La reacción contra la anarquía
Los "graves sucesos de Italia", que tanto alarman a estas horas a las desquiciadas huestes radicales, socialistas y comunistas, amén de esa Prensa democrática aliada de los revolucionarios, es un síntoma evidente de reacción, no ya italiana, sino europea. En vano pretende ocultarlo a sus lectores una gran parte de la Prensa "izquierdista", amedrentada ante la nueva aparición del espectro negro. Pero la realidad se impone y no valen contra ella ni las habilidades ni el disimulo: en Italia ha triunfado la reacción. Y esta reacción no es la de un solo partido derechista, como ya saben los lectores, sino una reacción nacional, en la que tienen sus representación todas las clases sociales. Italia, agotada por la guerra y desangrada por el mal estado de su hacienda, la rivalidad de sus políticos, su desgastada máquina parlamentaria, las huelgas perpetuas y las explosiones revolucionarias del comunismo rojo, ha roto sus cadenas. Antes de asaltar el Poder ha sabido dar la batalla, en las calles, a todos los que eran un obstáculo a este renacimiento nacional. Ha luchado contra los Gobiernos débiles, contra los socialistas recalcitrantes y contra los obreros comunistas que aspiraban a convertir a Italia en una sucursal de los Soviets rusos. Ha asaltado las redacciones de aquellos periódicos que en lugar de defender el sagrado interés nacional defendían intereses mezquinos, y ha quemado, en muchísimas ciudades, esas Casas del Pueblo, que no sólo explotaban a la clase obrera, sino que aspiraban a implantar la "dictadura del proletariado".
Ahora es el audaz Mussolini el que implanta su dictadura, impuesta por las fuerzas más vitales de la nación latina. Este antiguo socialista revolucionario va a hacer, desde las alturas del Poder, esa "revolución desde arriba" con que soñaba el Sr. Maura antes de que el maurismo fuese la etiqueta de un partido político como otro cualquiera. Italia y el mundo están pendientes de sus actos y de sus palabras. Qué destino será el de este agitador, que ha osado pasar el Rubicón y llegar hasta Roma...? ¿Napoleón o Cronwell...? ¿Acaso un nuevo Sylla, que salve de la anarquía a Roma debido a su mano férrea de dictador? Mas, sin perdernos en conjeturas ni pretender rasgar el misterioso velo del porvernir, ha dicho ya bastante Mussolini para que sepamos que no se trata de un hombre vulgar. Su aspiración no se limita, como la de cualquier revolucionario al uso, a derribar la Monarquía para ocupar él la Presidencia de una caótica República. Mussolini y con él sus legiones de fascistas han jurado su adhesión al Rey de Italia. Es decir, que creen compatible el renacimiento de una gran Italia con la continuidad de la Casa de Saboya. Fíjense bien en esto aquellos que aún dudan de que la Monarquía constitucional sea compatible con el progreso en los pueblos modernos. Mussolini no le pide al Rey que limite sus poderes, ni cree que la Corona pueda ser un estorbo para la renovación social. Sabe de sobre que estas son engañosas patrañas inventadas por los políticos radicales para adular a la masa, al pueblo. En cambio, ¡con qué desdén, él, parlamentario, habla del Parlamento y señalada su absoluta esterilidad! Confieso que esta parte del discurso de Mussolini en Nápoles es la que más me ha regocijado. ¡He aquí al hombre!, pensé al leerle. ¡He aquí al verdadero reaccionario que, sin temor al mote, se atreve a señalar la agonía del régimen parlamentario y la califica de "juguete" digno de conservarse únicamente como academia de retórica! He aquí al reaccionario enérgico, que no teme afrontar las iras democráticas y declara que los más numerosos no siempre tienen razón: que la masa, es decir, el pueblo, no es apto para gobernar; que deben castigarse implacablemente las huelgas de los funcionarios del Estado; que los Sindicatos obreros tienen derecho a luchar en pro del bienestar y progreso de su clase; pero en modo alguno en paralizar la producción causando graves trastornos al país; que el comunismo rojo equivaldría al suicidio para Italia. ¿Cómo sorprenderse, después de esto, de la popularidad inmensa de Mussolini, al cual no siguen sólo nacionalistas y militares, sino burgueses, industriales, capitalistas y miles y miles de obreros? La reacción que predica Mussolini, hoy día, es la del sentido común que no suele hallarse casi nunca en las utópicas teorías de los falsos profetas de la democracia. La guerra europea ha sido en eso una gran enseñanza, sobre todo la post-guerra, y Mussolini, antiguo socialista militante y discípulo del funesto apóstol Carlos Marx, ha sabido recoger el fruto de sus lecciones.
El vió cómo pasaban los Parlamentos durante la guerra, bien surgiendo, para salvación de los países en lucha, la dictadura militar, bien la dictadura civil encarnada en un Clemenceau y en un Lloyd George. Midió el alcance trágido de la "dictadura del proletariado" en esa sangrienta farsa jurídico-internacional llamada bolchequivismo, que, después de gangrenar a toda Rusia, contagió su epidema a Baviera y a Hungría. Luchó en el frente con valor, y sintió renacer su amor patrio mas sin creer por eso que el resurgimiento nacional podía venir de una dictadura militar. Luego, tras de la victoria, tan duramente alcanzada, vió la desastrosa influencia de la política parlamentaria y democrática en la absurda confección del Tratado de Versalles, que convertía a Europa en un verdadero caos. Los políticos demócratas no habían sabido hacer la paz. La vieja máquina parlamentaria parecía incapaz, lo mismo en Italia que en los países victoriosos, de inyectar una nueva savia que diese vida al desfallecido organismo nacional. Por fuera, más allá de las fronteras, desorientación. Por dentro, descontento, malestar, lucha de clases y esa anarquía, más o menos mansa, que anuncia las catástrofes y los derrumbamientos. Así fué como surgió en la mente de Mussolini la idea de ese fascismo libertador que ha dado la batalla a un mismo tiempo a los políticos, al Parlamento, a los socialistas, a los comunistas y demás pescadores de rio revuelto. ¡Envidiable popularidad la de este contrarrevolucionario, que entra con luz tan radiante en la historia de su Patria! ¿Tendrá imitadores en otros países? ¿Podrá el fascismo traspasar las fronteras y agitar a otras naciones más apáticas? Yo siempre he soñado con una especie de fascismo para España, con ese dictador que gobernara sin Cortes, como quería aquel republicano desengañado que se llamó D. Joaquín Costa. Un dictador, en fin, que no vistiese uniforme ni blusa, pero que tuviese el ánimo y las fuerzas para barrerlo todo, de arriba abajo...