La quemazón

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La quemazón[editar]

En el mismo momento en que la cocinera ponía en la mesa la sopera, el capataz se paró en la puerta y dijo:

-«Patrón, hay fuego en el campo.

-¿Dónde? Preguntó el mayordomo, frunciendo la ceja.

-«En el reservado», contestó sencillamente el capataz, con el tono más natural del mundo, sabiendo que no necesitaba grandes gestos, ni frases dramáticas, para producir efecto.

-«¡En el reservado!» exclamó el mayordomo, y retirando el asiento, sin dar siquiera una mirada de sentimiento a la sopera humeante, que, como matrona hospitalaria, parecía convidar a los presentes a reponerse de las fatigas de la mañana, se levantó, gritando:

-«¡Aten el carro, muchachos!, mojen cueros; llenen un barril de agua y echénlo al carro, ¡Pronto, ligero! ¡y se van todos al fuego!»

Saltó a caballo, y, acompañado de un peón que llevaba algunos cueros pelados ya mojados, voló en dirección al humo. El «reservado» era un retazo de campo muy pastoso, reservado efectivamente para recibir e invernar una hacienda que se esperaba, el día siguiente. Un desastre, si se quemaba ese campo.

Distaba de las casas como legua y media; al cruzar una loma, se dio cuenta el mayordomo de la extensión del mal. Un sol que rajaba; las doce del día, un viento algo suave, pero suficiente para avivar la llamarada y ayudarla a correr ligero, por el pasto hecho yesca y por el calor de la atmósfera.

Pronto vio que con la poca gente de que podía disponer, iba a ser tarea difícil atajar el elemento destructor. Quiso tratar de detenerlo, prendiendo fuego, él mismo, en contra de la ráfaga de llamas que se venía; se bajó, y dando el cabestro a su ayudante, prendió un fósforo; apenas tuvo tiempo de volver a subir a caballo. Como pólvora, venía corriendo la línea de fuego, devorando en las lomas el pasto puna y la paja voladora, llevándoselo todo por delante.

Las yeguas, curiosas, venían acercándose a la llama, estirando el pescuezo, parando las orejas, olfateando el humo y, de repente, echando a correr como locas, haciendo temblar el suelo con el estrépito de su carrera sin rumbo.

El fuego, ligero en las lomas arenosas, donde encontraba poco alimento, se detenía en los bajos, de pasto tupido y de pajas altas, comiéndose despacio, como saboreando, los pajonales, avivándose repentinamente, al devorar una mata de cortadera, envolviendo con sus roscas coloradas los magníficos penachos plateados, tumbándolos y no dejando el sitio, sino cuando no quedaba más que un tronquito calcinado, resto informe de la soberbia planta.

Venía llegando gente, y, a cuerazos, iban apagando poco a poco, achicando, en lo posible, la línea de incendio, tratando de impedir que se deslizase más adelante, cortándole el paso en las senditas de la hacienda, trabajando con rabia, para evitar que ganase el alambrado y que quemase los postes, parecidos, desde lejos, a condenados de la Inquisición, retorciéndose en las ligaduras.

La mancha negra se iba extendiendo, rodeada de humo, tapando como de un manto enlutado, dobladillado de rojo, las lomas y los bajos, reemplazando con cenizas la vegetación exuberante que, horas antes, los cubría con su esplendor. Y el olor acre del pasto quemado apestaba la atmósfera, llevando a leguas de distancia su penetrante sahumerio de tristeza y de desolación.

Las aves carnívoras, los caranchos, chimangos y gaviotas, revoloteaban en bandadas, llenando el aire con sus gritos de melancólica alegría, espiando la presa sabrosa, achicharrada por el fuego, tan variada como variada es la fauna pampeana: bichitos e insectos de todas clases y tamaños, envueltos en el mismo cataclismo.

Atajado por un lado, el fuego se volvía a levantar por otro, consumiendo, en una hora, pasto suficiente para mantener, una semana entera, mil animales vacunos, y fue necesario apelar al medio heroico de bolear una yegua, degollarla y cortarla largo a largo, del hocico a la cola, en dos horribles trozos, que yuntas de jinetes, enlazando cada uno un miembro del animal descuartizado, arrastran al galope, haciéndolos saltar, deshechos y sanguinolentos, en la línea del fuego, dominándolo ya bastante para que, con algunos esfuerzos más de los de a pie, se vaya, al fin, venciendo del todo.

Y si no se consigue acabar con la quemazón, dura, algunas veces, días y días, sobre todo en campos poco poblados; devasta muchas leguas, alumbrando de noche el horizonte lejano con líneas de luces que sugieren, un momento, la visión de ciudades iluminadas, edificadas, en un día, en las llanuras desiertas.

El olor a quemado destruye pronto la ilusión, y sólo queda una rasgadura negra en el traje gris de la Pampa, hasta que pase por allí un aguacero remendón y le pegue un retazo de paño nuevo, demasiado verde, que, por el contraste, chilla.