La pesca bajo el sol

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El Libro del Trópico de Arturo Ambrogi
La pesca bajo el sol
Nota: Versión de 1915, se respeta la ortografía original de la época.

En medio del río, el pescador, desnudo como un Discóbolo, arroja la atarraya. La atarraya se eleva por sobre la cabeza del pescador, se despliega totalmente y cae sobre la linfa espejeante, sutil y resplandeciente al sol del medio día, como una desmesurada tela de araña.

Se ve, claramente, cómo se despliega y cómo cae la atarraya sobre la tersa superficie del agua. Y cómo en seguida se sumerge, cómo se encoge, cómo se borra la trama complicada de sus hilos, hasta desaparecer en el fondo, dejando apenas rastro de su paso en una serie de círculos concéntricos que se dilatan y se extienden hasta disolverse. El agua vuelve entonces a cobrar su tersura de moaré.

El pescador espera. Tranquilo, ligeramente resguardado por las anchas faldas de su charra de hiladillo (amarillenta por el efecto de los constantes aguaceros) podría estarse allí clavado por una eternidad, esperando el resultado, en esa misma actitud, inmutable como una deidad indígena de río.

El cuerpo del pescador es moreno. Es fuerte, musculoso. Toscamente moldeado en el barro de la tierra, atezado luego por el aire libre de las montañas y robustecido por las pujantes faenas. Las espaldas, anchas y nudosas, están requemadas por el sol. Tienen ese color obscuro y aceitoso del cacao. Y por toda aquella piel curtida y sudorosa, parece correr un tremante[1] reflejo escamoso. Fuerte el cuello taurino. Nervudo el brazo, acostumbrado a empuñar el hacha que derriba y desmenuza en rajas los grandes árboles y a manejar el arado que desflora la tierra y deja el surco abierto y listo a la fecundación. Los hombros parecen formados, únicamente, para soportar sin fatiga alguna todo el peso de un tronco de copinol; y la mano, despatarrada y velluda, tiene, empuñando la liga, configuraciones de garra que hace presa. El ojo de gavilán, adusto y fiero balo las cejas cerdosas y apretadas, está fijo con insistencia en el sitio en que la atarraya sumergida comienza a removerse ligeramente. Y el pescador, desnudo, en aquella actitud inmoble, evoca la imagen de una raza desaparecida, de una raza sana y libre, vaciada en pardusco barro en un molde que se rompió para siempre.

La calcinante atmósfera no afecta en lo más mínimo al pescador. Parece que fuera de bronce. Parece no sentir. Ni un solo músculo se altera. Por su piel curtida, no corre el más ligero estremecimiento. El viento pasa por él, de largo. El sol le modela, íngrimo, dominado sobre el luminoso fondo del paisaje.

La tarea del pescador tiene algo de beatífica. Mucho de primitiva sencillez. Arroja la atarraya en soberbio gesto. Espera. Y luego, calmoso, pausado, la retira. Si surge henchida, su labio marchito se pliega en una mueca leve y fugaz, que pudiera muy bien ser la sombra de una sonrisa. Al retirarla vacía, ni la silueta de un gesto deja adivinar su despecho o su fastidio. Desenreda de nuevo los hilos, la escarda de las guijas, de las hojas podridas, de las ramillas que ha recogido. Con tranquilidad, afirma la plomada. Y la atarraya vuelve a ser tremolada. Vuelve a desplegarse, cuan amplia es. Y vuelve a caer, extendida en el agua como una desmesurada tela de araña. El pescador vuelve a quedar inmoble, el ojo fijo, clavado con tenacidad en el sitio por donde ha desaparecido la atarraya. El pescador espera, espera.

Aquel acto es maquinal. Así le llega de sus antepasados. Así se lo vio hacer al abuelo, cuando le llevaba a la pesca para que cargase con la cebadera. Así vió que lo hacía su padre, que a pescozones le enseñó la maniobra. Así lo hace él ahora, y así lo harán mañana sus hijos, sus nietos: todos tirarán la misma atarraya, que pasa de padres a hijos, cuidada con solicitudes filiales; y esperarán tranquilos para luego retirarla. Y así siempre, hasta que una mano viril la recoja de otra mano vieja, que, vacilante, temblorosa, la abandone porque ya no puede más.

A la cintura lleva anudada el pescaor, a la manera de la hoja de parra, las estatuas clásicas repudiadas por el tartufismo, la cebadera de pita de maguey, colmada del espejeo deslumbrador de las escamas, del lucir de los redondos ojos que comienzan a apagar las viscosidades de la afanosa agonía, del agitar ansioso de las aletas y de las colas pegajosas, del palpitar de las plateadas agallas, todavía húmedas, del abrir y cerrar de las fauces trapezoidales. Herida por el sol, la cebadera rústica cobra el aspecto de una escarcela de seda, repleta de pedrería.

El paisaje que forma ambiente a la escena, es todo de luz. Todo irradia. Todo reluce. Todo deslumbra. Un rincón del cielo de medio día se refleja en el agua tranquila, profundizándola, llenándola de ensueño y de quimera. Y bajo el luminoso estímulo, es aquella agua dormida, el agua azul y brillante de las Mil y Una Noches: el agua de oro, bullidora, gaya, compañera del pájaro que habla y del árbol que canta;[2] el agua, azul y resplandeciente, de las fuentes de los poetas árabes. Ni un solo pájaro, por capricho, raya con el sonido de sus variaciones el misterio de aquella calma secular. En las orillas, la escala de matices verdes de los ramajes, se amalgaman unos en otros y forman un solo crudo manchón. Algún glis-glis salta, inquieto, de piedra en piedra. (Es el glis-glis una avecilla menuda, de la configuración misma de la garza. El plumón del pecho es blanco, y las alas de la cola del color del humo de la hulla. Hbita en las inmediaciones de los ríos; y canta, detenida sobre las piedras, con ciera breve y extraña melodía.) El rumor glutinoso de la corriente, chocando contra lsa piedras y socavando los talpetates, se apaga en la tranquilidad de la hora. Parece que ese rumor incesante fuera absorbido, tragado por la sequedad de la atmósfera. La arena de la ribera cobra al sol el intenso lustre del antimonio. En la sombra, esa misma arena parece teñirse del color de las hojas que la abrigan y culla sombra recoge y succe. Y en esa misma sombra, junto a los sauces, los chilamates[3] y los madrecacaos,[4] la red intrincada de las algas se extiende a flor de agua, como vaporosa madrileña de encajes de una malaquita diáfana. Entre los frondosos berros, en medio del hervidero de la espuma de sapo, asoman las filudas piedras cubiertas de limo, que semejan cabezas de ahogados que la corriente no ha logrado arrastrar.



Glosario (no incluido en la obra original).

  1. Adjetivo. Este vocabulario es de uso obsoleto, hace referencia como participio activo de tremar, que quiere decir el que trema, tirita, mueve, vibra, oscila, menea, temblequea o retiembla en algo puede ser por agüitación de una persona o cosa o también en un temblor de la tierra. ─Consultado en https://definiciona.com/tremante/
  2. Las Mil y Una Noches, es una recopilación medieval de cuentos tradicionales del Oriente Medio, que utiliza la forma del relato enmarcado. El cuento al que Ambrogi hace referencia es la "Historia del pájaro que habla, del árbol que canta, y del agua de oro". Más información en https://es.wikipedia.org/wiki/Las_mil_y_una_noches
  3. Ficus insipida, es una especie de árbol del género Ficus, que mantiene varios usos entre diferentes pueblos indígenas de América. En El Salvador se le conoce como Amate.
  4. Gliricidia sepium, son árboles pequeños o medianos, que alcanzan un tamaño de 10 a 12 metros de altura. La corteza es lisa y su color puede variar desde un gris blanquecino a un profundo color marrón-rojizo. Se encuentra en suelos volcánicos en su área de distribución en América Central y México.