La princesa y el granuja/III

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III

Sabed cómo la conoció Pacorro y quién era aquella celestial hermosura.

Extendía el chico la esfera de sus operaciones mercantiles por la mitad de una de las calles que afluyen a la Puerta del Sol, calle muy concurrida y con hermosas tiendas, que de día ostentan en sus escaparates mil prodigios de la industria, y por las noches se iluminan con la resplandeciente claridad del gas. Entre estas tiendas, la más bonita es una que pertenece a un alemán, siempre llena de bagatelas preciosísimas destinadas a grandes y pequeños. Es el bazar de la infancia infantil y de la adulta. Por Carnaval se llena de caretas burlescas; en Semana Santa de figuras piadosas; hacia Navidad de Nacimientos y árboles cargados de juguetes, y por Año Nuevo de magníficos objetos para regalos.

La pasión frenética de Pacorrito empezó cuando el alemán puso en su vitrina una encantadora colección de damas vestidas con los ricos trajes que imagina la fantasía parisiense. Casi todas tenían más de media vara de estatura. Sus rostros eran de fina y purificada cera, y ningún carmín de frescas rosas se igualaba al rubor de sus castas mejillas. Sus azules ojos de vidrio brillaban inmóviles con más fulgor que la pupila humana. Sus cabellos, de suavísima lana rizada, podían compararse, con más razón que los de muchas damas, a los rayos del sol; y las fresas de Abril, las cerezas de Mayo y el coral de los hondos mares, parecerían cosa fea en comparación de sus labios rojos.

Eran tan juiciosas que jamás se movían de sitio en que las colocaban. Sólo crujía el gozne de madera de sus rodillas, hombros y codos, cuando el alemán las sentaba al piano, o las hacía tomar los lentes para mirar a la calle. De resto, no daban nada que hacer, y jamás se les oyó decir esta boca es mía.

Entre ellas había una ¡ay qué hembra! la más hermosa, la más alta, la más simpática, la más esbelta, la mejor vestida, la más señora. Debía de ser mujer de elevada categoría, a juzgar por su ademán grave y pomposo, y cierto airecillo de protección que a maravilla le sentaba.

-¡Gran mujer!- dijo Pacorrito la primera vez que la vio; y más de una hora estuvo plantado ante el escaparate, contemplando tan seductora belleza.