La pluma (Barrett)

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​La pluma​ de Rafael Barrett


Miro mi pequeña pluma de acero, pronta al trabajo, y pienso un instante:

-Es descendiente legítima del genio más alto de la humanidad, del Prometeo que surgió en una lejana era geológica y robó el fuego de la Naturaleza. Es nieta de los rudos vulcanos que aprendieron a concentrar la llama en hornos de barro, separar el hierro de la escoria y dejar en la fundición el carbono indispensable. Es hija de los forjadores del Asia que descubrieron los efectos del temple, y fabricaron las hojas damasquinadas proveedoras de tronos. En ellas hay un átomo de la fatiga y de la angustia de los esclavos que faenaban con los grillos en los pies. Y como está hecha a máquina, veo hundirse en el pasado otra rama de su inmenso árbol genealógico. Ha salido de la palanca y de la rueda, de la mecánica y de la geometría; luce en ella un destello de Pitágoras y de Arquímedes, de Leonardo da Vinci, Galileo, Huyghens y Newton. Ha salido del empuje del vapor cautivo en los émbolos, y si por la metalurgia se emparienta con la química, por el vapor se enlaza a la termodinámica, y a la pléyade de los héroes industriales de la pasada centuria. Para crear la pluma, los mineros enterrados vivos penan en las trágicas galerías, al resplandor tembloroso de sus lámparas. Por ella perecen, asfixiados o quemados por el grisú aplastados por los desprendimientos, ahogados por las inundaciones subterráneas, o lentamente destruidos por la enfermedad. Y para llegar hasta mí, la pluma ha viajado a través de los continentes y de los mares, ha utilizado todos los recursos de la ingeniería civil y naval; para traérmela, el maquinista, colgado de su locomotora, ha pasado las noches, bajo el látigo de la lluvia, con la mirada fija en el vacilante fulgor que la linterna arroja sobre los rieles, y el maquinista del steamer, en la atmósfera febril de las calderas, ha espiado durante un mes la aguja de los manómetros, mientras el piloto consultaba la brújula y el marino interrogaba los astros. Los pueblos y los siglos, las ciencias y las artes, las estrellas y los hombres han colaborado para engendrar la oscura plumita de acero...

«Lo pasajero no es más que símbolo», decía Goethe. Y ciertamente la efímera pluma -tan efímera que por la labor de un día se anquilosa, se oxida y sucumbe- es símbolo de algo maravilloso ejemplo de la asociación, representa el dominio de nuestra especie sobre la inquieta y amenazadora realidad. No podrían encerrarse en este humilde pétalo de metal tantos esfuerzos, tantos dolores, tantas ideas, tanto espacio y tiempo humanos si no fuese una verdad sublime que hemos domado el planeta, que transportamos la materia con la rapidez del viento y el espíritu con la del rayo; que hacemos uno por uno prisioneros a los salvajes seres sin forma que nos rodean, y nuestros ojos empiezan a medir la distancia que nos separa de otros mundos. No lo dudamos: cuando hayamos conseguido condensar toda nuestra alma, todas nuestras almas en un punto -acaso más exiguo que la pluma de acero- nos habremos apoderado de lo infinito efectivamente. ¿Y qué es nuestra historia, sino la historia de la asociación? Los individuos, las tribus, las naciones, las razas y las clases se exterminan entre sí. Todavía hoy se llenan de cadáveres los campos de batalla, y se gime en el hospital y en la cárcel, y se tortura y se ahorca y se fusila; y la dinamita lanza su gran grito desesperado... Y ved la pluma de acero, donde se abrazan y se funden esas fieras convencidas de que se odian... No, no nos odiamos aunque nos arranquemos las entrañas, porque el trabajo nos mezcla con una energía superior a las que aparentan dirigirnos, energía gemela de la que hace morderse y herirse a los sexos fecundos. Y mañana seguiremos ensangrentando la tierra, y asociándonos más estrechamente, y por lo mismo ensanchando nuestro poder sobre el universo. Llamad odio o amor a lo que nos precipita los unos contra los otros; ¿qué importa, si nos penetramos y nos confundimos, y la muerte nos renueva? El odio esencial es la indiferencia. No se odian los que creen odiarse ni los que creen amarse, sino los que se ignoran.

¡Oh pluma modestísima, que cuestas una fracción de centésimo y eres hermana de millones de plumas tan modestas como tú, y como tú condenadas a una breve y baja existencia! ¡Yo te respeto y te amo, y me pareces mucho más bella que la orgullosa pluma de águila que recogieron para Víctor Hugo en una cima de los Alpes! Yo quiero morir sin haberte obligado a manchar el papel con una mentira, y sin que te haya hecho en mi mano retroceder el miedo.



Publicado en "La Razón", Montevideo, 5 de abril de 1910.