La perfecta casada: Capitulo 16

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La perfecta casada
de Fray Luis de León
Capitulo 16

Su boca abrió en sabiduría, y ley de piedad en su lengua.

Dos cosas hacen y componen este bien de que vamos hablando: razón discreta, y habla dulce. Lo primero llama sabiduría, y piedad lo segundo, o, por mejor decir, blandura. Pues entre todas las virtudes sobredichas, o para decir verdad, sobre todas ellas, la buena mujer se ha de esmerar en ésta, que es ser sabia en su razón, y apacible y dulce en su hablar. Y podemos decir que con esto lucirá y tendrá como vida todo lo demás de virtud que se pone en esta mujer, y que sin ello quedará todo lo otro como muerto y perdido. Porque una mujer necia y parlera, como lo son de continuo las necias, por más bienes otros que tenga, es intolerable negocio. Y, ni más ni menos, la que es brava y de dura y áspera conversación, ni se puede ver, ni sufrir. Y así, podemos decir que todo lo sobredicho hace como el cuerpo desta virtud de la casada que debujamos; más esto de agora es como el alma, y es la perfectión y el remate y la flor de todo este bien. Y cuando toca a lo primero, que es cordura y discreción o sabiduría como aquí se dice, la que de suyo no la tuviere, o no se la hobiere dado el don de Dios, con dificultad la persuadiremos a que le falta y a que la busque. Porque lo más propio de la necedad, es no conocerse y tenerse por sabia. Y ya que la persuadamos, será mayor dificultad ponerla en el buen saber, porque es cosa que se aprende mal cuando no se aprende en la leche. Y el mejor consejo que le podemos dar a tales, es rogarles que callen, y que, ya que son poco sabias, se esfuercen a ser mucho calladas. Que, como dice el sabio: «Si calla el necio, a las veces será tenido por sabio y cuerdo». Y podrá ser y será así, que callando y oyendo, y pensando primero consigo lo que hubieren de hablar, acierten a hablar lo que merezca ser oído. Así que, deste mal ésta es la medicina más cierta, aunque no es bastante medicina, ni fácil.

Mas, como quiera que sea, es justo que se precien de callar todas, así aquellas a quien les conviene encubrir su poco saber, como aquellas que pueden sin vergüenza descubrir lo que saben; porque en todas es, no sólo condición agradable, sino virtud debida, el silencio y el hablar poco.

Y el abrir su boca en sabiduría, que el Sabio aquí dice, es no la abrir sino cuando la necesidad lo pide, que es lo mismo que abrirla templadamente y pocas veces, porque son pocas las que lo pide la necesidad. Porque, así como la naturaleza, como dijimos y diremos, hizo a las mujeres para que encerradas guardasen la casa, así las obligó a que cerrasen la boca; y como las desobligó de los negocios y contrataciones de fuera, así las libertó de lo que se consigue a la contratación, que son las muchas pláticas y palabras. Porque el hablar nace del entender, y las palabras no son sino como imágenes o señales de lo que el ánimo concibe en sí mismo; por donde, así como a la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios de dificultades, sino para un solo oficio simple y doméstico, así les limitó el entender, y por consiguiente, les tasó las palabras y las razones; y así como es esto lo que su natural de la mujer y su oficio le pide, así por la misma causa es una de las cosas que más bien lo está y que mejor le parece.

Y así solía decir Demócrito que el aderezo de la mujer y su hermosura era el hablar escaso y limitado. Porque, como con el rostro la hermosura dél consiste en que se respondan entre sí las facciones, así la hermosura de la vida no es otra cosa sino el obrar cada uno conforme a lo que su naturaleza y oficio le pide.

El estado de la mujer, en comparación del marido, es estando humilde, y es como dote natural de las mujeres la mesura y vergüenza, y ninguna cosa hay que se compadezca menos, o se desdiga más de lo humilde y vergonzoso, que lo hablador y lo parlero.

Cuenta Plutarco, que Fidias, escultor noble, hizo a los elienses una imagen de Venus que afirmaba los pies sobre una tortuga, que es animal mudo y que nunca desampara su concha; dando a entender que las mujeres, por la misma manera, han de guardar siempre la casa y el silencio. Porque verdaderamente el saber callar es su sabiduría propia y aquella de quien habla aquí Salomón, aunque, para aprendida, es muy dificultosa a aquellas que de su cosecha no la tienen como decíamos. Y esto, cuanto a lo primero. Mas lo segundo, que toca a la aspereza y desgracia de la condición, que por la mayor parte, nace más de voluntad viciosa que de naturaleza errada, es enfermedad más curable.

Y deben advertir mucho en ello las buenas mujeres; porque si bien se mira, no sé yo si hay cosa más monstruosa y que más disuene de lo que es, que ser una mujer áspera y brava. La aspereza hízose para el linaje de los leones o de los tigres y aun los varones por su compostura natural, y por el peso de los negocios en que de ordinario se ocupan, tienen licencia para ser algo ásperos. Y el sobrecejo, y el ceño, y la esquivez en ellos está bien a las veces; mas la mujer, si es leona, ¿qué le queda de mujer? Mire su hechura toda, y verá que nació para piedad. Y como a las onzas las uñas agudas y los dientes largos y la boca fiera y los ojos sangrientos las convidan a crudeza, así a ella la figura apacible de toda su disposición la obliga a que no sea el ánimo menos mesurado que el cuerpo parece blando.

Y no piensen que la crió Dios y la dió al hombre sólo para que le guarden la casa, sino también para que le consuelen y alegren. Para que en ella el marido cansado y enojado halle descanso, y los hijos amor, y la familia piedad, y todos generalmente acogimiento agradable. Bien las llama el hebreo a las mujeres «la gracia de casa». Y llámalas así en su lengua con una palabra, que en castellano, ni con decir gracia, ni con otras muchas palabras de buena significación, apenas comprehendemos todo lo que en aquélla se dice; porque dice asco, y dice hermosura, y dice donaire, y dice luz, y deleite, y concierto, y contento, el vocablo con que el hebreo las llama. Por donde entendemos que de la buena mujer es tener estas cualidades todas, y entendemos también que, la que no va por aquí, no debe ser llamada ni la gracia, ni la luz, ni el placer de su casa, sino el trasto della y el estropiezo, o, por darles su nombre verdadero, el trasgo y la estantigua que a todos turba y asombra.

Y sucede así, que como a las casas que son por esta causa asombradas, después de haberlas conjurado, al fin los que las viven las dejan, así la habitación donde reinan en figura de mujer estas fieras, el marido teme entrar en ella, y la familia desea salir della, y todos la aborrecen, y lo más presto que pueden la santiguan y huyen.

¿Qué dice el Sabio? «El azote de la lengua de la mujer brava por todos se extiende; enojo fiero la mujer airada y borracha, en su afrenta perpetua». Conocí yo una mujer que cuando comía reñía, y cuando venía la noche reñía también, y el sol cuando nacía la hallaba riñendo, y esto hacia el disancto y el día no sancto, y la semana y el mes y por todo el año no era otro su oficio sino reñir; siempre se oía el grito y la voz áspera, y la palabra afrentosa y el deshonrar sin freno, y ya sonaba el azote, y ya volaba el chapín, y nunca la oí que no me acordase de aquello que dice el poeta:

Tesifone, ceñida de crueza,
la entrada, sin dormir, de noche y día
ocupa; suena el grito, la braveza,
el lloro, el crudo azote, la porfía.

Y así era su casa una imagen del infierno en esto, con ser en lo demás un paraíso, porque las personas della eran, no para mover a braveza, sino para dar contento y descanso a quien lo mirara bien. Por donde, cargando yo el juicio algunas veces en ello, me resolví en que de todo aquel vocear y reñir, no se podía dar causa alguna que colorada fuese, si no era querer digerir con aquel ejercicio las cenas, en las cuales de ordinario esta señora excedía.

Y es así, que en estas bravas, si se apuran bien todas las causas desta su cólera desenfrenada y continua, todas ellas son razones de disparate; la una, porque le parece que cuando riñe es señora; la otra, porque la desgració el marido, y halo de pagar la hija o la esclava; la otra, porque su espejo no le mintió ni la mostró hoy tan linda como ayer, de cuanto vee levanta alboroto. A la una embravece el vino, a la otra su no cumplido deseo, y a la otra su mala ventura. Pero pasemos más adelante. Dice: