La perfecta casada: Capitulo 12

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La perfecta casada
de Fray Luis de León
Capitulo 12

Hizo para sí aderezos de cama; holanda y púrpura en su vestido.

Porque había hablado de la piedad que deben las buenas casadas al pobre, y del cuidado que deben a la buena provisión de su gente, trata agora del tratamiento y buen aderezo de sus mismas personas. Y llega hasta aquí la clemencia de Dios y la dulce manera de su providencia y gobierno, que desciende a tratar de su vestido de la casada, y de cómo ha de aderezar y asear su persona, y, condescendiendo en algo con su natural, aunque no le place el exceso, tampoco se agrada del desaliño y mal aseo, y así dice: «Púrpura y holanda es su vestido». Que es decir que, desta casada perfecta es parte también no ser en el tratamiento de su persona alguna desaliñada y remendada, sino que, como ha de ser en la administración de la hacienda granjera, y con los pobres, así por la misma forma a su persona ha de traer limpia y bien trazada, aderezándola honestamente en la manera que su estado lo pide, y trayéndose conforme a su cualidad, así en lo ordinario, como en lo extraordinario también. Porque la que con su buen concierto y gobierno da luz y resplandor a los demás de su casa, que ella ande deslucida en sí, ninguna razón lo permite. Pero es de saber por qué causa la vistió Salomón de holanda y de púrpura, que son las cosas de que en la ley vieja se hacía la investidura del gran sacerdote, porque sin duda tiene en sí algún grande misterio. Pues digo, que quiere Dios declarar en esto a las buenas mujeres, que no pongan en su persona sino lo que se puede poner en el altar, esto es, que todo su vestido y aderezo sea sancto, así en la intención con que se pone, como en la templanza con que se hace. Y díceles, que quien les ha de vestir el cuerpo, no ha de ser el pensamiento liviano, sino el buen concierto de la razón; y que de la compostura secreta del ánimo, ha de nacer el buen traje exterior, y que este traje no se ha de cortar a la medida del antojo o del uso vituperable y mundano, sino conforme a lo que pide la honestidad y la vergüenza. Así que, señala aquí Dios vestido de sancto, para condenar lo profano. Dice púrpura y holanda, mas no dice los bordados que se usan agora, ni los recamados, ni el oro tirado en hilos delgados. Dice vestido, mas no dice diamantes ni rubíes; pone lo que se puede tejer y labrar en casa, pero no las perlas que se esconden en el abismo del mar. Concede vestidos, pero no permite rizos, ni encrespos, ni afeites. El cuerpo se vista, pero la cabeza no se desgreñe ni se encrespe en pronóstico de su grande miseria. Y porque en esto, y señaladamente en las posturas del rostro, hay grande exceso, aun en las mujeres que en lo demás son honestas; y porque es aqueste su propio lugar, bien será que digamos algo dellos aquí.

Aunque, si va a decir la verdad, yo confieso a vuestra merced que lo que me convida a tratar desto, que es el exceso, eso mismo me pone miedo. Porque ¿quién no temerá de oponerse contra una cosa tan recibida? O ¿quién tendrá ánimo para osar persuadirles a las mujeres a que quieran parecer lo que son? O ¿qué razón sanará la ponzoña del solimán?. Y no sólo es dificultoso este tratado, pero es peligroso también; porque luego aborrecen a quien esto les quita. Y así, querer agora quitárselo yo, será despertar contra mí un escuadrón de enemigos. Mas ¿qué les va en que yo las condene, pues tienen tantos otros que las absuelven? Y si aman a aquellos que, condescendiendo con su gusto dellas, las dejan asquerosas y feas, muy más justo es que siquiera no me aborrezcan a mí, sino que me oigan con igualdad y atención; que cuanto agora en esto les quiero decir, será solamente enseñarles que sean hermosas, que es lo que principalmente desean. Porque yo no les quiero tratar del pecado que algunos hallan y ponen en el afeite, sino solamente quiero dárselo a conocer, demostrándoles que es un fullero engañoso, que los da al revés de aquello que les promete, y que, como en un juego que hacen los niño, así él, diciendo que las pinta, las burla y entizna, para que, conocido por tal, hagan justicia dél y le saquen a la vergüenza con todas sus redomillas al cuello. Pues yo no puedo pensar que ninguna viva en este caso tan engañada, que, ya que tenga por hermoso el afeite, a lo menos no conozca que es sucio, y que no se lave las manos con que lo ha tratado, antes que coma. Porque los materiales dél, los más son asquerosos; y la mezcla de cosas tan diferentes como son las que se casan para este adulterio, es madre de muy mal olor, lo cual saben bien las arquillas que guardan este tesoro, y las redomas y las demás alhajas dél. Y si no es suciedad, ¿por qué, venida la noche, se le quitan, y se lavan la cara con diligencia, y, ya que han servido al engaño del día, quieren pasar siquiera la noches limpias? Mas ¿para qué son razones en esto? Pues, cuando nos lo negasen, a las que nos lo negasen, les podríamos mostrar a los ojos sus dientes mismos, y sus encías negras y más sucias que un muladar, con las reliquias que en ellas ha dejado el afeite. Y, si las pone sucias, como de hecho las pone, ¿cómo se pueden persuadir que las hace hermosas? ¿No es la limpieza el fundamento de la hermosura, y la primera y mayor parte della? La hermosura allega y convida a sí, y la suciedad aparta y ahuyenta. Luego, ¿cómo podrán caber en uno lo hermoso y lo sucio? ¿Por ventura no es obra propria de la belleza parecer bien y hacer deleite en los ojos? Pues ¿qué ojos hay tan ciegos, o tan botos de vista, que no pasen con ello la tela del sobrepuesto, y que no cotejen con lo encubierto lo que se descubre, y que, viendo lo mal que dicen entre sí mismos, no se ofendan con la desproporción? Y no es menester que los ojos traspasen este velo, porque él, de sí mismo, en cobrando un poco de calor el cuerpo, se trasluce, y descúbrese por entre lo blanco un oscuro y verdinegro, y un entreazul y morado; y matízase el rostro todo, y señaladamente las cuencas de los bellísimos ojos, con una variedad de colores feísimos; y aun corren a las veces derretidas las gotas, y aran con sus arroyos la cara. Mas si dicen que acontece esto a las que no son buenas maestras, yo digo que ninguna lo es tan buena, que, si ya engañare los ojos, pueda engañar las narices. Porque el olor de los adobíos, por más que se perfumen, va delante dellas pregonando y diciendo que no es oro lo que reluce, y que todo es asco y engaño, y va como con la mano desviando la gente, en cuanto pasa la que yo no quiero nombrar.

Tomen mi consejo las que son perdidas por esto, y hagan máscaras de buenas figuras y pónganselas; y el barniz pinto el lienzo y no el cuero, y sacarán mil provechos. Lo uno, que, ya que les agrada ser falsas hermosas, quedarán a lo menos limpias. Lo otro, que no temerán que las desafeite, ni el sol, ni el polvo, ni el aire. Y lo último, con este artificio podrán encubrir, no sólo el color escuro, sino también las facciones malas. Porque cierta cosa es que la hermosura no consiste tanto en el escogido color, cuanto en que las facciones sean bien figuradas cada una por sí, y todas entre sí mismas proporcionadas. Y claro es que el afeite, ya que haga engaño en la olor, pero no puede en las figuras poner enmienda, que, ni ensancha la frente angosta, ni los ojos pequeños los engrandece, ni corrige la boca desbaratada. Pero dicen que vale mucho el buen color. Yo pregunto, ¿a quién vale? Porque las de buenas figuras, aunque sean morenas, son hermosas, y no sé si más hermosas que siendo blancas; las de malas, aunque se transformen en nieve, al fin quedan feas; mas dirán que menos feas; yo digo que más; porque, antes del barniz, si eran feas, estaban limpias, más después dél quedan feas y sucias, que es la más aborrecible fealdad de todas. Pero valga mucho el buen color, si de veras es buen color; mas éste, ni es buen color, ni casi lo es, sino un engaño de color que todos lo conocen, y una postura que por momentos se cae, y un asco que a todos ofende, y una burla que promete uno y da otro, y que afea y ensucia. ¿Qué locura es poner nombre de bien a lo que es mal, y trabajarse en su daño, y buscar con su tormento ser aborrecidas, que es lo que más aborrecen? ¿Qué es el fin del aderezo y de la cura del rostro, sino el parecer bien y agradar a los miradores? Pues ¿quién en es tan falto, que destos adobíos se agrade? O ¿quién hay que no los condene? ¿Quién es tan nescio que quiera ser engañado, o tan boto que ya no conozca este engaño? o ¿quién es tan ajeno de razón, que juzgue por hermosura del rostro lo que claramente vee que no es del rostro, lo que vee que es sobrepuesto, añadido y ajeno? Querría yo saber destas mendigantes hermosas, si tendrían por hermosa la mano que tuviese seis dedos. ¿Por ventura no la hurtarían a los ojos? ¿No harían alguna invención de guante para encubrir aquel dedo añadido? Pues ¿tienen por feo en la mano un dedo más, y pueden creer que tres dedos de enjundia sobre el rostro les es hermoso? Todas las cosas tienen una natural tasa y medida, y la buena disposición y parecer dellas consiste en estar justas en esto; y si dello les falta o les sobra algo, eso es fealdad y torpeza. De donde se concluye que, éstas de quien hablamos, añadiendo posturas y excediendo lo natural, en caso que fuesen hermosas, se tornan feas con sus mismas manos. Bien y prudentemente aconseja, acerca de un poeta antiguo, un padre a su hija, y le dice: «No tengas, hija, afición con los oros, ni rodees tu cuerpo con perlas o con jacintos, con que las de poco saber se desvanecen; ninguna necesidad tienes deste vano ornamento; ni tampoco te mires al espejo para componerte la cara, ni con diversas maneras de lazos enlaces tus cabellos, ni te alcoholes con negro los ojos, ni te colores las mejillas, que la naturaleza no fué escasa con las mujeres, ni les dió cuerpos menos hermosos de lo que se les debe o conviene».

Pues ¿qué diremos del mal del engañar y fingir, a que se hacen, y como en cierta manera se ensayan y acostumbran en esto? Aunque esta razón no es tanto para que las mujeres se persuadan que es malo afeitarse, cuanto para que los maridos conozcan cuán obligados están a no consentir que se afeiten. Porque han de entender que allí comienzan a mostrárseles otras de lo que son, y a encubrirles la verdad, y allí comienzan a tentarles la condición y hacerlos al engaño, y, como los hallaren pacientes en esto, así subirán a engaños mayores. Bien dice Aristótil en este mismo propósito, que «como en la vida y costumbres la mujer con el marido ha de andar sencilla y sin engaño, así en el rostro y en los aderezos dél ha de ser pura y sin afeite». Porque la buena, en ninguna cosa da de engañar a aquél con quien vive, si quiere conservar el amor, cuyo fundamento es la caridad y la verdad, y el no encubrirse los que se aman en nada. Que, así como no es posible mezclarse dos aguas olorosas, mientras están en sus redomas cada una, así, en tanto que la mujer cierra el ánimo con la encubierta del fingimiento, y con la postura y afeites esconde el rostro, entre su marido y ella no se puede mezclar amor verdadero. Porque, si damos caso que el marido la ame así, claro es que no ama a ella en este caso, sino a la máscara pintada que se parece, y es como si amase en la farsa al que representa una doncella hermosa. Y por otra parte, ella, viéndose amada desta manera, por el mismo caso no le ama a él, antes le comienza a tener en poco, y en el corazón se ríe dél y le desprecia, y conoce cuán fácil es engañarle, y al fin le engaña y le carga. Y esto es muy digno de considerar, y más lo que se sigue tras esto, que es el daño de la consciencia y la ofensa de Dios, que aunque prometí no tratarlo, pero al fin la consciencia me obliga a quebrantar lo que puse.

Y no les diga nadie, ni ellas se lo persuadan a sí, que, o no es pecado, o es muy ligero pecado, porque es tan al revés, que él en sí, pecado grave, anda acompañado de otros muchos pecados, unos que nacen dél y otros de donde él nace. Porque, dejado aparte el agravio que hacen a su mismo cuerpo, que no es suyo, sino del Spíritu Sancto que le consagró para sí en el bautismo, y que por la misma causa ha de ser tratado como templo sancto, con honra y respecto; así que, aunque pasemos callando por este agravio que hacen a sus miembros, atormentándolos y ensuciándolos en diferentes maneras, y aunque no digamos la injuria que hacen a su formador y criador, haciendo enmienda en su obra y como reprehendiendo, o a lo menos no admitiendo su acuerdo y consejo (porque sabida cosa es que, lo que hace Dios, o feo o hermoso, es a fin de nuestro bien y salud); así que, aunque callemos esto que las condena, el fin que ellas tienen, y lo que las mueve o incita a este oficio, por más que ellas lo doren y apuren, ni se puede apurar ni callar. Porque, pregunto, ¿por qué la casada quiere ser más hermosa de lo que su marido quiere que sea? ¿Qué pretende afeitándose a su pesar? ¿Qué ardor es aquel que le menea las manos para acicalar el cuero como arnés, y poner en arco las cajas? ¿Adónde amenaza aquel arco, y aquel resplandor a quién ha de cegar? El colorado y el blanco, y el rubio y dorado, y aquella artillería toda, ¿qué pide?, ¿qué desea?, ¿qué vocea? No pregunta sin causa el cantarcillo común, ni es más castellano que verdadero: «¿Para qué se afeita la mujer casada?». Y torna a la pregunta, y repite la tercera vez, preguntando: «¿Para qué se afeita?». Porque, si va a decir la verdad, la respuesta de aquel para qué es amor propio desordenadísimo, apetito insaciable de vana excelencia, codicia fea, deshonestidad arraigada en el corazón, adulterio, ramería, delicto que jamás cesa. ¿Qué pensáis las mujeres que es afeitaros? Traer pintado en el rostro vuestro deseo feo. Mas no todas las que os afeitáis deseáis mal. Cortesía es creerlo. Pero si con la tez del afeite no descubrís vuestro mal deseo, a lo menos despertáis el ajeno. De manera que, con esas posturas sucias, o publicáis vuestra sucia ánima, o ensuciáis la de aquellos que os miran.

Y todo es ofensa de Dios. Aunque no sé yo qué ojos os miran, que, si bien os miran, no os aborrezcan. ¡Oh asco, oh hedor, oh torpeza! Mas ¡qué bravo! dirán algunas. No estoy bravo, sino verdadero. Y si tales son los padres de quien aqueste desatino nace, ¿cuáles serán los fructos que dél proceden, sino enojos y guerra continua, y sospechas mortales, y lazos perdidos, y peligros, y caídas, y escándalos, y muerte, y asolamiento miserable? Y si todavía les parezco muy bravo, oigan ya, no a mí, sino a Sant Cipriano, las que lo dicen, el cual dice desta manera:

«En este lugar, el temor que debo a Dios, y el amor de la caridad, que me junta con todos, me obliga a que avise, no sólo a las vírgenes y a las viudas, sino a las casadas también, y universalmente a todas las mujeres, que en ninguna manera conviene ni es lícito adulterar la obra de Dios y su hechura, añadiéndole o color rojo, o alcohol negro, o arrebol colorado, o cualquiera compostura que mude o corrompa las figuras naturales. Dice Dios: «Hagamos al hombre a la imagen y semejanza nuestra», ¿y osa alguna mudar en otra figura los que Dios hizo? Las manos ponen en el mismo Dios, cuando lo que Él formó lo procuran ellas reformar y desfigurar. Como si no supiesen que es obra de Dios todo lo que nace, y del demonio todo lo que se muda de su natural. Si algún grande pintor retratase, con colores que llegasen a lo verdadero, las facciones y rostro de alguno, con toda la demás disposición de su cuerpo, y acabado ya y perficionado el retrato, otro quisiese poner las manos en él, presumiendo de más maestro, para reformar lo que ya estaba formado y pintado, ¿paréceos que tendría el primero justa y grave causa para indignarse? Pues ¿piensas tú no ser castigada por una osadía de tan malvada locura, por la ofensa que haces al divino Artífice? Porque, dado caso que por la alcahuetería de los afeites no vengas a ser con los hombres deshonesta y adúltera, habiendo corrompido y violado lo que hizo en ti Dios, convencida quedas de peor adulterio. Eso que pretendes hermosearte, eso que procuras adornarte, contradicción es que haces contra la obra de Dios, y traición contra la verdad. Dice el Apóstol, amonestándonos: «Desechad la levadura vieja, para que seáis nueva masa, así como sois sin levadura, porque nuestra pascua es Cristo sacrificado. Así que, celebremos la fiesta, no con la levadura vieja, ni con la levadura de malicia y de tacañería, sino con la pureza de sencillez y verdad». ¿Por ventura guardas esta sencillez y verdad cuando ensucias lo sencillo con adulterinos colores, y mudas en mentiras lo verdadero con posturas de afeites? Tu Señor dice que no tienes poder para tornar blanco o negro uno de tus cabellos; y tú pretendes ser más poderosa, para sobrepujar lo que tu Señor tiene dicho, con pretensión osada y con sacrílego menosprecio. Enrojas tus cabellos, y, en mal agüero de lo que te está por venir, les comienzas a dar color semejante al del fuego, y pecas con grave maldad en tu cabeza, esto es, en la parte más principal de tu cuerpo y como del Señor esté escrito que su cabeza y sus cabellos eran blancos como la nieve, tú maldices lo cano y abominas lo blanco, que es semejante a la cabeza de Dios. Ruégote, la que esto haces: ¿no temes, en el día de la resurrección, cuando venga, que el Artífice que te crió no te reconozca; que, cuando llegues a pedirle sus promesas y premios, te deseche, aparte y excluya; que te diga, con fuerza y severidad de juez: «Esta obra no es mía ni es la nuestra esta imagen; ensuciaste la tez con falsa postura, demudaste el cabello con deshonesto color, hiciste guerra y venciste a tu cara, con la mentira corrompiste tu rostro, tu figura no es esa»? «No podrás ver a Dios, pues no traes los ojos que Dios hizo en ti, sino los que te inficionó el demonio; tú le has seguido; los ojos pintados y relumbrantes de la serpiente has en ti remedado; figurástete dél y arderás juntamente con él».

Hasta aquí son palabras de Sant Cipriano. Y Sant Ambrosio habla no menos agriamente que él, y dice así:

«De aquí nace aquello que es vía e incentivo de vicios, que las mujeres, temiendo desagradar a los hombres, se pintan las caras con colores ajenos, y, en el adulterio que hacen de su cara, se ensayan para el adulterio que desean hacer de su persona. Mas ¿qué locura aquesta tan grande, desechar el rostro natural y buscar el pintado? Y mientras temen de ser condenadas de sus maridos por feas, condénanse por tales ellas a sí mismas; porque la que procura mudar el rostro con que nació, por el mismo caso da sentencia ella contra sí y lo condena por feo; y mientras procura agradar a los otros, ella misma a sí se desagrada primero. Di, mujer, ¿qué mejor juez de tu fealdad podemos hallar que a ti misma, pues temes ser vista cual eres? Si eres hermosa, ¿por qué con el afeite te encubres? Si fea y disforme, ¿por qué te nos mientes hermosa, pues ni te engañas a ti, ni del engaño ajeno sacas fructo? Porque el otro, en ti, afeitada, no ama a ti, sino a otra, y tú no quieres como otras ser amada. Enséñasle en ti a serte adúltero, y, si pone en otra su amor, recibes pena y enojo. Mala maestra eres contra ti misma. Más tolerable en parte es ser adúltera, que andar afeitada; porque allí se corrompe la castidad, y aquí la misma naturaleza».

Éstas son palabras de Sant Ambrosio. Pero entre todos, Sant Clemente Alejandrino es el que escribe más extendidamente, diciendo (Libro III del Pedagogo, cap. 2):

«Las que hermosean lo que se descubre, y lo que está secreto lo afean, no miran que son como las composturas de los egipcios, los cuales adornan las entradas de sus templos con arboledas, y ciñen sus portales con muchas más columnas, y edifican los muros dellos con piedras peregrinas, y los pintan con escogidas pinturas, y los mismos templos los hermosean con plata y con mármoles traídos desde Etiopía. Y los sagrarios de los templos los cubren con planchas de oro; mas en lo secreto dellos, si alguno penetrare allá, y si, con priesa de ver lo escondido, buscare la imagen del dios que en ellos mora, y si la guarda dellos o algún otro sacerdote con vista grave, y cantando primero algún himno en su lengua, y descubriendo apenas un poco de velo, le mostrare la imagen, es cosa de grandísima risa ver lo que adoran; porque no hallaréis en ellos algún dios como esperábades, sino un gato, o un cocodrilo, o alguna sierpe de las de la tierra, o otro animal semejante, no digno de templo, sino dignísimo de cueva o escondrijo, o de cieno, que, como un poeta antiguo les dijo:

Son fieras sobre púrpura asentadas
los dioses a quien sirven los gitanos.


»Tales, pues, me parecen a mí las mujeres que se visten de oro, y se componen los rizos, y se untan las mejillas, y se pintan los ojos, y se tiñen los cabellos, y que ponen toda su mala arte en este aderezo muelle y demasiado, y que adornan este muro de carne, y hacen verdaderamente como en Egipto, para atraer a sí a los desventurados amantes. Porque si alguno levantase el velo del templo, digo, si apartase las tocas, la tintura, el bordado, el oro, el afeite, esto es, el velo y la cobertura compuesta de todas aquestas cosas, por ver si hallaría dentro lo que de veras es hermoso, abominaríalas, a lo que yo entiendo, sin duda. Porque no hallara en su secreto dellas por moradora, según que era justo, a la imagen de Dios, que es lo más digno de precio, mas hallara que en su lugar ocupa una fornicaria y una adúltera lo secreto del alma, y averiguara que es verdadera fiera, mona de albayalde afeitada o sierpe engañosa, que, tragando lo que es de razón en el hombre por medio del deseo del vano aplacer, tienen el alma por cueva; adonde, mezclando toda su ponzoña mortal, y rebosando el tóxico de su engaño y error, trueca a la mujer en ramera aqueste dragón alcahuete; porque el darse al afeite, de ramera es, y no de buena mujer, lo cual se vee claro, porque las que con esto tienen cuenta, no la tienen jamás con sus casas. Su cuenta es desenlazar las bolsas de sus maridos, y el consumirles las haciendas en sus vanos antojos, y, para que testifiquen muchos que parecen hermosas, el ocuparse, asentadas todos los días al arte del afeitarse, con personas alquiladas a ello. Así que, procuran de guisar bien su carne, como cosa desabrida y de mala vista; y entre día, por el afeite, se están deshaciendo en su casa, con temor que no se les eche de ver que es postiza la flor; mas, venida la tarde, como de cueva, luego se hace afuera aquesta adulterada hermosura, a quien ayuda entonces, para ser tenida en algo, la embriaguez y la falta de luz. Menandro el poeta lanza de su casa a la mujer que se enrubia, y dice:

Vé fuera de esta casa; que la buena no trata de hacer rubios los cabellos.


»Y no dice que se barnizaba la cara, ni menos que se pintaba los ojos. Mas las miserables no veen que, con añadir lo postizo, destruyen lo hermoso, natural y proprio, y no veen que, matizándose cada día, y estirándose el cuero y emplastándose con mezclas diversas, secan el cuerpo y consumen la carne, y con el exceso de los corrosivos marchitan la flor propria, y así vienen a tomarse amarillas y hacerse dispuestas y fáciles a que la enfermedad se las lleve, por tener con los afeites la carne que se sobrepintan gastada, y vienen a deshonrar al Fabricador de los hombres, como a quien no repartió la hermosura como debía; y son con razón inútiles para cuidar por su casa, porque son como cosas pintadas, asentadas para no más de ser vistas, y no hechas para ser caseras cuidadosas. Por lo cual, aquella bien considerada mujer acerca del poeta cómico, dice:

«¿Qué hecho podremos hacer las mujeres que de precio sea o de valor, pues repintándonos y enfloreciéndonos cada día, borramos de nosotras mismas la imagen de las mujeres valerosas, y no servimos sino de trastos de casa, y de estropiezos para los maridos, y de afrenta de nuestros hijos?».

»Y asimismo Antífanes, escritor también de comedias, mofa de aquesta perdición de mujeres, poniendo las palabras que convienen a lo que comúnmente todas hacen, y dice:

«Llega, pasa, toma, no se pasa, viene, para, límpiase, revuelve, relímpiase, péinase, sacúdese, friégase, lávase, espéjase, vístese, almízclase, aderézase, rocíase con colores, y al fin, si hay algo que no, ahógase y mátase».

»Merecedoras no de una, sino de doscientas mil muertes, que se coloran con las freces del cocodrilo, y se untan con la espuma de la hediondez, y que para las albéñolas hacen hollín, y albayalde para embarnizar las mejillas.

»Pues las que así enfadan a los poetas gentiles, la verdad ¿cómo las deshechará y condenará? Pues Alexi, otro cómico, ¿qué dice dellas reprehendiéndolas? Que pondré lo que dijo, procurando avergonzar con la curiosidad de sus razones su desvergüenza perpetua, sino que no pudo llegar a tanto su buen decir, y verdaderamente que yo me avergonzaría, si pudiese defenderlas con alguna buena razón, de que las tratase así la comedia. Pues dice:

«Demás desto, acaban a sus maridos, porque su primero y principal cuidado es el sacarles algo, y el pelar a los tristes mezquinos; ésta es su obra, y todas las demás en su comparación le son accesorias. ¿Es por ventura alguna dellas pequeña? Embute los chapines de corcho. ¿Es otra muy luenga? Trae una suela sencilla y anda la cabeza metida en los hombres, y hurta esto al altor. ¿Es falta de carnes? Afórrase de manera que todos dicen que no hay más que pedir. ¿Crece en barriga? Estréchase con fajas, como si trenzase el cabello, con que va derecha y cenceña. ¿Es sumida de vientres? Como con puntales hace la ropa adelante. ¿Es bermeja de cejas? Encúbrelas con hollín. ¿Es acaso morena? Anda luego el albayadle por alto. ¿Es demasiadamente muy blanca? Friégase con la tez del humero. ¿Tiene algo que sea hermoso? Siempre lo trae descubierto, pues que si los dientes son buenos, forzoso es que ande riendo; y para que vean todos que tiene gentil boca, aunque no esté alegre, todo el sancto día se ríe, y trae entre los dientes siempre algún palillo de murta delgado, para que, quiera que no, en todos tiempos esté abierta la boca».

»Esto he alegado de las letras profanas, como para remedio de este mal artificio y deseo excesivo del afeite, porque Dios procura nuestra salud por todas las vías posibles; mas luego apretaré con las letras sagradas, que, al malo público, natural le es apartarse de aquello en que peca, siendo reprehendido por la vergüenza que padece. Pues, así como los ojos vendados o la mano envuelta en emplastos, a quien lo vee hace indicio de enfermedad, así el color portizo y los afeites de fuera dan a entender que el alma en lo de dentro está enferma.

»Amonesta nuestro divino Ayo y Maestro que no lleguemos al río ajeno, figurando por el río ajeno la mujer destemplada y deshonesta, que corre para todos, y que para el deleite de todos se derrama con posturas lascivas. «Contiénete, dice, del agua ajena, y de la fuente ajena no bebas»; amonestándonos que huyamos la corriente de semejante deleite, si queremos vivir luengamente; porque el hacerlo así añade años de vida.

»Grandes vicios son los del comer y beber; pero no tan grandes, con mucha parte, como la afición excesiva del aderezo y afeite; porque para satisfacer al gusto, la mesa llena basta, y la taza abundante, más a las aficionadas a los oros, a los carmesíes y a las piedras preciosas, no les es suficiente, ni el oro que hay sobre la tierra o en sus entrañas della, ni la mar de Tiro, ni lo que viene de Etiopía, ni el río Pactolo, que corre oro, ni aunque se transforme en Midas, quedarán satisfechas algunas dellas, sino pobres siempre y deseando más siempre, aparejadas a morir con el haber.

»Y si es la riqueza ciega, como de veras lo es, las que tienen puesta en ella toda su afición y sus ojos, ¿cómo no serán ciegas? Y es que, como no ponen término a su mala cobdicia, vienen a dar en licencia desvergonzada, porque les es necesario el teatro, y la procesión, y la muchedumbre de los miradores, y el vaguear por las iglesias, y el detenerse en las calles para ser contempladas de todos, porque cierto es que se aderezan para contentar a los otros.

»Dice Dios por Hieremías: «Aunque te rodees de púrpura, y te enjoyes con oro, y te pintes los ojos con alcohol, vana es tu hermosura».

»Mas ¿qué desconcierto tan grande que el caballo y el pájaro y los demás animales todos, de la hierba y del prado, salgan alindados cada uno con su proprio aderezo, el caballo con crines, el pájaro con pinturas diversas, y todos con su color natural, y que la mujer, como de peor condición que las bestias, se tenga a sí misma en tanto grado por fea, que haya menester hermosura postiza, comprada y sobrepuesta?

»Preciadoras de lo hermoso del rostro, y no cuidadosas de lo feo del corazón; porque sin duda, como el hierro en la cara del esclavo muestra que es fugitivo, así las floridas pinturas del rostro son señal y pregón de ramera. Porque los volantes y las diferencias de los tocados, y las invenciones del coger los cabellos, y los visajes que hacen dellos, que no tienen número, y los espejos costosos, a quien se aderezan, para cazar a los que, a manera de niños ignorantes, hincan los ojos en las buenas figuras, cosas son de mujeres raídas, tales, que no se engañará quien peor las nombrare, transformadoras de sus caras en máscaras.

»Dios nos avisa que no atendamos a lo que parece, sino a lo que se encubre; porque es lo que se vee temporal, y lo que no, sempiterno; y ellas locamente inventan espejos, adonde, como si fuera alguna obra loable, se vea su artificiosa figura, a cuyo engaño le venía mejor la cubierta y el velo. Que, como cuenta la fábula, a Narciso no le fué útil el haber contemplado su rostro. Y si veda Moisén a los hombres que no hagan alguna imagen, competiendo en el arte con Dios, ¿cómo les será a las mujeres lícito en sus mismas caras formar nuevos gestos en revocación de lo hecho?

»Al profeta Samuel, cuando Dios le envió a ungir en rey a uno de los hijos de Jessé, pareciéndole que era el más anciano dellos de hermoso y dispuesto, y queriéndole ungir, díjole Dios: «No mires a su rostro, ni atiendas a su buena disposición de ese hombre, que le tengo desechado; que el hombre mira a los ojos, y Dios tiene cuenta con el corazón». Y así, el Profeta no ungió al hermoso de cuerpo, sino consagró al hermoso de ánimo.

»Pues si la belleza de cuerpo, aun aquella que es natural, tiene Dios en tanto menos que la belleza del alma, ¿quién juzgará de la postiza y fingida el que todo lo falso desecha y aborrece?

»En fe caminamos, y no en lo que es evidente a la vista. Manifiestamente nos enseño en Abraham el Señor que ha de menospreciar quien lo siguiere la parentela, la tierra, la hacienda, y riquezas y bienes visibles. Hízole peregrino, y luego que despreció su natural y el bien que se vía, le llamó amigo suyo; y era Abraham noble en tierra y muy abundante en riqueza, que, como se lee, cuando venció a los reyes que prendieron a Lot, armó de sola su casa trescientas y diez y ocho personas.

»Sola es Ester la que hallamos haberse aderezado sin culpa, porque se hermoseó con misterio y para el rey su marido; demás de que aquella su hermosura fué rescate de toda una gente condenada a la muerte; y así, lo que se concluye de todo lo dicho es que el afeitarse y el hermosearse, a las mujeres hace rameras y a los hombres hace afeminados y adúlteros, como el poeta trágico lo dió bien a entender, cuando dijo:

De Frigia vino a Esparta el que juzgara,
según lo dice el cuento de los Griegos,
las diosas; hermosísimo en vestido,
en oro reluciente, y rodeado
de traje barbaresco y peregrino.
Amó, y partióse así, llevando hurtada
a quien también lo amaba, al monte de Ida,
estando Menelao de casa ausente.


»¡Oh belleza adúltera! El aderezo bárbaro trastornó a toda Grecia. A la honestidad de Lacedemonia corrompió la vestidura, la policía y el rostro. El ornamento excesivo y peregrino hizo ramera a la hija de Júpiter. Mas en aquéllos no fué gran maravilla, que no tuvieron maestro que les cercenase los deseos viciosos, ni menos quien les dijese: «No fornicarás ni desearás fornicar»; que es decir: «No caminarás al fornicio con el deseo, ni encenderás su apetito con el afeite, ni con el exceso del aderezo demasiado».

Hasta aquí son palabras de Sant Clemente. Y Tertuliano, varón doctísimo y vecino a los Apóstoles, dice:

«Vosotras tenéis obligación de agradar a solos vuestros maridos. Tanto más los agradaréis a ellos, cuanto menos procuráredes perecer bien a los otros. Estad seguras. Ninguna a su marido le es fea; cuando la escogió, se agradó, porque o sus costumbres o su figura se la hicieron amable. No piense ninguna que si se compone templadamente la aborrecerá o desechará su marido, que todos los maridos apetecen lo casto. El marido cristiano no hace caso de la buena figura, porque no se ceba de lo que los gentiles se ceban; el gentil, en ser cosa nuestra la tiene por sospechosa, por el mal que de nosotros juzga. Pues dime, tu belleza ¿para quién la adereza, si ni el gentil la cree ni el cristiano la pide? ¿Para qué te desentrañas por agradar al receloso o al no deseoso? Y no digo esto por induciros a que seáis algunas desaliñadas y fieras, ni os persuado al desaseo; sino dígoos lo que pide la honestidad, el modo, el punto, la templanza con que aderezaréis vuestro cuerpo. No habéis de exceder de lo que el aderezo simple y limpio se debe, de lo que agrada al Señor: porque sin duda lo ofenden las que se untan con unciones de afeites el rostro, las que manchan con arrebol las mejillas, las que con hollín alcoholan los ojos; porque sin dubda les desagrada lo que Dios hace, y arguyen en sí mismas de falta a la obra divina; reprehenden al Artífice que a todos nos hizo. Reprehéndenle, pues le enmiendan, pues le añaden. Que estas añadiduras témanlas del contrario de Dios, esto es, del demonio, porque ¿quién otro será maestro de mudar la figura del cuerpo sino el que transformó en malicia la imagen del alma? Él sin duda es el que compuso este artificio, para en nosotros poner en Dios las manos en cierta manera.

»Lo con que se nasce, obra de Dios es; luego, lo que se finge y artiza, obra será del demonio. Pues ¿qué maldad a la obra de Dios sobreponer lo que ingenia el demonio? Nuestros criados no toman, ni prestado, de los que nos son enemigos; el buen soldado no desea mercedes del que a su capitán es contrario, que es aleve encargarse del enemigo de aquel a quien sirve; ¿y recibirá ayuda y favor de aquel malo el cristiano, que si ya le llamo bien con tal nombre, si es ya de Cristo, porque más es de aquel cuyas enseñanzas aprende?

»Mas, ¡cuán ajena cosa es de la enseñanza cristiana, de lo que profesáis en la fe, cuán indigno del nombre de Cristo, traer cara postiza, las que se os mandó que en todo guardéis sencillez; mentir con el rostro, las que se os veda mentir con la lengua; apetecer lo que no se os da, las que os debéis abstener de lo ajeno; buscar el parecer bien, las que tenéis la honestidad por oficio! Creedme, benditas; mal guardaréis lo que Dios os manda, pues no conserváis las figuras que os pone. Y aún hay quien con azafrán muda de su color los cabellos. Afréntase de su nación; duélense por no haber nacido alemanas o inglesas, y así procuran desnaturalizarse en el cabello siquiera. Mal agüero se hacen, colorando su cabeza de fuego. Persuádense que les está bien lo que ensucian. Y cierto, las cabezas mismas padecen daño con la fuerza de las lejías. Y cualquier agua, aunque sea pura, acostumbrada en la cabeza, destruye el celebro, y más el ardor del sol con que secan el cabello y le avivan. ¿Qué hermosura puede haber en daño semejante, o qué belleza en una suciedad tan enorme? Poner la cristiana en su cabeza azafrán, es como ponerlo al ídolo en el altar; porque en todo lo que se ofrece a los espíritus malos, sacados los usos necesarios y saludables a que Dios lo ordenó, el usar dello puede ser habido por cultura de ídolos. Mas dice el Señor: «¿Quién de vosotras puede mudar su cabello, o de negro en blanco, o de blanco en negro?». ¿Quién? Estas que desmienten a Dios. «Veis, dicen, en lugar de hacerle de negro blanco, le hacemos rubio, que es mudanza más fácil». Demás de que también procuran de mudarlo de blanco en negro, las que les pesa de haber llegado a ser viejas. ¡Oh desatino, oh locura, que se tiene por vergonzosa la edad deseada, que no se esconde el deseo de hurtar de los años, que se desea la edad pecadora, que se repara y se remienda la ocasión del mal hacer! Dios os libre, a las que sois hijas de la sabiduría, de tan gran necedad. La vejez se descubre más cuando más se procura encubrir. ¿Ésa debe ser sin dubda la eternidad que se nos promete, traer moza la cabeza?, ¿ésa la incorruptibilidad de que nos vestiremos en la casa de Dios? ¿La que da la inocencia? Bien os dais priesa al Señor, bien os apresuráis por salir deste malvado siglo, las que tenéis por feo el estar vecinas a la salida. A lo menos, decidme, ¿de qué os sirve esta pesadumbre de aderezar la cabeza? ¿Por qué no se les permite que reposen a vuestros cabellos, ya trenzados, ya sueltos, ya derramados, ya levantados en alto? Unas gustan de recogerlos en trenzas, otras los dejan andar sin orden y que vuelen ligeros, con sencillez nada buena; otras, demás desto, les añadís y apegáis no sé qué mostrosas demasías de cabellos postizos, formados a veces como chapeo, o como vaina de la cabeza, o como cobertera de vuestra mollera, a veces echados a las espaldas, o sobre la cerviz empinados. ¡Maravilla es cuanto procuráis estrellaros con Dios, contradecir sus sentencias! Sentenciado está que ninguno pueda acrecentar su estatura. Vosotras, si no a la estatura, a lo menos añadís al peso, poniendo también sobre vuestras caras y cuellos no sé qué costras de saliva y de masa. Si no os avergonzáis de una cosa tan desmedida, avergonzaos siquiera de una cosa tan sucia. No pongáis, como iguales, sobre vuestra cabeza sancta y cristiana, los despojos de otra cabeza por ventura sucia, por ventura criminosa y ordenada al infierno. Antes, alanzad de vuestra cabeza libre esa como postura servil. En balde os trabajáis por parecer bien tocadas, en balde oía servía en el cabello de los maestros que mejor los aderezan, que el Señor manda que los cubráis. Y creo que lo mandó porque algunas de vuestras cabezas jamás fuesen vistas. Plega a Él que yo, el más miserable de todos, en aquel público y alegre día del regocijo cristiano, alce la cabeza, siquiera puesto a vuestros pies, que entonces veré si resucitáis con albayalde, con colorado, con azafrán, con estos rodetes de la cabeza, y veré si a la que saliere así pintada, la subirán los ángeles en las nubes al recebimiento de Cristo. Si son estas cosas buenas, si son de Dios, también entonces se vendrán a los cuerpos y resucitarán, y cada una conocerá su lugar. Pero no resucitarán más de la carne y el espíritu puros. Luego las cosas que ni resucitarán con el espíritu ni con la carne, porque no son de Dios, condenadas cosas son. Absteneos, pues, de lo que es condenado. Tales os vea Dios agora, cuales os ha de ver entonces.

»Mas diréis que yo, como varón y como de linaje contrario, vedo lo lícito a las mujeres como si permitiese yo algo de esto a los hombres. Por ventura el temor de Dios y el respeto de la gravedad que se debe, ¿no quita muchas cosas a los varones también? Porque, sin ninguna dubda, así a los varones por causa de las mujeres, como a las mujeres por contemplación de los hombres, les nace de su naturaleza viciosa el deseo de bien parecer. Que también nuestro linaje sabe hacer sus embustes: sabe atusarse la barba, entresacarla, ordenar el cabello, componerle y dar color a las canas; quitar, luego que comienza a nascer, el vello del cuerpo, pintarle en partes con afeites afeminados, y en partes alisarle con polvos de cierta manera: sabe consultar el espejo en cualquiera ocasión, mirarse en él con cuidado.

»Mas la verdad es que el conoscimiento que ya profesamos de Dios, y el despojo del desear aplacer, y la pausa que prometemos de los excesos viciosos, huye destas cosas todas, que en si no son de fructo, y a la honestidad hacen notable daño. Porque, adonde Dios está, allí está la limpieza, y con ella la gravedad, ayudadora y compañera suya. Pues ¿cómo seremos honestos, si no curamos de lo que sirve a la honestidad como proprio instrumento, que es el de ser graves? O ¿cómo conservaremos la gravedad, maestra de lo honesto y de lo casto, si no guardamos lo severo, ansí en la cara como en el aderezo, como en todo lo que en nuestro cuerpo se vee? Por lo cual, también en los vestidos poned tasa con diligencia, y desechad de vosotras y dellos las galas demasiadas, porque, ¿qué sirve traer el rostro honesto y aderezado con la sencillez que pide nuestra profesión y doctrina, y lo de más del cuerpo rodeado de esas burlerías de ropas ajironadas y pomposas y regaladas? Que fácil es de ver cuán junta anda esa pompa con la lascivia, y cuán apartada de las reglas honestas, pues ofrece el apetito de todos la gracia del rostro, ayudada con el buen atavío; tanto, que si esto falta, no agrada aquello, y queda como descompuesto y perdido. Y al revés, cuando la belleza del rostro falta, el lucido traje cuasi suple por ella. Aun a las edades quietas ya y metidas en el puerto de la templanza, las galas de los vestidos lucidos y ricos las sacan de sus casillas, e inquietan con ruines deseos su madurez grave y severa, pesando más el sainete del traje que la frialdad de los años.

»Por tanto, benditas, lo primero, no déis entradas en vosotras a las galas y riquezas de los vestidos, como a rufianes que sin dubda son y alcahuetes; lo otro, cuando alguna usare de semejantes arreos, forzándola a ello, o su linaje, o sus riquezas, o a la dignidad de su estado, use dellos con moderación cuando le fuere posible, como quien profesa castidad y virtud, y no dé riendas a la licencia con color que le es fuerza; porque, ¿cómo podemos cumplir con la humildad que profesamos los que somos cristianos, si no cubijáis como con tierra el uso de vuestras riquezas y galas que sirve a la vanagloria? Porque la vanagloria anda con la hacienda. Mas diréis: ‘¿No tengo de usar de mis cosas?’ ¿Quién os lo veda que uséis? Pero usad conforme al Apóstol, que nos enseña que usemos deste mundo como si no usásemos de él. Porque, como dice. ‘Todo lo que en él se parece, vuela. Los que compraren, dice, compren como si no poseyesen’. Y esto ¿por qué? Porque había dicho primero: ‘El tiempo se acaba’. Y si el Apóstol muestra que aun las mujeres han de ser tenidas como si no se tuviesen, por razón de la brevedad de la vida, ¿qué será de estas sus vanas alhajas? ¿Por ventura muchas no lo hacen así, que se ponen en vida casta por el reino del cielo, privándose de su voluntad del deleite permitido y tan poderoso? ¿No se ponen entredicho algunos de las cosas que Dios cría, y se contienen del vino, y se destierran del comer carne, aunque pudieran gozar dello sin peligro ni solicitud, pero hacen sacrificio a Dios de la afición de sí mismo, en la abstinencia de los manjares? Harto habéis gozado ya de vuestras riquezas y regalos; harto del fructo de vuestros dotes. ¿Habéis por caso olvidado lo que os enseña la voz de salud? Nosotros somos aquellos en quien vienen a concluirse los siglos; nosotros a los que, siendo ordenados de Dios antes del mundo, para sacar provecho y para dar valor a los tiempos, nos enseña Él mismo que castiguemos, o, como si dijésemos, que castremos el siglo; nosotros somos la circunscisión general de la carne y del espíritu, porque cercenamos todo lo seglar de alma y del cuerpo. ¿Dios sin duda nos debió de enseñar cómo se cocerían las lanas, o en el zumo de las yerbas, o en la sangre de las ostras? ¿Olvidósele, cuando lo crió todo, mandar que nasciesen ovejas de color de grana o moradas? ¿Dios debió de inventar los telares do se tejen y labran las telas, para que labrasen y tejiesen telas delicadas o ligeras, y pesadas en sólo el precio? ¿Dios debió de sacar a luz tantas formas de oro para luz y ornamento de las piedras preciosas? ¿Dios enseñaría horadar las orejas con malas heridas, sin tener respecto al tormento de su criatura ni al dolor de la niñez, que entonces se comienza a doler, para que de aquellos agujeros del cuerpo, soldadas ya las heridas, cuelguen no sé qué malos granos? Los cuales los Partos se engieren por todo el cuerpo en lugar de hermosura; y aún hay gentes que al mismo oro, de que hacéis honra y gala vosotras, le hacen servir de prisiones, como en los libros de los gentiles se escribe. De manera que estas cosas, por ser raras, son buenas, y no por sí. La verdad es que los ángeles malos fueron los que las enseñaron; ellos descubrieron la materia, y los mismos demostraron el arte. Juntáse con el ser raro la delicadez del artificio, y de allí nasció el precio, y del precio la mala codicia que dello las mujeres tienen, las cuales se pierden por lo precioso y costoso. Y porque estos mismos ángeles que descubrieron los metales ricos, digo la plata y el oro, y que enseñaron cómo se debían labrar, fueron también maestros de las tinturas con que los rostros se embellecen y se coloran las lanas, por eso fueron condenados de Dios, como en Enoch se refiere.

»Pues ¿en qué manera agradaremos a Dios, si nos preciamos de las cosas de aquellos que despertaron contra sí la ira y el castigo de Dios? Mas háyalo Dios enseñado, háyalo permitido; nunca Esaías haya dicho mal de las púrpuras, de los joyeros; nunca haya embotado las ricas puntas de oro; pero no por eso, haciendo lisonja a nuestro gusto, como los gentiles lo hacen, debemos tener a Dios por maestro y por inventor destas cosas, y no por juez y pesquisidor del uso dellas. ¡Cuánto mejor y con más aviso andaremos si presumiéramos que Dios lo proveyó todo y lo puso en la vida para que hubiese en ella alguna prueba de la templanza de los que le siguen, de manera que, en medio de la licencia del uso, se viese por experiencia el templado! ¿Por ventura los señores que bien gobiernan sus casas, no dejan de industria algunas cosas a sus criados, y se las permiten, para experimentar en qué manera usan dellas, si moderadamente, si bien, pues que loado es allí el que se abstiene de todo, el que se recela de la condescendencia del amo? Así, pues, como dice el Apóstol, ‘todo es lícito, pero no edifica todo’. El que se recelare en lo lícito, ¡cuánto mejor temerá lo vedado! Decidme qué causa tenéis para mostraros tan enjaezadas, pues estáis apartadas de lo que a las otras las necesita; porque, ni vais a los templos de los ídolos, ni salís a los juegos públicos, ni tenéis que ver con los días de fiesta gentiles; que siempre por causa destos ayuntamientos, y por razón de ver y de ser vistas, se sacan a plaza las galas, o para que negocie lo deshonesto, o para que se engría lo altivo, o para hacer el negocio de la deshonestidad, o para fomentar la soberbia.

»Ninguna causa tenéis, para salir de casa, que no sea grave y severa, que no pida estrechez y encogimiento; porque, o es visita de algún fiel enfermo, o es ver la misa, o el oír la palabra de Dios. Cada cosa destas es negocio sancto y grave, y negocio para que no es menester vestido y aderezo, ni extraordinario, ni polido, ni disoluto. Y si la necesidad de la amistad o de las buenas obras os llama a que veáis las infieles, preguntó, ¿por qué no iréis aderezadas de lo que son vuestras armas, por eso mismo, porque vais a las que son ajenas de vuestra fe, para que haya diferencia entre las siervas del demonio y de Dios? ¿Para que les sea como ejemplo y se edifiquen de veros? ¿Para que, como dice el Apóstol, sea Dios ensalzado en vuestro cuerpo? Y es ensalzado con la honestidad y con el hábito que a la honestidad le conviene. Pero dicen algunas: ‘Antes porque no blasfemen de su nombre en nosotras, si veen que quitamos algo de lo antiguo que usábamos. Luego, ni quitemos de nosotras los vicios pasados. Seamos de unas mismas costumbres, pues queremos ser de un mismo traje, y entonces, con verdad, ¿no blasfemarán de Dios los gentiles?...’. ¡Gran blasfemia es, por cierto, que se diga de alguna que anda pobre después que es cristiana! ¿Temerá nadie de parecer pobre, después que es más rica, o de parecer sin aseo, después que es más limpia? Pregunto a los cristianos, ¿cómo les conviene que anden, conforme al gusto de los gentiles, o conforme al de Dios?

»Lo que habemos de procurar es no dar causa a que con razón nos blasfemen. ¡Cuánto será más digno de blasfemar, si las que sois llamadas sacerdotes de honestidad, salís vestidas y pintadas como las deshonestas se visten y afeitan, o qué más hacen aquellas miserables que se sacrifican al público deleite y al vicio, a las cuales, si antiguamente las leyes las apartaron de las matronas y de los trajes que las matronas usaban, ya la maldad de este siglo, que siempre crece, las ha igualado en esto con las honestas mujeres, de manera que no se pueden reconocer sin error! Verdad es que, las que se afeitan como ellas poco se diferencian dellas; verdad es que los afeites de la cara, las Escrituras nos dicen que andan siempre con el cuerpo burdel, como debidos a él y como sus allegados. Que aquella poderosa ciudad, de quien se dice que preside sobre siete montes, y quien mereció que la llamase ramera Dios, ¿con qué traje, veamos, corresponde a su nombre? En carmesí se asienta sin duda, y en púrpura y en oro y en piedras preciosas, que son cosas malditas, y sin que pintada ser no pudo la que es ramera maldita. La Thamar, porque se engalanó y se pintó, por eso a la sospecha de Judas fué tenida por mujer que vendía su cuerpo; y como la encubría el rebozo, y como el aderezo daba a entender ser ramera, hizo que la tuviesen por tal; quísola y recuestóla, y puso su concierto con ella. De donde aprendemos que conviene en todas maneras cortar el camino aun a lo que hace mala sospecha de nosotros. Que ¿por qué la entereza del ánima casta ha de querer ser manchada con la sospecha ajena? ¿Por qué se esperará de vos lo que huís como la muerte? ¿Por qué mi traje no publicará mis costumbres, para que, por lo que el traje dice, no ponga llaga la torpeza en el alma, y para que pueda ser tenida por honesta la que desama al ser deshonesta? Mas dirá por caso alguna: ‘No tengo necesidad de satisfacer a los hombres, ni busco el ser aprobada dellos; Dios es el que vee el corazón’. Todos sabemos eso, mas también nos acordamos de lo que Él mismo por su Apóstol escribe: ‘Vean los hombres que vivís bien’. Y ¿para qué, si no para que la mala sospecha no os toque, y para que seáis buen ejemplo a los malos, y ellos os den testimonio? O ¿qué es, si esto no es? Resplandezcan vuestras buenas obras; o ¿para qué nos llama el Señor luz de la tierra? ¿Para qué nos compara a ciudad puesta en el monte si nos sumimos y lucir no queremos en las tinieblas? Si escondiésemos debajo del celemín la candela de vuestra virtud, forzoso será quedaros a escuras, y de fuerza estropezarán en vosotras diversas gentes.

»Las obras de buen ejemplo, ésas son las que nos hacen lumbreras del mundo; que el bien entero y cabal no apetece lo escuro, antes se goza en ser visto, y en ser demostrado se alegra. A la castidad cristiana no le basta ser casta, sino parecer también que lo es; porque ha de ser tan cumplida, que del ánima mane al vestido, y del secreto de la consciencia salga a la sobrehaz, para que se vean sus alhajas de fuera, y sean cual conviene ser para conservar perpetuamente la fe.

»Porque conviene mucho que desechemos los regalos muelles, porque su blandura y demasía excesiva afeminan la fortaleza de la fe y la enflaquescen. Que cierto no sé yo si la mano acostumbrada a vestirse del guante, sufrirá pasmarse con la dureza de la cadena, ni sé si la pierna hecha al calzado bordado consentirá que el cepo la estreche. Temo mucho que el cuello embarazado con los lazos de las esmeraldas y perlas no dé lugar a la espada. Por lo cual, benditas, ensayémonos en lo más áspero, y no sentiremos. Dejemos lo apacible y alegre, y luego nos dejará su deseo. Estemos aprestadas para cualquier suceso duro, sin tener cosa que tomamos perder; que estas cosas, ligaduras son que detienen nuestra esperanza. Desechemos las galas del suelo, si deseamos las celestiales. No améis el oro, que fué materia del primer pecado del pueblo de Dios. Obligadas estáis a aborrescer lo que fué perdición de aquella gente; lo que, apartándose de Dios, adoró; y aún ya desde entonces el oro es yesca del fuego. Las sienes y frentes de los cristianos, en todo tiempo, y en éste principalmente, no el oro, sino el hierro, las traspasa y enclava. Las estolas del martirio nos están prestas y a punto. Los ángeles las tienen en las manos para vestírnoslas. Salid, salid aderezadas con los afeites y con los trajes vistosos de los Apóstoles. Poneos el blanco de sencillez, el colorado de la honestidad; alcoholad con la vergüenza los ojos, y con el espíritu modesto y callado. En las orejas poned como arracadas las palabras de Dios. Añudad a vuestros cuellos el yugo de Cristo. Sujetad a vuestros maridos vuestras cabezas, y quedaréis así bien hermosas. Ocupad vuestras manos con la lana, encavad en vuestra casa los pies, y agradarán más así que si los cercásedes de oro. Vestid seda de bondad, holanda de santidad, púrpura de castidad y pureza, que, afeitadas desta manera, será vuestro enamorado el Señor».

Esto es Tertuliano.

Mas no son necesarios los arroyos, pues tenemos la voz del Espíritu Sancto, que, por la boca de sus apóstoles Sant Pedro y Sant Pablo, condena este mal clara y abiertamente.

Dice Sant Pedro:

«Las mujeres están sujetas a sus maridos, las cuales, ni traigan por defuera descubiertos los cabellos, ni se cerquen de oro, ni se adornen con aderezo de vestiduras precioso, sino su aderezo sea en el hombre interior, que está en el corazón ascondido, la enterez y el espíritu quieto y modesto, el cual es deprecio en los ojos de Dios; que desta manera, en otro tiempo, se aderezaban aquellas sanctas mujeres».

Y Sant Pablo escribe semejantemente:

«Las mujeres se vistan decentemente, y su aderezo sea modesto y templado, sin cabellos encrespados, y sin oro y perlas, y sin vestiduras preciosas, sino cual conviene a las mujeres que han profesado virtud y buenas obras».

Éste, pues, sea su verdadero aderezo, y, para lo que toca a la cara, hagan como hacía alguna señora deste reino. Tiendan las manos, y reciban en ellas el agua sacada de la tinaja, que con el aguamanil su sirvienta les echare y llévenla al rostro, y tomen parte della en la boca y laven las encías, y tornen los dedos por los ojos, y llévenlos por los oídos, y detrás de los oídos también, y hasta que todo el rostro quede limpio no cesen; y después, dejando el agua, límpiense con paño áspero, y queden así más hermosas que el sol. Añade: