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La receta (Samaniego)

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La receta
de Félix María Samaniego

De histérico una monja padecía

y ningún mes contaba

las calendas purpúreas que aguardaba.

Al convento asistía

un médico arriscado

que por su ciencia conoció el estado

de la joven paciente

y cuál era el remedio conveniente;

y con oculta treta,

en papel reservado

entrególe a la sor como receta

cuyo expedito y breve contenido

de esta manera estaba concebido:

«Contra ese flato histérico receto

un fregado completo

en aquellos canales

que los censos expelen mensuales.

Yo para esta faena,

una tienta de carne tengo buena,

con que ofrezco curarla

y la matriz al par deshollinarla.»

Esto leyó la monja, y afanosa

de cobrar su salud, pensó una cosa

con que deshollinada

quedase con la tienta deseada;

para ello, de repente,

con más fuerza el histérico accidente

fingió, de tal manera

que mandó la abadesa se trajera

el médico al momento,

y, sin desconfianza, en el convento

le pidió que quedase

en tanto que la monja peligrase.

Llegó la media noche y las campanas

a maitines tocaron;

las piadosas hermanas

de sus celdas al coro se marcharon,

quedando con la enferma una novicia

de bastante malicia

y el médico, ajustándose su cuenta

de cómo engañaría a la asistenta.

Esta, que recelaba el torpe empeño,

fingió ceder al sueño

y vio que el esculapio prontamente

montaba a la paciente

y que ella culeaba

mientras él la estrujaba

tanto, que la pobreta

tragaba suspirando la receta.

La novicia, por no llevar el gorro,

gritó: -¡Hermanas, socorro!

¡Acudan, que este médico maldito

a nuestra hermana pincha el conejito!

Por pronto que a esta voz saltó del lecho

el agresor sin consumar el hecho,

las monjas, que volaron

a la celda, llegando a tiempo, vieron

lo que nunca tuvieron

y siempre desearon;

hallaron a la enferma destapada;

vieron, ¡ ay!, enristrada

la tienta valerosa

del médico en el aire y que, furiosa

porque su ocupación se lo impedía,

con todas juntas embestir quería.

A tal vista, una clama: -¡ Es un impío!

Otra dice: -¡ Qué escándalo, Dios mío!

Otra, con mayor celo, repetía

que sobre sí el delito tomaría

para evitar que luego

llegue sobre el convento a llover fuego.

En tanto que gritaban, la abadesa

llegó dándose priesa,

en brazos de dos monjas apoyada,

con el peso encorvada

de ochenta y cinco años,

que le habían causado, entre otros daños,

almorranas, ceguera,

algo de perlesía y de sordera,

y una pronunciación intercadente

por hallarse su boca sin un diente.

Esta, pues, enterada de la culpa,

vio que la delincuente se disculpa

mostrando la receta,

y adivinó que el médico operaba

con la tienta que en ella insinuaba.

La abadesa, discreta,

de la verdad queriendo cerciorarse,

en la nariz montó los anteojos,

que eran auxiliadores de sus ojos;

mandó luego acercarse

al galeno que estaba bien armado

por no haber la receta consumado,

y, alzándole de prisa

el cumplido faldón de la camisa,

exclamó con presteza:

-¡ Bendígaselo Dios! ¡ Soberbia pieza!

La de mi confesor, que pincha y raja,

con dos palmos del vello a la cabeza

es un meñique al lado de esta alhaja.