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La perla

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Cuentos del hogar
La perla

de Teodoro Baró


-Con fe y perseverancia, todo se alcanza.

Así decía un padre a sus hijos, hace de esto muchos años, tantos, que forman siglos; pero con ser tantos, lo dicho por aquel hombre, que por más señas era cardador de lana, ha llegado hasta nosotros, porque le escuchó un pajarito; éste se lo contó a sus hijos, y a los descendientes de éstos lo oímos narrar ha poco en el campo. Estaban ocultos varios pájaros entre las ramas de un plátano, en el que se habían refugiado porque el calor era extremado. Un gorrión, que mientras piaba saltaba de una a otra rama, sin estarse un momento quieto y moviendo la cabeza a todos lados, era el que charlaba y decía:

-El cardador de lana miraba al hablar a sus hijos, pero en particular a un niño de unos doce años, rubio, más encarnado que una de esas cerezas que con tanto placer pico a pesar de los espantajos que pone encima del árbol el hortelano; y el niño levantaba la cabeza y parecía dudar de lo que oía.

-¿Por qué dudaba? preguntó un jilguero, agitando el plumaje y alisándoselo luego con el pico.

-La razón es sencilla, contestó el gorrión. El pobre padre mostraba gran perseverancia en el trabajo, y como su laboriosidad apenas bastaba para dar de comer a sus hijos, no es de extrañar que el rubio pusiera en duda que con perseverancia todo se alcanza. Además, parece que en su mente había ese algo que hace que el águila se remonte a las regiones del sol; y como, según cuentan, las alas con que vuela el hombre son la inteligencia y la instrucción, y si él tenía la primera no podía proporcionarse la segunda, porque su padre no contaba con recursos, el niño se desesperaba y ponía en duda que la perseverancia sirviera para cosa buena.

-También sé algo de esa historia, dijo la paloma. El niño no se acostaba ni se levantaba sin rezar y pedir a Dios, por la intercesión de la Virgen Santísima, que le protegiera; y yo vi muchas veces a su Ángel Guardián subir al cielo sirviéndole por la noche de escala un rayo de luna, y de sol al amanecer, llevando entre sus plegadas alas las plegarias del niño.

-Ahora me toca hablar a mí, dijo la golondrina, que dio vueltas alrededor del árbol mientras estuvo hablando. Uno de mis antepasados llegó cierta primavera a las costas de esta tierra procedente de las de África. La travesía había sido penosa, porque no siempre los vientos fueron favorables. Para descansar, las golondrinas de la bandada viéronse muchas veces obligadas a meter la punta de una de las alas en el agua, manteniendo la otra desplegada a modo de vela para que el aire las empujara. Al llegar a la costa, todas estaban rendidas, y mi antecesora cayó sin fuerzas al lado del niño. Lejos de atormentarla, la cogió cariñosamente, colocola en la palma de su mano y así la tuvo expuesta al sol para que a su calor recobrara las fuerzas. Cuando se hubo repuesto, cantó de alegría, tendió las alas y levantó el vuelo; pero tuvo deseos de ver de nuevo a su protector, dirigiose al punto donde le había dejado y le halló dormido. Sus labios se movían como si hablara con alguien, pero no pudo entender lo que hablaba.

-Pues yo lo sé, chilló una gaviota, que desde el mar se había trasladado al árbol atraída por la cháchara de los otros pájaros. Lo que voy a contaros es una tradición de familia. Una de mis abuelas hundió la cabeza en las salobres aguas y con su pico cogió uno de esos pescados sin escama, de tan hermosos colores que parecía que el sol le había dado los más preciosos.

-Si no me matas, dijo el pez, mirando con sus grandes y redondos ojos a mi abuela, te contaré una cosa extraordinaria que he presenciado.

Mi abuela era curiosa, gustábanle los cuentos y admitió el pacto. Volvió a meter el pez dentro del agua, pero sin abrir el pico para que no se le escapara y la burlase, y aquél le narró lo siguiente:

-Vivo entre las rocas y tengo por vecina una ostra, que se quejaba hace días porque se le había metido entre las carnes un grano de arena que la molestaba mucho. Una tarde, a la hora del calor, me estaba metidito en mi escondrijo cuando se inflamaron las aguas, brillando una luz tan intensa que a su lado era oscuridad la del sol. Los peces más feroces quedaron deslumbrados y se volvieron tan mansos que los otros pasaban por entre los dientes de los tiburones sin que les mordieran, y los pequeñitos se refugiaron en las algas, pero asomando sus cabecitas para ver lo que pasaba. La luz era más viva donde yo estaba. Miré, y aunque tuve que apartar muchas veces los ojos porque quedé cegado, acostumbreme a aquel brillo y vi que la luz procedía de un Ángel que se deslizaba al fondo de las aguas llevando en brazos un niño dormido. A los reflejos del resplandor del Ángel, los peces eran carbunclos, las aguas oro, las algas corales y las rocas diamantes. Al llegar el Ángel delante del sitio donde estaba la ostra, se detuvo, se abrió aquélla y el Ángel dijo al niño, que veía a pesar de tener los ojos cerrados y oía a pesar de estar dormido:

-Mira: entre las carnes de la ostra deslizose un grano de arena, que es lo más pobre que tiene la naturaleza, pobre como tú lo eres; y mísera es la ostra comparada con los demás pobladores del mar, como mísero tú eres comparado a los grandes de la tierra. Sufrió la ostra, como tú sufres; pero tuvo perseverancia en el padecer, y el grano de arena se ha convertido en esa hermosa perla, que con tener origen tan humilde, está destinada a ser la admiración de los poderosos y del vulgo. Tú aventajas a la ostra porque estás dotado de inteligencia, lo que te permite tener fe, a más de perseverancia. Recuerda que el hombre es hijo de sus obras. Si tus obras son perlas, serás admirado aunque sea humilde tu origen.

Dicho esto, el Ángel se elevó, desapareciendo del mar; y como se extinguieron los resplandores que despedía, pareció que quedábamos sepultados en tinieblas más espesas que las de la noche, por más que brillase el sol en el horizonte.

Soltó la gaviota el pez, y al tender el vuelo vio un niño que debía ser el que bajó el Ángel al fondo del mar; y como tuviera deseos de saber a qué destinos estaba llamado, todos los días al amanecer pasaba volando cerca de la ventana de su casa, que no distaba mucho de la playa, y le veía contiguo a una mesa, estudiando con tanta perseverancia que demostraba no había olvidado las palabras que oyó al ver la ostra.

Creció el niño y se embarcó en Génova, que era donde vivía, y mi abuela siguió aquella nave y las demás en que se embarcó. Naufragó una vez después de un combate que su barco sostuvo con otro, y cuando estaba a punto de perecer, oyó que decía: -«Con fe y perseverancia, todo se alcanza»; y al mismo tiempo siguió luchando con las olas hasta llegar a la playa. Después fuese a tierras del interior, y como nosotros no podemos vivir lejos del mar, mi abuela le perdió de vista durante muchos años, hasta que al amanecer de cierto día de verano, vio salir tres buques de un puerto que los hombres llaman de Palos, y creyó reconocer al niño aquél en el anciano que mandaba las carabelas, cuya prematura vejez indicaba que muchas veces había debido recordar en los contratiempos y en las luchas de la vida, que con fe y perseverancia todo se alcanza, porque de no recordarlo hubiera desmayado en sus empresas. Mi antepasada quiso seguir los buques, pero tanto avanzaron mar adentro y tan lejos fueron, que se espantó y retrocedió. También se espantaron los marineros, pero la gaviota oyó que aquel hombre les decía: -Tengo fe y perseverancia. Adelante. -Ya os he narrado todo lo que sé, chilló la gaviota.

-Pues yo os contaré lo que falta, añadió una cotorra que se había escapado de la jaula donde la tenían sus dueños. Cuando todos vacilaban, el que mandaba las carabelas mostrábase confiado en Dios y perseverante; y un día, al amanecer, descubrió las tierras donde yo he nacido, que desde la Creación habían estado ocultas en la inmensidad del Océano.

-¿Qué nombre tienen esas tierras? preguntó el murciélago asomando la cabeza por entre las rendijas de un derruido paredón.

-Las Américas, y Cristóbal Colón aquel hombre, quien al saltar de la lancha se arrodilló para dar gracias a Dios y recordó que eran exactas las palabras del Ángel y de su padre: «Con fe y perseverancia, todo se alcanza.»

-Algo más sé yo, añadió el murciélago. Saltó uno de los míos de encima del escudo de armas de Barcelona para enterarse de lo que ocurría en la ciudad, pues tocaban las campanas, la gente corría alborozada y los reyes recibían a Cristóbal Colón obligándole a sentarse y cubrirse en su presencia. Posose el murciélago encima del escudo de la silla en que Colón se sentaba para estar más cerca de él, y parece que le oyó decir lo siguiente: -Humilde era mi origen, como humilde era el grano de arena que se metió en la ostra; pero sufriendo y perseverando, la arena se transformó en perla; como perseverando y sufriendo y puesta la confianza en Dios y en la Virgen, yo, hijo de un pobre cardador de lana, me siento y me cubro ante los reyes a quienes he dado un nuevo mundo.

-Recordaré la lección que de esto se desprende, dijo la cotorra, porque en la casa donde estoy, que es de gente rica y noble, hay un niño muy holgazán e infatuado que desprecia a los humildes; y yo he de repetirle que el pobre con su laboriosidad puede elevarse mucho, y que el hombre es hijo de sus obras.