La quinta de FlorenciaLa quinta de FlorenciaFélix Lope de Vega y CarpioActo I
Acto I
Salen el Duque de Florencia, ALEJANDRO;
CARLOS, caballero;
OTAVIO, caballero;
CÉSAR, secretario, de noche
ALEJANDRO:
¡Hermosa ciudad Florencia!
CARLOS:
Después que eres su señor,
tiene Florencia valor,
y hace a Roma competencia.
ALEJANDRO:
Como de día no puedo
verla por mi autoridad,
o porque a la gravedad
de mis cosas tengo miedo,
de noche con mejor modo
veo cosas que ha de ver
un príncipe, que ha de ser
un Argos que vele en todo,
que éstas, por ser tan pequeñas,
no llegan a mis oídos.
OTAVIO:
Con hechos esclarecidos
al común gobierno enseñas:
República venturosa
la que tal entendimiento
ha puesto en orden.
ALEJANDRO:
Mi intento
no aspira a historia famosa,
sino sólo engrandecer
la patria.
CARLOS:
Gente atraviesa
a alguna amorosa empresa:
un hombre y una mujer.
Entra CELIO y una mujer con manto
CELIO:
No está lejos mi posada,
y con buena colación,
con un corte de jubón,
volveréis menos airada.
Echad por aquesta esquina.
MUJER:
Tengo una madre tan vieja,
que me riñe y aconseja
bien diferente doctrina.
Pero ¿qué se puede hacer?
Ya, señor, topé con vos.
OTAVIO:
Celio es el hombre, ¡por Dios!
ALEJANDRO:
¿No conocéis la mujer?
OTAVIO:
Veamos por su arrogancia
en qué princesa tropieza.
Basta saber la flaqueza,
no sepáis la circunstancia.
CELIO:
No querría que saliese
el Duque: echad por aquí.
MUJER:
Pues ¿sale de noche?
CELIO:
Sí.
Pesaríame que os viese.
Vanse los dos
OTAVIO:
Ya lleva Celio esta noche
con quien podella pasar.
CARLOS:
Mañana me ha de contar
que es dama de estrado y coche.
¿Cuántas hay que las encuentran
en medio de aquesa calle,
y que con bueno o mal talle,
a tiento en sus manos entran?
Y dejándole la cama
como hospital, tales son,
que luego en conversación
dice: "¡Ah, qué buena dama
aquesta noche gocé!
¡Qué manos, qué olor, qué pechos!"
dejándonos satisfechos
de que Elena o Porcia fue,
y todo el día se están
rascando, y lo he visto yo,
las reliquias que dejó
en la camisa al galán.
ALEJANDRO:
Según eso, a la mañana
querrá Celio razonar.
CARLOS:
Dos hombres veo pasar
mirando aquella ventana.
Salen HORACIO y CURCIO,
vestidos de noche
HORACIO:
Si no os importa, señor,
mucho, estar en este puesto,
dejadle os ruego, y sea presto,
que es interés de mi honor.
CURCIO:
Lo mismo quise ¡por Dios!
pediros.
HORACIO:
Pues fui el primero,
haced luego, caballero,
lo que yo hiciera por vos,
o habráse de remitir
a las armas.
CURCIO:
No es posible;
yo estoy bien.
HORACIO:
Pues ni imposible
será dejar de reñir.
Meten mano
ALEJANDRO:
Allí riñen; mete paz.
OTAVIO:
¡Paso, ténganse!
HORACIO:
Si acaso
no llegaran....
CURCIO:
¡Paso, paso,
que estáis ya muy pertinaz!
ALEJANDRO:
Si aquesto el Duque supiera,
bien sabéis que se enojara.
HORACIO:
Pues si el Duque nos mirara,
¿cuál hombre un hora viviera?
ALEJANDRO:
Pues, haced cuenta que os mira,
y andad con Dios.
HORACIO:
¡Qué prudencia!
CURCIO:
¿Si es el Duque?
HORACIO:
En la presencia
le parece.
CURCIO:
Al mundo admira.
Vanse HORACIO y CURCIO
CARLOS:
Música viene, señor;
la música es don del cielo,
de los trabajos consuelo,
y estafeta del honor.
Es para el entendimiento
aire regalado y manso,
es de las penas descanso,
y de la tristeza aumento.
La misma gloria en que está,
el mismo gusto que encierra,
no tiene cosa en la tierra
que más parezca de allá.
Salen dos MÚSICOS cantando
MÚSICOS:
"El valeroso Alejandro
de Médicis, que al de Grecia
quitó la gloria en la paz
y la ventura en la guerra,
con el estandarte santo
del que la nave gobierna
del gran Vicario de Cristo,
y las armas de la iglesia,
fue en Florencia el primer Duque,
y a no ser sola Florencia
mayor conquista en el mundo,
segundo Alejandro fuera;
que la espada y la ciencia
le dio Apolo en la paz,
Marte en la guerra.
ALEJANDRO:
¡Notablemente han cantado!
La letra me ha satisfecho,
no porque nunca en mi pecho
lisonjas hayan entrado,
mas porque está bien escrita.
CARLOS:
No ha pintado mal tu historia
el poeta.
ALEJANDRO:
Con mayor gloria
su voz me anima e incita.
OTAVIO:
Lo mismo Alejandro hacía,
que en cualquier combate fiero,
o leía un rato a Homero,
o alguna música oía.
ALEJANDRO:
Dadle esos cien escudos
en esa bolsa.
OTAVIO:
¿Qué digo,
señores?
MÚSICO 1:
¿Quién es?
OTAVIO:
Amigo,
como a las veces los mudos
alcanzan de los señores
más que los que voces dan,
en este bolsico van
cien escudos.
MÚSICO 2:
Que tú ignores
que somos hombres, me espanto,
que tenemos de creer,
que eso pueda merecer
la humildad de nuestro canto.
OTAVIO:
Aquel Duque os los da.
MÚSICO 1:
¿El Duque?
OTAVIO:
Sí.
MÚSICO 1:
Dios le guarde.
OTAVIO:
Acudid allá a la tarde.
MÚSICO 1:
¡Qué Alejandro!
MÚSICO 2:
Así lo es ya.
Vanse los MÚSICOS
ALEJANDRO:
¿Sabéis en qué he parado?
En que aquesto ha sucedido,
y habemos visto y oído,
César palabra no ha hablado.
Ni se rió viendo al loco
de Celio con la mujer,
ni al reñir quiso poner
mano a la espada tampoco.
Y agora que oyó cantar,
no alzó la vista ofendida.
César, habla, por tu vida,
César, no dejes de hablar.
¿Qué tienes, César amigo?
¿Hay, por ventura, quien tenga
tus partes, y agora venga
a privar tanto conmigo?
¿De qué nace la tristeza?
Tu amigo soy.
CÉSAR:
Gran señor,
yo pienso que este rigor
es propia naturaleza.
Tres suertes hay de este mal:
ocio, tristeza y la mía,
que es una melancolía
y una enfermedad mortal.
Es el ocio suspensión
en que está el mismo sentido
sin moverse detenido,
ni tener humana acción.
Es la tristeza tener
por qué estar triste, que un hombre
sabe de su mal el nombre,
y viénese a entristecer.
La fiera melancolía
es estar triste sin causa;
digo, sin la que se causa
de sangre, como la mía.
Doy palabra a vuestra alteza,
que no sé más ocasión.
ALEJANDRO:
Causa tus estudios son,
César, de tu gran tristeza.
No escribas más: dale Atilio
mis papeles; tu virtud
estima, y a tu salud
quiero que se ponga auxilio.
Yo pensé que te alegrara
la casa que fabricaste
junto a Florencia.
CÉSAR:
Y pensaste
bien, ¡oh, nunca yo la labrara!
ALEJANDRO:
¿Qué dices?
CÉSAR:
Que si no fuera
por ella, me hubiera muerto;
tanto me alegra el desierto,
tanto la corte me altera.
ALEJANDRO:
Pues, si estás mejor allá,
vete por algunos días.
CÉSAR:
No pensé que me darías
licencia.
ALEJANDRO:
Ésa tienes ya.
CÉSAR:
Beso los pies a tu Alteza.
[Habla OTAVIO aparte a CARLOS]
OTAVIO:
(¿Si está enamorado?
CARLOS:
No,
pues que licencia pidió
para aumentar su tristeza.)
ALEJANDRO:
¿Qué tratáis?
CARLOS:
Pensaba Otavio
que César amor tenía,
porque no hay melancolía
de más rigor que su agravio.
ALEJANDRO:
No, porque si lo estuviera,
no gustara de salir
de Florencia, ni vivir
donde a su dama no viera.
Quédate, Otavio, con él;
yo fingiré que me voy,
y sabe lo que es.
OTAVIO:
Yo soy
su amigo, y el más fiel,
y pienso que me dirá
la ocasión, si alguna tiene.
ALEJANDRO:
Carlos.
CARLOS:
Señor.
ALEJANDRO:
No conviene
que nos detengamos ya,
que aguardará quien sabéis.
CARLOS:
Vamos, señor.
CÉSAR:
Y nosotros,
¿no iremos?
ALEJANDRO:
Quedaos vosotros,
o entreteneros podéis,
que este negocio es secreto.
Vanse ALEJANDRO y CARLOS
OTAVIO:
¿Por qué piensas que se ha ido
el Duque?
CÉSAR:
¿Está desabrido
conmigo?
OTAVIO:
No, que es discreto.
CÉSAR:
Pues ¿por qué?
OTAVIO:
Porque supiese
por qué causa triste estás.
CÉSAR:
¡No me faltaba a mí más
de que el Duque lo entendiese!
OTAVIO:
Luego, ¿no sabré lo que es?
CÉSAR:
Debajo de juramento
de callar mi pensamiento,
o que palabra me des
de caballero y amigo.
OTAVIO:
Yo la doy, y cuanto puedo
juro; habla, pierde el miedo
y declárate conmigo.
CÉSAR:
Otavio, yo estoy enfermo.
OTAVIO:
¿De qué mal?
CÉSAR:
No sé qué mal;
basta saber que él es tal,
que ya ni como ni duermo.
OTAVIO:
¿Es accidente, o dolor?
CÉSAR:
Todo lo debe de ser.
OTAVIO:
Mal dormir, y peor comer,
suele proceder de amor.
Estarás enamorado,
que esto nace de su impulso.
. . . . . . . . . .
CÉSAR:
Al corazón me has tocado.
OTAVIO:
Pues ¿de quién, cómo o adónde,
que de Florencia te vas?
¿Trátante mal?
CÉSAR:
Tú sabrás,
que un gran mal mi bien esconde.
OTAVIO:
¡Válgame Dios! que me has hecho
pensar cosas que me ofenden.
CÉSAR:
No creas tú que se entienden
los secretos de mi pecho.
OTAVIO:
Duda pongo en tu lealtad:
algo quieres imposible.
CÉSAR:
Antes en ser tan posible
está la dificultad.
OTAVIO:
¡Volverme has loco!
CÉSAR:
No quiero,
sino que sepas mi daño.
OTAVIO:
Habla.
CÉSAR:
Oye el desengaño.
OTAVIO:
Escucho.
CÉSAR:
Espera.
OTAVIO:
Ya espero.
CÉSAR:
Labré una hermosa quinta
una legua de Florencia,
Otavio, a orilla de un río
que sus campos hermosea.
Puse en ella dos jardines
que a Babilonia pudieran
dar envidia en artificio,
árboles y flores bellas.
Puse cuatro hermosas fuentes
con mil copas de Amaltea,
de pórfido y de alabastro,
y de varios jaspes hechas,
por cuyos dorados caños
vertía un arca secreta,
mil pedazos de cristal
y muchas perlas deshechas.
Puse famosas pinturas
de aquel artífice en ellas,
que en el pincel y en el nombre
es un ángel en la tierra.
Allí mil ninfas desnudas
daban con sus carnes bellas
imaginaciones locas
entre soledades necias.
Miraba a Venus y Adonis
una tarde en una siesta,
él con un bozo dorado,
y ella con doradas trenzas.
Allí en el suelo el venablo,
con las borlas de oro y seda,
y los perros, de calor,
sacando al aire las lenguas.
CÉSAR:
Cupidillo, que jugaba
con un carcaje de flechas,
--yo pienso que aunque pintado,
es discreción que se tema--
diome deseo de amar
una mujer como aquélla
si la hallase hoy en el mundo,
quiero decir, en Florencia.
Vine a la ciudad, Otavio,
miré en calles y en iglesias
algunas castas matronas,
algunas nobles doncellas,
mas ninguna parecía
que era semejante a aquélla.
¿Quién vio un hombre enamorado
de imaginación tan necia?
Viendo, pues, que no podía
hallarla, ni estar sin ella,
volvíme triste a mi quinta
a contemplar su belleza.
Mil veces con celos quise,
aunque el lienzo se perdiera,
cortar el Adonis todo:
¡mirad si amor tiene fuerza!
Otras veces, en su rostro
retratar el mío quisiera,
porque pintura a pintura
gozara lo que pudiera.
Al fin, más triste que nunca,
me salí al campo una siesta,
por la margen de un arroyo
y el toldo de una alameda.
Los ánades que en él veía
iba apartando con piedras,
que enamorado del aire,
el aire me daba ofensa.
Llegué a una fuente nativa,
que entre dos pintadas peñas
formaba aquel manso arroyo,
bullendo el agua en la arena.
Y vi, ¿reiráste si digo
lo que vi?
OTAVIO:
Como no sea
que te hayas enamorado
de algún ave, o si no, bestia,
di, César, lo que quisieres,
que allá de Jerjes se cuenta
que se enamoró de un árbol.
CÉSAR:
Árbol fue, mas en dureza.
Estaba una labradora
de rodillas en la tierra,
dando con un paño golpes
en una nevada piedra.
Los blancos brazos desnudos,
porque una camisa nueva,
con unos puños labrados
de hilo de oro y seda negra,
de los hombros le pendía,
donde llegaban las hebras
del cabello, que cubría
la frente rizada y crespa.
OTAVIO:
Acaba ya de decir,
César, sin tantas quimeras,
que era una fregona pobre
o una humilde lavandera.
Que más quisiera mil veces
que dijeras que una cierva,
un galápago, una araña
te enamoró con sus piernas,
que no una mujer tan vil.
CÉSAR:
¡Oh, cuánto los hombres yerran!
¡Qué cosas maravillosas
a los ignorantes cuentan!
¿No pudo hacer Dios, Otavio,
en una mujer como ésta,
un milagro de hermosura?
OTAVIO:
No digo yo que no pueda,
pero vense pocas veces
la hermosura y la bajeza.
CÉSAR:
Esas son constelaciones
e influjos de las estrellas.
Esta tuvo en su favor
los benévolos planetas:
nació hermosa y es hermosa,
ya cuantos nacieron sepan.
OTAVIO:
Di adelante.
CÉSAR:
Al fin alzó
los ojos a ver quién era
el que en el agua hacía sombra;
vi el rostro.
OTAVIO:
Sin duda es bella,
pues tú la encareces tanto.
CÉSAR:
Para que no la encarezca,
quiero llevarte a mi quinta,
y que tú mismo la veas.
OTAVIO:
Pues ¿está en ella?
CÉSAR:
No, Otavio,
pero está de allí muy cerca,
que es hija de un molinero.
OTAVIO:
¿Que lava y es molinera?
CÉSAR:
Vino este día a lavar,
o a matar, mejor dijera.
Habléla, y a su hermosura
parecieron sus respuestas,
al fin es bello retrato
de aquella Venus.
OTAVIO:
No creas
que es pequeña admiración
pensar en lo que me cuentas,
que una labradora pobre
parece a Venus.
CÉSAR:
O es ella
la que allí fue retratada,
Otavio, o yo no soy César.
En fin, desde aquel arroyo,
desde aquella fuente fresca,
desde aquella siesta....
OTAVIO:
¿Es tuya?
¿Y la gozas?
CÉSAR:
Yo te diera
la quinta, la quinta es poco;
diérate ¡por Dios! mi renta,
diérate mi vida misma.
OTAVIO:
¿Quién hay que impedirlo pueda?
¿No es labradora? ¿No es pobre?
¿No es mujer?
CÉSAR:
No.
OTAVIO:
Pues ¿quién?
CÉSAR:
Princesa.
Que es, cuanto a ser labradora,
ángel; cuanto a pobre, reina.
OTAVIO:
¿Y cuanto al ser de mujer?
CÉSAR:
Cuanto a ser mujer, Lucrecia.
OTAVIO:
¿Lucrecia?
CÉSAR:
¡Por Dios, Otavio,
que no han bastado con ella
servicios, regalos, obras,
penas, palabras, promesas!
Porque con ser labradora,
desprecia el oro y la tela,
y con ser casta en el alma,
lascivos gustos desprecia.
Yo la he servido a su modo:
ya con grana de Valencia,
ya con sartas de corales,
ya con doradas patenas.
Pero ni con cosas propias
de su nativa aspereza,
ni por los vanos tocados
de Génova y de Venecia
es posible que se ablande,
ni a mis lágrimas se mueva,
que algunas llorar me ha visto,
sin recato, y con vergüenza.
¿Qué haré? ¡Que muero de amor
por la más hermosa fiera
que para castigo de almas
ha dado el cielo a la tierra!
¿Oyes, Otavio?
OTAVIO:
No te aflijas,
pero pues tienes licencia
del Duque, vamos el día
que tú quisieres a verla.
CÉSAR:
¡Luego, Otavio, Otavio mío,
OTAVIO:
Pues, espera
aquí; al Duque mi señor
solo le daré respuesta.
CÉSAR:
Mira, que ha de ser fingida.
OTAVIO:
Será como tú deseas.
CÉSAR:
¡Ah, Laura, cómo tu nombre
confirma con tu dureza! Vanse, y sale LAURA, labradora, BELARDO, ROSELO y DORISTO, enharinado
LAURA:
¿Qué locura os ha tomado?
BELARDO:
Primero fue mi afición.
ROSELO:
Primero fue mi cuidado.
DORISTO:
Primero fue mi intención,
de estar con Laura casado.
LAURA:
Si por entretenimiento
vuestro loco pensamiento
no hubiera tomado, hiciera
un castigo que excediera
tan notable atrevimiento.
Desviad, no me enojéis.
BELARDO:
¡Pardiez, Laura, buen aliño
con ese desdén tenéis!
LAURA:
No son, rasgadme el corpiño.
BELARDO:
No con el alma rasguéis.
LAURA:
¿Conmigo rústico vil,
tú por tú?
ROSELO:
No te enojes,
Laura gallarda y gentil,
ni el día de Dios despojes,
que le dio tu luz sutil.
Todos te amamos, ninguno
quiere que su amor innoves,
ni ser al tuyo importuno;
todos somos tus Jacobes,
tú, Raquel de sólo uno.
Siete años y más tenemos
de servicios que a tu padre
por tu ocasión hecho habemos;
mira si es razón que cuadre
servir tú de estos extremos.
Otros siete serviría,
y aun otros mil, Laura mía,
como a tu gusto agradase,
si fuese tal, que igualase
la paga con la porfía.
BELARDO:
¿Tú eres para más que yo?
¿Tú más que yo amar pudieras?
ROSELO:
¿Que no te excediera yo?
BELARDO:
No.
DORISTO:
Cuando a Belardo excedieras,
que tanto amó y esperó,
no llegaras a mi fe,
porque como el firmamento,
quiere amor que firme esté;
y así es bien que a mi tormento
solo este premio se dé.
Y no compitas conmigo,
pues el derecho que sigo
se funda en tanta justicia,
que verá amor que es malicia,
y es dar a todos castigo.
Y sobre ello he de poner
la vida.
ROSELO:
Pues en la mía
poco tengo que perder,
que es de Laura desde el día
que la merecí querer.
BELARDO:
Si nos hemos de matar,
agora es tiempo que entienda
Laura mi amor.
LAURA:
¡Qué pesar
con razón vengo a tomar
de vuestra inútil contienda!
Si dais en esta locura,
haré a mi padre que os eche
de casa.
DORISTO:
Si eres tan dura,
que no hay cosa que aproveche
para volverte a blandura,
¿qué remedio ha de tener
nuestro amoroso cuidado?
LAURA:
Que me pueda merecer
quien tuviere más honrado
y más firme proceder.
BELARDO:
¿En qué se verá?
LAURA:
En servirme.
ROSELO:
Di tú en qué.
LAURA:
De buena gana.
BELARDO:
No puedes, Laura, pedirme
cosa tan incierta y vana,
que no me parezca firme.
LAURA:
Quien de estos papeles tres
lo que dicen me trajere,
ése gozará después
lo que de Laura quisiere.
. . . . . . . . . .
Ese, en fin, es el que quiero.
DORISTO:
Repártelos sin agravio.
LAURA:
Toma, Belardo, el primero.
BELARDO:
¿Quién te los dio?
LAURA:
Cierto sabio
que anda en aquel monte fiero.
BELARDO:
¿Para qué son?
LAURA:
Para hacer
más hermosa a una mujer.
BELARDO:
Y esto, ¿dónde se ha de hallar?
LAURA:
En el saberlo buscar
darás tu amor a entender.
Toma tú aquéste, Doristo,
y tú el tercero, Roselo.
BELARDO:
Si por el bien que conquisto,
papel, lo que no es el cielo
fuese en vuestras letras visto,
no dudes de que no hay China
tan remota a do no fuese,
ni roca tan diamantina,
que mejor no la moliese
que si fuese Proserpina.
Voy a ver lo que decís.
Vase
DORISTO:
Papel, sentid, si sentís,
que aunque pidáis a mi amor
el imposible mayor,
cosas fáciles pedís.
Iré donde al indio adusto
abrase el sol, sin disgusto,
o a la Libia rigurosa,
porque no hay dificultosa
al que sirve por su gusto. Vase
ROSELO:
Papel, si más imposibles
tuviérades que tenéis
letras, todos tan terribles
cuanto imaginar podéis,
fuerais a mi amor posibles.
Traeré seda, ámbar, algalia,
todo el tesoro de Italia,
con ser quien soy, no me entibia;
iré al Cáucaso, a la Libia,
traeré yerbas de Tesalia.
Vase
LAURA:
¡Gracias al inmenso cielo
que os apartó de mis ojos,
porque con bueno o mal celo,
dame vuestro amor enojos,
y es vuestro fuego mi hielo!
Nunca amé, nunca rendí
lo que Dios libre crió:
estoy en mí, vivo en mí;
tan presto se forma un "no,"
como las letras de un "sí."
Líbreme Dios de tu fuego,
rapacillo, niño ciego,
dios injusto, rey sin ley;
pues apenas eres rey,
cuando eres esclavo luego.
Claras y hermosas corrientes
de estas cristalinas fuentes,
que del monte despeñadas
mostráis las horas pasadas,
y no pasáis las presentes:
a vuestro ejemplo, no gasto
en vanidades los días,
antes las fuerzas contrasto
de algunas vanas porfías
de amor con mi pecho casto.
No trocaré, verdes plantas
donde Dafne se entretiene,
vuestras esmeraldas tantas,
por cuantas México tiene,
si el César me diese tantas.
No se canse en pretender,
ni con sus regalos quiera
mi dureza enternecer,
que soy en el alma fiera,
si en la vista soy mujer.
Sale TEODORO, casero de la quinta, y DANTEA, labradora
TEODORO:
Ruégaselo tú, Dantea.
DANTEA:
Está resuelta de modo
que creo que inútil sea
si le diese el mundo todo.
TEODORO:
No dudes que lo desea,
mas quizá lo hará por ti.
DANTEA:
¿Qué haces tan sola aquí,
honra de aquesta ribera?
LAURA:
Mejor por ti lo dijera,
haciendo espejo de mí.
¿Quién viene contigo?
DANTEA:
Viene
el casero de la quinta
de César.
LAURA:
¡Buen talle tiene!
Huye dél, que en una cinta
amor se enlaza y detiene.
Es como viento el amor,
que cualquier hoja menea;
resístesele el honor,
pero derriba y afea
donde está seco el humor.
No andes allá, por tu vida.
DANTEA:
Escucha, si eres servida,
que es muy diferente el fin,
. . . . . . . . . .
si no es que estás divertida.
LAURA:
¿Cómo?
DANTEA:
Quiere que por mí
recibas cierto presente
de César.
LAURA:
¿Estás en ti?
DANTEA:
Allí te aguarda, en la fuente;
pues no te vayas así.
Llega, Teodoro.
TEODORO:
Señora,
por Dios, que os duela un mancebo
tan noble, pues os adora.
LAURA:
Teodoro, yo, ¿qué le debo,
que deba pagarlo agora?
TEODORO:
Debéisle un ansia de amor
con que la vida consume.
LAURA:
Que no la tenga es mejor,
pues ya conoce y presume
la fuerza de mi rigor.
TEODORO:
¿Hase de morir así?
LAURA:
¿Dile la ocasión?
TEODORO:
Pues ¿quién?
LAURA:
Si es noble, y pobre nací,
¿para qué me quiere bien?
¿Qué es lo que pretende en mí?
TEODORO:
Más que decís entendéis,
mas suplícoos que toméis
esto que os ofrece agora,
que es propio de labradora,
porque no lo despreciéis.
Hay unas granas reales,
a quien haré mil agravios
en esas rosas iguales,
y una sarta de corales,
que afrentéis con vuestros labios.
Hay unos hilos de perlas,
a quien ya la invidia toca,
si al cuello queréis ponerlas,
de que tengáis en la boca
con qué poder deshacerlas.
Hay un "agnus" luminado
del pincel de un gran pintor,
un rosario, aunque engarzado,
con oro de más valor,
por ser de ágatas labrado.
Hay argentados botines,
medias de Nápoles ricas,
porque a su color te inclines.
LAURA:
¡Qué honestos medios aplicas
para deshonestos fines!
Di a César, pues suyas son,
que es vana su pretensión,
y queda con Dios, Teodoro.
TEODORO:
Oye.
LAURA:
Voyme.
TEODORO:
Entiende.
LAURA:
Ignoro. Vase LAURA
DANTEA:
¡Fuése!
TEODORO:
¡Extraña condición!
DANTEA:
Desdichado César fue,
que aquesta piedra quisiese.
TEODORO:
No dudes, morir se ve.
DANTEA:
¡Que aun esto no recibiese,
ni buena respuesta dé!
¡Ojalá, Teodoro, fuera
yo la que César quisiera!
TEODORO:
El amor no es elección.
Síguela en esta ocasión,
aunque es seguir a una fiera.
DANTEA:
Tras ella voy.
Vase DANTEA
TEODORO:
Algún día
amor ha de castigar,
loca, tu ingrata porfía. Salen ROSELO y DORISTO, con los papeles
ROSELO:
Aquí suele el dueño estar
de esta quinta o casería,
y como de corte son,
sus criados leer sabrán.
DORISTO:
Belardo en esta ocasión,
como ha sido sacristán,
nos diera mejor razón.
No me hubieran enseñado
a leer. ¡Qué pena tomo!
ROSELO:
Éste es aquel hombre honrado
que es de César mayordomo.
DORISTO:
A buen tiempo hemos llegado.
Éste, Teodoro se llama:
mucho su señor le ama,
fíale hacienda y dineros.
TEODORO:
Éstos son dos molineros
del padre de aquella dama.
DORISTO:
¡Oh, señor vecino!
TEODORO:
¡Oh, amigos!
¿Cómo va?
DORISTO:
Gracias a Dios,
muy bien: buenos van los trigos.
TEODORO:
¿Qué buscan acá los dos?
DORISTO:
Hablar con los enemigos.
ROSELO:
¿Sabe su merced leer?
TEODORO:
¡Pues no!
ROSELO:
Lea, por su vida,
estas cédulas.
TEODORO:
A ver.
ROSELO:
Diga.
TEODORO:
"Receta escogida,
con que puede una mujer
pararse en estremo hermosa."
ROSELO:
¿Eso nos manda buscar?
Diga.
TEODORO:
La primera cosa
que dice es la flor de azar
de los dados.
ROSELO:
¡Qué famosa!
¡Linda flor de azar de dados!
TEODORO:
"Item más: de un ángel, plumas."
Los cuentos son extremados.
ROSELO:
De ésas habrá como espumas,
que hay mil ángeles pintados.
TEODORO:
"De la luna el arrebol,
del gigante Fierabrás
el palo del guardasol,
y cuatro coces no más
de los caballos del sol.
Una cáscara del huevo
del cisne que a Leda amó,
y de la oliva un renuevo
que la paloma sacó
del diluvio al mundo nuevo.
La barba de una cometa,
de un mosquito los riñones,
. . . . . . . . . .
y las imaginaciones
del más celoso poeta."
DORISTO:
¡Pluguiera a Dios que así fuera
la mía!
TEODORO:
¿Andáis a buscar
esto?
DORISTO:
Sí.
TEODORO:
¡Linda quimera!
DORISTO:
Lea, que aun hay más que andar
sin ésta, que fue primera.
TEODORO:
"Récipe para hacer
que se muera una mujer
por un hombre."
DORISTO:
¡Esta sí es buena!
TEODORO:
Primeramente se ordena
que interés no deba ley.
DORISTO:
Tanto que mejor, ¡par Dios!
TEODORO:
"Item: dos onzas de tos
de Lucrecia resfriada,
cuando, por fuerza gozada,
salió en camisa a las dos.
Más una libra de viento
de la nave en que robó
Paris a Elena."
DORISTO:
Eso siento;
¿podréla hallar?
TEODORO:
¿Por qué no?
DORISTO:
¿Una libra?
TEODORO:
Sí, y aun ciento.
"Más siete libras del hilo
del ovillo de Teseo,
de la airada parca el hilo,
el sueño del dios Morfeo,
y el llanto del cocodrilo.
Cuatro arrobas del sonido
de la campana mayor
que se haya visto ni oído,
y un pañal del niño Amor,
lavado en agua de olvido."
DORISTO:
¿Cuatro arrobas?
TEODORO:
Esto aplica.
DORISTO:
Y esto, ¿dónde se ha de hallar?
TEODORO:
En Florencia, en la botica.
DORISTO:
Vámoslo luego a buscar.
ROSELO:
¿Llevaremos mi borrica?
DORISTO:
Pues ¿en qué se ha de traer?
TEODORO:
¿Quién os lo ha pedido?
DORISTO:
Laura. Vanse los dos
TEODORO:
¿Quién sino ella pudo ser?
Ved con qué burlas restaura
el cansancio del querer.
A César escribir quiero;
como este bronce, este acero
no se ha podido ablandar,
malas nuevas le he de dar,
tales albricias espero. Vase, y salen el Duque ALEJANDRO, y OTAVIO
OTAVIO:
Hablé a César.
ALEJANDRO:
¿Qué dice?
OTAVIO:
Varias cosas
que muestran ruin suceso.
ALEJANDRO:
No tendría
gusto en mi vida si perdiese a César
quiérole bien, que nos criamos juntos,
y en paz y en guerra le he tenido al lado,
fiándole las cosas de mi estado.
OTAVIO:
Con gran razón le estimas.
ALEJANDRO:
Finalmente,
Otavio, tiene estrella, tiene imperio
César sobre mi gusto, y el mandarte
que supieses tan apretadamente
la causa de este mal que le atormenta,
no solamente de este amor nacía,
que aún hay otro mayor.
OTAVIO:
Así los cielos
aumenten, gran señor, corona y gloria
de la casa de Médicis, tu estado;
que me digas a mí lo que sospechas
del mal del César.
ALEJANDRO:
Yo te tengo, Otavio,
en mucho por dos cosas: la primera,
porque conozco tu nobleza y sangre
y las partes notables de tu ingenio;
y la segunda, porque no es posible
que un hombre a quien estima y quiere César,
entre otros muchos, por mayor amigo,
deje de ser de semejantes méritos.
OTAVIO:
Si me abona el querer tú a César tanto,
y el quererme a mí César, está cierto
que lo que tú me quieres, él me quiere,
no porque con tu amor se iguale alguno,
que adora César en tus pensamientos,
tus imaginaciones reverencia,
y no tiene otro bien después del cielo;
mas pues, en fin, con igualdad me trata,
que el amor en iguales es más llano,
y sólo aqueste amor falta a los príncipes.
ALEJANDRO:
Hablas muy bien, Otavio, mas volviendo
a lo que, como digo, he sospechado,
confiado de ti, como confío,
por alma de hombre que yo estimo tanto,
sabrás, que aunque negocios tan difíciles
de familia, República y de súbditos,
a un hombre como yo le ocupan tanto,
por un resquicio de ella o por lo estrecho
de una nema sutil que cierra un pliego,
se entró en mi alma una mujer tan bella,
que bastara decir que entró en mi alma.
Amor es como el sol, que si se aparta
de las entrañas de la tierra un vidrio,
. . . . . . . . . . . . ..
Dejando, pues, disculpas, sólo César
sabe este amor, y siempre que a su casa
la voy a visitar, César conmigo
hace el mismo viaje.
OTAVIO:
Justamente
te fías de su espada y su secreto.
ALEJANDRO:
Él iba alegre los primeros días,
y en medio de este gusto le ha caído
dentro del alma tan mortal tristeza,
que cuando va conmigo no me habla,
y si ve la mujer, baja los ojos,
y ni conmigo ni con ella trata
muchas cosas, Otavio, que solía.
OTAVIO:
¿Y qué presumes de esto?
ALEJANDRO:
Yo presumo
que, pues Dios te dotó de tal ingenio,
ya debes de saber lo que presumo.
OTAVIO:
Dirás que adora aquesa dama.
ALEJANDRO:
Digo,
que de verla y tratarla cada día
tan domésticamente, como es hombre,
no se pudo excusar de no querella.
OTAVIO:
(Gran camino se ofrece de engañalle, (-Aparte-)
para que encubra sus amores César,
porque el Duque no sepa que tal hombre
puso los ojos en tan vil sujeto.)
Al fin, ¿eso sospechas?
ALEJANDRO:
No he culpado
a César yo de aquese pensamiento,
porque si la verdad y hermosura
es amable por sí, y es tan señora,
cargado de negocios, me ha rendido
ocioso, libre y sin ningún cuidado.
Si César la servía de secreto,
si César intentara ofensa mía,
enojárame yo, Otavio, con César;
pero si veo yo que es tan honrado,
tan noble y tan leal, que por no vella
me ha pedido licencia de ausentarse
por un mes de mi casa y de mi corte,
y allá se quiere estar en sus jardines,
mucha razón será que yo agradezca
a César este término tan noble.
Di la verdad: ¿es esto lo que sabes
del camino de César?
OTAVIO:
Señor ínclito,
aunque con grandes juramentos vengo
obligado a callar, ningunos tienen
fuerza con el señor, igual de entrambas,
debajo de que a César no le digas
cosa ninguna de las que te digo:
sabe que César por tu dama muere,
y que se ausenta por no darte enojos,
siquiera con el mismo pensamiento.
(¡Oh, qué bien que le engaño y aseguro!) Aparte
ALEJANDRO:
Otavio, huélgome de saber lo que quería.
¿Es ido César?
OTAVIO:
No, pero ya tiene
las botas puestas y el caballo a punto.
ALEJANDRO:
¡Hola! Sale un PAJE
PAJE:
Señor.
ALEJANDRO:
Llámame luego a César.
OTAVIO:
Yo iré, si mandas. Vase el PAJE
ALEJANDRO:
Ese paje basta;
quédate tú.
OTAVIO:
(Sospecho que fue yerro Aparte
decirle al Duque, sin hablar a César,
lo que agora podrá, pues no lo sabe,
hacerme mentiroso con el Duque
y desleal con César, quien no piensa
en los negocios graves, y los mira
tarde, y pasada la ocasión, suspira.)
ALEJANDRO:
Un término leal, un noble trato
y un casto pecho y un dolor profundo,
una paciencia, en quien las glorias fundo,
una templanza, un singular recato,
hoy me ha de hacer magnífico retrato
del Alejandro de quien soy segundo,
pues más sus cosas que a ganar el mundo,
pueden hacer un príncipe beato.
Si a Apeles Alejandro dio su amiga,
no hizo mucho, pues la había gozado;
yo doy mujer que a mi respeto obliga,
por mostrar con mi pecho más honrado,
que basta que padezca y no lo diga,
para que de los dos quede premiado. Sale CÉSAR con botas de camino y espuelas, y el PAJE que le fue a llamar
CÉSAR:
Será aumentar mi tristeza
si me detiene.
ALEJANDRO:
Recibo
gusto en ver tu gentileza.
CÉSAR:
Poniendo el pie en el estribo,
me dicen que vuestra Alteza,
señor, a llamar me envía.
ALEJANDRO:
Salte allá fuera, Florelo.
. . . . . . . . . .
No entre aquí nadie.
OTAVIO:
(Recelo Aparte
que ha sido ignorancia mía.)
ALEJANDRO:
César, si estás satisfecho
de tu privanza y mi amor,
yo de tu nobleza y pecho,
tu lealtad y mi favor,
hay un muy notable hecho.
Tú has callado y padecido,
yo he sentido y he callado
por no te hablar; he entendido
que tú estás enamorado,
y lo que pasa he sabido.
Que quieres a Antonia, entiendo,
a quien quiero, como sabes,
mas no por eso me ofendo,
que con tus tristezas graves
todas sospechas defiendo.
Pues que tu melancolía
de amarla yo procedía,
y te quieres esconder
porque no quieres poner
los ojos en cosa mía,
y pues con tanta lealtad
has sufrido tanto amor,
mirando la autoridad
de tu príncipe y señor,
y las leyes de amistad,
lo que mereces me toca,
y de manera me obliga
ver que enmudezca tu boca,
cuando el alma te persiga
con una pasión tan loca.
ALEJANDRO:
A mi Antonia darte quiero,
y a fe de noble cristiano,
Médicis y caballero,
que no he tocado su mano,
aunque por sus ojos muero.
Casarte con ella puedes,
seguro de esta verdad;
que a los dos haré mercedes,
para que mi voluntad,
con ser su marido heredes.
Ella es tal, que ha resistido
todo cuanto pretendí
sin título de marido,
que en esto pienso de ti,
tu igual merece haber sido.
Esta liberalidad
es muy digna de mi fama,
mi nombre y mi autoridad,
y esta bellísima dama,
digna de tu voluntad.
Con esto, lo que yo soy,
a mi amor se paga hoy.
. . . . . . . . . .
. . . . . . . . . .
. . . . . . . . . .
CÉSAR:
Señor, el cielo es testigo
que si tu imaginación
algún lisonjero amigo
te ha dicho en esta ocasión
que tus pensamientos sigo,
y que mi melancolía
de amar a Antonia procede,
que ha sido injusta osadía;
que ninguno saber puede
lo que de mí no se fía.
¿Yo, a Antonia? ¿Yo, atrevimiento
de poner el pensamiento
donde tú los ojos pones?
ALEJANDRO:
Ya todas esas razones
son, César, sin fundamento.
Yo sé que por no ofenderme
a tu soledad te vas;
no quieras, César, hacerme
que te diga en esto más,
ni tú menos entenderme.
Déjame, César, primero
cumplir con mi obligación;
tu respuesta vitupero,
pues me quitas la ocasión
de mostrar lo que te quiero.
Si Alejandro soy en dar,
como tú en amar Leandro,
no me quieras estorbar,
que las galas de Alejandro
pueda César heredar.
CÉSAR:
Señor, que te han engañado.
ALEJANDRO:
Tú me engañas y me enojas.
Ven para hablarla a mi lado,
que de valor me despojas,
de mi virtud conquistado.
Pues a ti del más leal
quieres que el mundo te nombre
César, con fama inmortal;
no me quites a mí el nombre
del señor más liberal. [Se va ALEJANDRO]
CÉSAR:
¿Qué es esto, Otavio?
OTAVIO:
No sé;
esto el Duque imaginó,
y yo se lo confirmé,
mas por no decirle yo
que amabas a Laura fue.
Mi intención era ocasión
de darle satisfación.
CÉSAR:
Tú me has muerto, Otavio, digo,
porque un ignorante amigo
mata con buena intención.