amor» y demás frases poéticas dignas de un pastor de la Arcadia, siempre con la condición de llegar a reunir los dos mil y pico de reales del depósito exigido por los reglamentos para autorizarle a matar al prójimo.

Dª. Tadea, como mujer y enamorada, no era de piedra para dejarse convencer, tanto más, que el galán por su parte la instaba diariamente a que para apartar el pretexto de sus sinsabores, despidiese a la gallega; hízolo así con efecto; y desde entonces, más acordes, pudo la viuda soñar tranquila con su grata esperanza, el galán afirmarse en su viva fe, y la moza entregarse a su ardiente caridad.

Dispuestas así las cosas a gusto de todos, no tardó el traidor en atraer a lo más recóndito de sus redes a su víctima, quiero decir, en hacer venir a supuración el talego de sus ahorros, abonándole lo necesario para el examen, costear los gastos del título, ítem más, de las fes de bautismo y diligencias matrimoniales; hasta que llegando el caso de dar los nombres de los contrayentes, una mañanita temprano, cuando aquélla rezaba fervientemente el responsorio de S. Antonio, si buscas milagros, mira... siente abrir las vidrieras de su alcoba, entrar silenciosamente al mancebo y a la moza, arrojarse ambos a sus pies, y con una elocuencia digna de mejor causa, improvisar una demanda de perdón, o sea un bill de indemnité, por su gloriosa insurrección.

No hay pluma de ganso capaz de pintar el espasmo, el singulto y la histérica que se apoderaron de la doblemente engañada matrona, a la simple exposición de aquella peripecia; conque no hay sino dejarlo a juicio discreto del lector; basta saber que hoy es, y todavía se encuentra en el hospital de Incurables, a donde acaso habrá hallado otras compañeras, en quienes el hielo de los cuarenta años no acertó a apagar el incendio del amor.

Todo este más que razonable ejemplo preambular se ha atravesado en nuestra pluma, con el objeto de hacer sentir lo peligroso que es al tipo que hoy nos proponemos retratar el no renunciar preliminarmente a los combates de las pasiones, y templar su corazón a prueba de huéspedes, antes de decidirse a plantar el blanco papelillo en el hierro izquierdo del balcón. El buzo no se sumerge en el hondo de los mares, sin la campana protectora; el aeronauta no se lanza a las nubes, sin el paracaídas que ha de sostenerle, y el osado jinete no comienza la carrera, hasta tener bien sujetas en su mano las riendas del alazán. De este modo, la mujer que haya de abrir las puertas de su casa al forastero, ha de haber cerrado y aun tapiado de antemano las entradas de su corazón. El caso de Dido, el de Calipso, y el de Dª. Tadea (todos igualmente históricos) son ejemplos ¡oh viudas! que conviene meditar.

Por fortuna estos casos forman más bien excepciones de la regla que quiere que la huéspeda, patrona, o ama de casa (que de todos modos podremos llamarla con arreglo a los Diccionarios y Panléxicos más corrientes) frise ya en las cincuenta navidades, edad la más propia para supeditar las pasiones a la razón y al cálculo, y no la más idónea para ofrecer tampoco estimulantes al apetito carnal del forastero; quiere que la severa faz revele la formalidad y espíritu metódico de la dueña; quiere que sus blancos cabellos aparezcan modestamente recogidos en la historiada papalina; que el vestido de sarga o de algodón oscuro se halle resguardado con el honrado fiador del delantal, que las tocas modestas encubran la rugosa garganta, que el ancho zapato de orillo cobije por lo regular los juanetudos pies. -Es también inmemorial costumbre en Madrid (donde hablamos) que la tal Patrona sea viuda legítima y de legítimo consorcio de un empleado de Correos o en Loterías; que tenga señalada su pensión de doce reales por el Monte Pío, y que éste la deba treinta o más mensualidades por pura piedad; que conserve de su antiguo estado matrimonial algunos pequeños ahorros, y tales cuales muebles y ropa blanca, con que acudir al servicio de los comensales; y que en fin, por su economía, su religiosidad y buenos modales, vea acrecer su reputación, pasando de boca en boca de los forasteros, los cuales, de regreso a su pueblo, no podrán menos de recomendar a todo viniente a la corte la casa y persona de Dª. Escolástica o Dª. Celedonia.

Pero de nada habrían de servirla todas estas favorables circunstancias, y veríase víctima de todos los inconvenientes que quedan apuntados en el caso anterior, si tuviese en su compañía una, dos o más hijas o sobrinas, de pocos años, alegre travesura, y no desapacible parecer. Aconsejamos, pues, a la que en tal se viese, que no dé entrada en sus lares sino a gente provecta y asegurada de incendios, v. g. un militar retirado, prisionero en la batalla de Ocaña, o un senador gallego, de los que entonces padres, ahora abuelos de la patria, firmaron en Cádiz la constitución del 12, o tuvieron voz y voto en la Suprema Central. Todo lo demás sería llevar fósforos donde hay combustibles, o poner el gato a enseñar a bailar al ratón.

¿Pues si acierta el diablo a entrar por sus puertas, bajo el amable aspecto de un rico mayorazgo valenciano, o de un abogado andaluz; de un joven millonario de la Habana, o de un novelesco viajador francés; de un militar brioso y arrogante, o de un estudiantillo travieso y perspicaz? ¡Patronas las que tenéis hijas doncellas! libradlas por su bien de tales peligros; negad la hospitalidad a la pérfida juventud advenediza, y no deis oídos a las promesas de indiferencia, a la modesta pretensión del que intenta sólo meter el pie; porque a lo mejor y cuando menos lo creyéredes veréislos alzarse con el santo y la limosna, y el santo serán vuestras hijas o sobrinas, y la limosna será vuestra mísera ración; porque si los hay que gustan de echar la cuenta sin la huéspeda, también los hay que buscan la huéspeda y no pagan la cuenta tampoco.

En los pueblos extranjeros, en donde las rápidas y frecuentes comunicaciones, dan ocasión a una vitalidad y movimiento asombrosos, apenas son conocidos estos modestos medios hospitalarios, quedando al cargo de los aseados y elegantes hotels y las suntuosas fondas, acoger y cobijar al forastero con todo el aparato de ostentación que pudiera desplegar un magnate en su propio palacio.

Nuestro país, por desgracia, ofrece aún muy pocos de estos refinamientos, y para convencerse de ello, basta dar un ligero paseo por las provincias, y aun dejarse caer luego dentro de los muros de la noble capital. Al entrar en ella, y desembarcar de la diligencia, no se disputarán al forastero falanges enteras de mozos y domésticos de fondas y paradores; ni acudirán a recoger su equipaje infinidad de mozuelos despiertos y serviciales, ni se brindarán a conducir su persona multitud de cocheros y cicerones inteligentes. Todo lo contrario: la más absoluta soledad, la más completa indiferencia, esperan al viajero a su descenso de la diligencia; y si, como es de presumir, fuere la vez primera que entrase en nuestro pueblo, puede entregarse a la buena suerte, y vagar algunas horas por las calles de la capital, antes de dar con su persona bajo algún amigable techo.

Todo esto tiene por origen la escasez de viajeros, propiamente tales, que suelen visitarnos, la falta de estímulo para las grandes empresas industriales, la indefinible arrogancia e indiferencia del común del pueblo hacia las pequeñas ganancias que estos servicios le pudieran reportar. La miseria, que en otros pueblos se viste con la brillante librea de la civilización, el interés, que sabe levantar en ellos suntuosos edificios, ricamente alhajados y servidos para hospedar al forastero, conserva en el nuestro un carácter de sencillez patriarcal, y establece la costumbre de que cualquier familia o persona desvalida, cuyos limitados recursos no bastan a cubrir sus indispensables necesidades, trata de llamar en su auxilio una o más personas de las que accidentalmente vienen a la ciudad, y cederlas por un módico precio parte de su habitación, de sus muebles, y hasta de su mísero sustento; y a este recurso, a esta desdichada dependencia, se hallan hoy suscritas más de dos mil casas en Madrid. -El día en que el progreso de la industria sustituya por elegantes hospederías las pocas y malas que hoy llevan el nombre de tales, brinde al transeúnte, al celibato, al extranjero con los goces y comodidades que le ofrecen los hoteles de París, Londres y Bruselas, la civilización, es cierto, habrá dado un gran paso; las ciudades españolas serán más visitadas y conocidas; el interés de algunos industriales habrá progresado grandemente; pero en cambio multitud de familias carecerán de este recurso de existencia, el forastero de este medio de incorporación a nuestra sociedad, y ésta, en fin, verá desaparecer un tipo que si no es poético, por lo menos tiene un poco de original.

En la dilatada escala de las familias que se entregan en Madrid y ciudades principales del reino a este medio de existir, sería imposible diseñar al natural todas las circunstancias que distinguen a estos públicos establecimiento secretos. -Los hay que ostentando aún los restos de una pasada fortuna, brindan al forastero con elegantes muebles, decente mesa y esmerado servicio: pero el precio de ellos suele exceder por lo menos en un doble al que costaría igual o mejor asistencia en una brillante fonda; los hay que reúnen a una familia amable y desgraciada; pero llevan consigo el grave inconveniente de los compromisos y miramientos que exige esta íntima sociedad; los hay, en fin, que limitados a las más módicas fortunas, ofrecen al desdichado forastero aposento, cama, luz y alimento por la inverosímil cantidad de cuatro reales diarios. De estos establecimientos sólo puede decirse que son una providencia artificial, un problema humanitario, resuelto por algún genio bienhechor.

Las familias vergonzantes y numerosas acostumbran recibir un huésped sólo para conllevar el pago de la casa, limitándose ellas a habitar las piezas interiores. En tal caso el huésped no es huésped; es otra persona más en la familia. Recibe sus confianzas; asiste con ella a la mesa común; hace pie en el tresillo; acompaña a paseo, a misa y al teatro; enseña a escribir al niño de la casa; da lección de guitarra a la señorita; cuida de los tiestos del balcón y de echar alpiste al canario, y prepara el rapé para la mamá. En casos tales, para buscar al huésped hay que pasar a las habitaciones interiores; para hacer visita a las amas, es de rigor que se las busque en la sala principal. -La más extraña amalgama se establece entonces en el adorno de ésta; las botas están sobre el piano; el S. Antonio de talla tiene en su cabeza el schakó del capitán; el ridículo de la señorita suele servir de bolsa a los cigarros; el nacimiento del niño viene a interpolarse en la cómoda con las pistolas y cartucheras; los Devocionarios con las Julias; los jabones y navajas con los pendientes y canesús. -Si el huésped cae malo, no hay género de atención ni de cuidado que no se le prodigue; se quita la campanilla de la puerta; se encierra al gato; se sahúman con espliego y juncia las habitaciones; se llama al médico de la familia, al barbero, al comadrón; se le hace tomar por fuerza al enfermo un caldito de chorizo y morcilla cada cuarto de hora; se le ponen sinapismos hasta en las rodillas; se le buscan apetitos que alarguen la convalecencia dos meses más. Por último, cuando se marcha de la casa aquello es una verdadera desolación; hay llantos, gemidos y patatuses; y no ha llegado el huésped a las Rozas, cuando ya recibe epístolas que pudiera el tierno Ovidio envidiar.

Éste, por supuesto, es el bello ideal de la especie, el desiderándum de todo aventurero viajador. No se dan tan espontáneamente estas familias tiernas, íntimas y simpáticas; ni de tan buena estrella suelen ir acompañados los galanes viandantes, para saber conquistar tan grato homenaje agasajador.

Réstanos ahora, y después de haber pintado los diversos matices heroicos de que se reviste a veces nuestro tipo, trazar algún rasguño general que ponga de manifiesto, no el lado feo, sino por desgracia el común de la especie en cuestión.

Generalmente las casas de huéspedes son tenidas por una matrona viuda o jubilada, cuya historia anterior suele ser un secreto de su estado. Sólo se sabe, por ejemplo, que es vizcaína, por su apellido Arrevaygorrirumizaeta, y por sus admirables manos para aderezar el bacalao; que es andaluza, por su gracia parlera, lo aljofifado de los ladrillos, y el tufillo de azúcar y menjuí; que es castellana, por su frescura, su aseo y su franca sequedad. Por lo demás, si su difunto consorte murió en este o el contrario bando, en la batalla de Mendigorría; si su padre era o no era intendente de Tlascala en tiempo de Hernán Cortés; si tiene o no tiene un primo colector de bulas en Ávila de los Caballeros; si su hija está o no casada con un capitán de marina al servicio del Japón; esto es lo que ella sabe, lo que ella cuenta, o lo que ella calla, lo que nadie cree, o lo que a ninguno le importa. Baste decir que sus modales, aunque un si es no es ordinarios, revelan cierto roce de gentes; que sus facciones, aunque añejas, dejan adivinar cierta pasada perfección; que su familiaridad con los criados, como que da a sospechar no haber sido siempre extraña a su comunión; que su marcialidad con los huéspedes, descubre al mismo tiempo que la es desconocida la íntima comunicación con más elevada clase social.

Tiene, para su servicio y el de los parroquianos, una o dos criadas alcarreñas o indígenas de la corte, frescas, francas y familiares, de buen palmito y mejores manos, aseadas y compuestas, con su pañolito de lazo en la cabeza, su vestido de percal de S. Fernando, y su gracioso delantal; y para los mandados extramuros tiene un asturiano fiel e infundible, que va, que viene, que mira y que no ve, que escucha y que no oye, que sisa, come, calla y no replica. -Las criadas ocupan la cocina y el comedor; el asturiano la antesala; los huéspedes la sala principal y los dormitorios interiores; el ama de la casa, o sea abeja reina de aquella colmena, en todas partes está, y ora discute el gasto con los huéspedes, ora limpia los muebles o riñe a voces con el aguador: ya acude risueña a coger un botón o a repasar una averiada corbata; ya da una vuelta a la plaza o asiste a espumar el puchero.

No bien se presenta un nuevo huésped a la puerta de la casa, la criada favorita lo introduce a la audiencia de la Sra., la cual en muy breves palabras se pone al corriente de su porte y le clasifica y tasa, colocándole en consecuencia, ya en el gabinete de la virgen o en el de los tiestos, ya en la pieza del patio o en el cuarto oscuro del rincón. Si dice que comerá fuera, entonces el precio suele ser mayor que comiendo en casa, por haber de renunciar al beneficio de la provisión; si permaneciere sólo ocho días, costarále al triste más que si permaneciera un mes: y así otras reglas de proporción ad usum de las amas de huéspedes. Si es diputado, y ha de recibir visitas, podrá disponer de la sala y tendrá brasero, pero también pagará como padre de la patria; si es, en fin, estudiante y se retira tarde de noche, tiene que pensar en sobornar al asturiano para que no le deje en la calle.

Mientras todo este interrogatorio, las muchachas se han asomado alternativamente, con el ostensible pretexto de buscar una llave o dar cuerda al reloj; pero en realidad con el objeto de examinar al forastero, medirle, pesarle, calcularle y anatomatizarle mentalmente; y si tiene bigote y barbas, o si gasta sortijas y cadenas, aquello es no darse manos a recoger y colocar la maleta, a aderezar el cuarto, y a surtir el aguamanil.

El ama dirige y preside todas aquellas evoluciones, y cuida de recoger los restos esparcidos procedentes del anterior huésped, tales como viejas chinelas, guantes inmemoriales, cigarros inverosímiles, gacetas vírgenes, y mártires sombrereras de cartón. Muda a vista del nuevo cofrade las sábanas de la cama, por otras no tan amarillas; barre el cuarto a sus mismas barbas; y si hay ventana a la calle, la abre para que el huésped se asome y vea que aquello «es un coche parado» (y la tal calle suele ser la de los Negros o la del Perro); y si es cuarto interior, como que le envidia la quietud y el recogimiento, diciéndole que allí «no se siente una mosca» y ve correr a este tiempo tres o cuatro ratones por el suelo, y observa que la ventana da a un patio, en el que hay un herrero y dos cuadras, media docena de gallinas y un gallo cacareador.

El ama hospitalaria no gasta para sí un solo maravedí: todo para sus queridos huéspedes; para ellos se hace en los últimos meses del año la provisión del rico tocino castellano, del aceite andaluz, del vino manchego, de las frutas de Aragón: para ellos se paga al casero anticipado, y se riñe con él para que pinte la sala o ensanche los pasillos: para ellos se compran muebles por ferias, se visten de estera los pisos en los primeros días de noviembre, o se almazarronan los suelos en los últimos de mayo; para ellos, en fin, se tienen criadas, gallego, y farol en el portal. -Únicamente que de aquellos tocinos, de aquel aceite, de aquel vino, de aquellas frutas, diezma la casera las primicias para su ordinaria refacción; que de aquellos muebles, de aquellas esteras, de aquella habitación, se sirve con ellos a perfetta vicenda para sus regulares necesidades; que aquel farol a ella también la ilumina, y aquellos criados a ella obedecen, y reconocen por única ama en todo rigor. Todo esto, amén del estipendio diario, semanal o mensual, de cada uno de los huéspedes o de todos in solidum, cuyo tributo viene al cabo de algunos años de afanada tarea a convertirse en una modesta suma con que dotar a la hija, o poner una prendería, o comprar un segundo marido, o librar de la suerte de soldado al sobrino colegial. Y sin embargo, todo ello no basta casi nunca para asegurarle al cabo de sus años una existencia independiente y cómoda; y la misma honrada matrona que toda su vida ofreció benévola su techo hospitalario al forastero, suele implorar en sus últimos días la caridad pública en el lecho de un hospital.

EL CURIOSO PARLANTE.