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La redada

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Mi boda se desbarató por una circunstancia insignificante, sin valor alguno sino para quien, como yo, se pasa de celoso y raya en maniático. ¿Fueron celos lo que tuve? ¡Apenas me atrevo a decir que sí! Y es porque me da vergüenza pensar que probablemente «serían celos»... en el fondo, allá en el fondo inescrutable y sombrío del alma... Para que se descifre mejor el enigma, explicaré mi manera de ser, antes de referir el mínimo incidente que dio en tierra con mi felicidad y me condenó, tal vez, a perpetua soltería.

Apasionadamente enamorado de mi novia, criatura fina e ideal como una flor blanca, y que reunía cuanto puede halagar la vanidad de un novio -alcurnia, elegancia, caudal-, aspiraba yo a ser para ella lo que ella era para mí: un sueño realizado. Si en su presencia alababa alguien los méritos de otro hombre, se me revolvía la bilis y se me ponía la boca pastosa y amarga. No habiéndome creído envidioso hasta entonces, la pasión me despertaba la envidia, que sin duda existía latente en mí, a manera de aletargada culebra. Hacíame yo este razonamiento absurdo: «Puesto que ese otro vale más que tú, tienes mayores derechos al sumo bien del cariño de María Azucena Guzmán, vizcondesa de Fraga. Para merecer tal ventura debes ser -o parecer- el más guapo, el más inteligente, el más fuerte, el primero en todo.» Y desatinado por mis recelos, aplicaba un escalpelo afiladísimo a las perfecciones de mi imaginario rival; le rebuscaba los defectos, le ridiculizaba, le trataba como a enemigo... ¡Hasta llegué a la vileza de la calumnia! Pasada la crisis, celosa, caía en abatimiento inexplicable, despreciándome a mí mismo.

Con el tacto propio de la mujer que quiere de veras, María Azucena, así que comprendió mi mal, evitaba toda ocasión de agravarlo. Se dejaba aislar, rehuyendo cualquier obsequio y trato que pudiese ser motivo de disgusto para mí. Apenas notaba que un hombre me hacía sombra, ni aun le dirigía la palabra. De este modo salvábamos los escollos de mi carácter. Mi futura solía repetir: «Así que nos casemos, mudarás de condición: lo espero y lo deseo, en interés de tu dicha y tu tranquilidad.»

Poco tiempo antes del día solemne, señalado para primeros de septiembre, un tío de mi novia, el rico propietario don Mateo Guzmán, nos convidó a una fiesta en su quinta. Se trataba de una «redada» o pesca de truchas en el río. La finca del señor Guzmán, que dista unas tres leguas del pueblo donde pasábamos el verano, goza merecida fama de ser la mejor de toda la provincia, por la amenidad de sus jardines, la frondosidad de sus arboledas centenarias y las muchas fuentes rumorosas que sombreaban grupos de odoríferas, magnolias y graves cedros del Líbano. Fundada desde el siglo XVIII, ostenta una vegetación antigua y noble, de aire artistocrático; pero el realce de la belleza natural se lo presta el ancho río Amega, que baña los lindes de la finca y besa los pies a sus tupidas espesuras. Se baja al río por sotos de castaños y pintorescas sendas abiertas entre robledas y pinares; y ya a orillas de la corriente se descansa, en praditos salpicados de flores y orlados de cañaveral y espadaña.

Con infinita tristeza evoco ahora este cuadro, que entonces me pareció tan encantador. Madrugamos y salimos de la ciudad en el mismo coche, bajo la égida de una hermana de María, casada ya. El camino se me hizo cortísimo. ¡Cruzar en carretera descubierta una comarca risueña y llena de poesía, a aquella hora matinal diáfana y suave, y teniendo enfrente a María Azucena, que me sonreía con ternura! Su velo de gasa dejaba entrever sus facciones al través de una nube, y la sombra del ancho pajazón oscurecía el misterio de los ojos y hacía resaltar la flor de los labios, encendida como un deseo... Por instantes, furtivamente, yo apretaba su manita calzada con guante de Suecia, y ella respondía a la presión lo mismo que si dijese: «Conforme...»

Fuimos agasajados al llegar, y antes de que el calor apretase, descendimos al río, a cuyas márgenes, a la sombra, debíamos saborear el campestre almuerzo. En un prado donde crecían mimbres y olmos, nos situamos para presenciar la redada. La trucha, que abunda en el río Amega, suele refugiarse sibaríticamente, durante la canícula, en ciertas hondonadas o pozos profundos llamados en el país frieiras, donde encuentra el agua helada casi. Tendida la red al través del río, entran en él unos cuantos gañanes alborotando el agua, desalojan a la trucha de su retiro y la obligan a correr espantada hacia la red; cuando ésta se encuentra bien cargada de pesca, sácanla a brazo sobre la hierba y la vacían; allí coletean como pedazos de plata viva los peces, que pasan sin demora a la caldera o la sartén. Tal espectáculo fue el que disfrutamos y despertó en María Azucena interés vivísimo. Entre los gañanes que acababan de entrar en el río arremangados de brazo y pierna, uno, sobre todo, mereció que mi novia no apartase de él los ojos. Era un fornido mocetón que frisaría en los veinte años, y desplegaba vigor admirable para arrastrar la pesada red y sacarla de la corriente. Semidesnudo, como un pescador del golfo de Nápoles; bajo el sol de agosto, que prestaba tonos de terracota a sus carnes firmes y musculosas de trabajador, tenía actitudes académicas y bellas, al atirantar la cuerda y jalar briosamente de la red. Yo acaso no lo hubiese reparado, si la voz de María Azucena, animada por el entusiasmo, no exclamase a mi oído:

-Mira, mira ese mozo... Qué fuerzas! Él solo trae la red... Parece una estatua de museo. ¡Da gusto verle!

Me estremecí y sentí frío en el corazón. Evoqué mi propia imagen, lo que sería yo con la vestimenta y en la postura de aquel gañán. Mis brazos darían lástima; mis piernas se prestarían a una caricatura. Ni una pulgada acercaría la red a la margen el esfuerzo raquítico de mis pobres músculos de burgués.

¿Cómo no había notado antes esta inferioridad de mi cuerpo? ¡Valiente novio, que ni aun podría llevar acuestas a su novia por los senderos desde el río hasta el palacio! ¡Oh miseria, oh desesperación! ¡Cuánto me humillaba el Apolo campesino, que, tachonano de gotas de agua donde el sol encendía los colores del iris, sonriendo en su gallardía juvenil, tendiendo sus brazos dorados y robustos ofrecía a la mirada de María Azucena la encarnación de un ideal antiguo, la perfección física demostrada por la acción y la energía muscular!

Pálido y descompuesto, me llevé de allí a mi futura, y emboscándome con ella detrás de unos sauces, la apostrofé, profiriendo reconvenciones exaltadas, quejas brutales, ayes que me arrancaba el dolor... Roja de vergüenza, me miraba atónita, seria, apretando con las manos el pecho, a fin de contenerse... vi brillar en sus ojos la chispa de la dignidad mortalmente ofendida, y conocí que estaba perdido.

-No podemos casarnos -articuló María, por último, lentamente-. ¡Seríamos tan infelices!

Y, como el que se suicida, repetí en voz sorda:

-¡Seríamos tan infelices!

No hubo más explicación, María Azucena y yo no volvimos a cruzar palabra. ¿Para qué? En breves momentos, ella me había sondeado el alma..., y yo había conocido también la intensidad de mi mal incurable.